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La guirlanda del crocodilo

Tampoco era un seductor, si pensamos en el perfil novelesco del agente secreto; ...
Alexis López Vidal access_time 17 min lectura

MI ABUELO materno se llamaba Camilo. En casa, según contaba mi madre, todo el mundo se refería a él como Camilín; con cuarenta años seguía siendo Camilín, el chico de Remigia la modista. Pero esto, aunque para mi madre supusiera el mundo en su totalidad, solo era así en el ámbito doméstico y en sus aledaños. Porque Camilín, a expensas de ese mundo, también era Camilo Pérgamo, alias el Cocodrilo, agente secreto del gobierno español. Camilín era, contra todo pronóstico, un espía. Y digo bien, contra todo pronóstico, porque si la imagen del espía que se pergeña en el imaginario colectivo es un tipo con nervios de acero debería apuntar, lo primero, que Camilín era de natural nervioso; entre otras cosas, era hipocondríaco, aunque enfermaba realmente si creía gastar más dinero del necesario, y se sentía muy incómodo hablando en público. Tampoco era un seductor, si pensamos en el perfil novelesco del agente secreto; de hecho, las mujeres en general le intimidaban. Y ya fuera teniendo que recitar versos de Jorge Manrique en la escuela o enviado con recado de su madre a la pastelería regentada por Doña Julia, a la sazón parece que una señora de muy buen ver, el pobre Camilín entraba en un estado de nerviosismo tal que presentaba, así lo atestiguan todos los recuerdos familiares y el propio aludido en sus diarios, una extraordinaria inclinación a la metátesis. Constantemente cambiaba de lugar los sonidos dentro de las palabras. Como asegura en un escrito que rememora sus primeros años, le supuso un gran disgusto declamar las Coplas a la muerte de su padre comenzando por «Recuerde el alma dordima» o pedirle a Doña Julia unas tojirras. En estos mismos cuadernos, que dan testimonio de gran parte de su vida, la pública y la oculta, confiesa mi abuelo que desde niño trató de corregir esta anomalía fonética repitiendo incesantemente una palabra. Cocrodilo. Cocrodilo. Finalmente se calmaba y acertaba a denominar al reptil por su nombre. Cocodrilo. Y que debido a ello la eligió cuando, inesperadamente, se vio en la necesidad de contar con un alias. Para no extenderme en demasía en este asunto diré que Camilín, reservado y taciturno, llamó la atención de un teniente coronel amigo de la familia que, en un principio, le encomendó algunas labores de mensajería y era tal la diligencia demostrada que poco a poco se fue integrando en el paralelo, clandestino y desorganizado mundo del protoespionaje de la España de principios del siglo veinte. Quién iba a sospechar de él, estutefacto ante el periglo y en apariencia sin estógamo para algo así, logrando pasar de chico de los recados a agente encubierto, con unos cuantos años aburridos y anodinos entre medias, según consignó la historia mi abuelo. Y de hecho esta faceta de su vida tuvo poco de trepidante, y mucho de rutinaria, hasta su viaje a El Cairo de 1925.

***

EL AGENTE Cocodrilo fue requerido a resultas del encargo de una condesa, cuya demanda no puede por menos que calificarse de inusitada. Había concebido la idea de organizar una recepción de corte oriental para sus amistades, ambientada en el Antiguo Egipto, y, según ella misma había leído en una revista de reportajes, las élites anglosajonas del siglo anterior, próceres del buen gusto, solían presentar nada menos que una momia a sus invitados. Tras las suculencias varias, las copas de champán y las amenas charlas se desproveía al embalsamado y pretérito difunto de sus vendajes y sus huesos se molían para obtener un polvo fino. Polvillo que se aspiraba como un rapé o se mezclaba en el champán. Puro delirio y decadencia que llevaron a Camilín a descender de un vagón de tren de la Estación de Ramsés de El Cairo un 20 de octubre del citado año de 1925. Ya se había publicado en la prensa internacional, por aquel entonces, que un egiptólogo inglés de apellido Carter, el mismo que había descubierto unos años antes la momia de un pequeño rey de la Dinastía XVIII del Imperio Nuevo, se preparaba para mostrarla al mundo. Así es, mi abuelo, el espía metatésico, fue enviado a Egipto para sustraer la momia de Tutankamón. Doña Remigia, por su parte, estaba orgullosa de la iniciativa mostrada por su hijo Camilín viajando a aquellas tierras con objeto de adquirir género exótico para su taller de costura.

Su primera parada, una vez que se internó en las confusas calles de la capital egipcia, fue el Anum Cafe, donde debía encontrarse con su enlace local. De este no tenía más referencia que su nombre, o su apellido, o su apodo; Alabi. Y la forma de reconocerlo y establecer contacto; llevaría dos anillos en el dedo índice de su mano izquierda, y ninguno más, y respondería a una frase en concreto, y a ninguna otra. Dejó escrito Camilín que cuando entró en el café lo halló vacío a excepción de una mujer que lo observaba sin hacer la más mínima intención de disimular. Tenía la piel morena y unos ojos grandes de color miel, ahora concentrados en mi abuelo, el pelo negro le caía en bucles sobre la espalda y no vestía al estilo de las mujeres egipcias; llevaba un vestido blanco con volantes en los hombros, como una europea. Mi abuelo se fijó en los dos anillos, y solo dos, en el dedo índice de su mano izquierda, y en las flores de loto que adornaban la columna que sostenía la claraboya del techo. No había duda, se trataba de Alabi. Una mujer. Una enigmática y bella mujer. La conversación, aunque en sus diarios solo mencione que padeció una ligera manifestación de su problema fonético, como lo llamaba, pudo darse tal que así.

– Bonita guirlanda… Guirlanda… Crocodilo… Crocodilo… ¡Cocodrilo! ¡Guirnalda! ¡Bonita guirnalda!

La agente Alabi se extrañaría de la forma en que se presentó mi abuelo pero, al fin y al cabo, debió pensar, la frase era correcta. Bonita guirnalda. Aunque no fuera nada profesional que el agente Cocodrilo gritara tan a las claras su nombre en clave.

Después de ser informado de algunos asuntos relativos a la logística de la operación, y de que los ojos de miel y la espesa melena oscura siguieran acelerando el corazón de Camilín, su contacto acabó disculpándose por no entender correctamente el idioma de su interlocutor. Aunque había pasado parte de su niñez en Valencia, explicó, amén de en otras ciudades europeas como Lisboa o Marsella, había vuelto a su país, Marruecos, en la adolescencia y practicaba su español en contadas ocasiones.

– No se dispulque – le dijo mi abuelo –, tatraré de hablar más descapio.

***

SI HE de aludir al plan, y es lógico que deba hacerlo, es más que probable que llegados a este punto se hayan generado diversas dudas motivadas por la propia narración. ¿Por qué nada menos que la tan famosa, incluso en aquellos primeros años, momia de Tutankamón? ¿Por qué Camilín el Cocodrilo no optó por adquirir una momia de menor alcurnia en el mercado negro de El Cairo y regresar a su patria con un relato fabuloso de sus aventuras en tierras faraónicas? Y, por último, ¿por qué se había escogido a mi abuelo para esta misión? Todas esas cuestiones fueron planteadas por la agente Alabi durante el encuentro, quedando puntualmente respondidas por mi antepasado y consignadas en su diario después. En primer lugar, declaró, la nobleza no gusta de relacionarse con individuos de menor clase social, por más que los tiempos modernos insuflaran de aparentes nuevos aires a dicho estamento; el aire seguía tan viciado y rancio como siempre lo había estado. De modo que se le había insistido en ello, ni un escriba ni un sacerdote adorador de aves acuáticas estarían a la altura de los fastos que la señora condesa iba a celebrar. Por otro lado, ya hemos hecho alusión a la proverbial diligencia de mi abuelo; si había que llevarse en una maleta a Tutankamón, junto con unas telas de lino para su madre y algunas postales, ahí es donde encajaría los restos amortajados del joven rey. Y en cuanto a por qué él, precisamente, se encogió de hombros cuando la agente Alabi se lo preguntó. Estaba acostumbrado a hacer lo que se le mandaba.

***

SE ENCAMINARON hacia el Valle de los Reyes aquel mismo día, habiendo previsto que pernoctarían en las cercanías de las ruinas de Heracleópolis Magna, próximas a la ciudad de Beni Suef pero no lo bastante para llamar la atención, con la idea de reunirse con Mohamed el Beblaui, guía local y responsable de la intendencia. De este hombre, con el que se comunicaba por gestos y con la mediación de la agente Alabi, anotó mi abuelo que era notoriamente alto y delgado, con la piel del rostro curtida y un frondoso mostacho bajo la nariz angulosa. La última de las incógnitas que el plan aún no había despejado, y que se deducía de sumo interés para Mohamed, constituyó el objeto de la primera de sus expresivas y dificultosas conversaciones. ¿Los tesoros, los tesoros prodigiosos, los tesoros prodigiosos y abundantes del faraón también formaban parte de la operación? Mi abuelo miró sorprendido al guía, después a la agente Alabi, y negó tajantemente con la cabeza. Su objetivo era la producción de momia real molida, no el robo de tesoros nacionales. Menudo disparate, opinó, y no pudo evitar enervarse.

– ¡No somos unos dánvalos! Dánvalos… Crocodilo… Crocodilo… ¡Cocodrilo! ¡Vándalos! ¡No somos unos vándalos! – replicó.

Tras escuchar la traducción, Mohamed preguntó a la agente Alabi por qué ese señor le había llamado cocodrilo, aclarando esta que el hombre cocodrilo era mi abuelo y que en ocasiones gritaba su nombre, y otras cosas que no entendía del todo. El egipcio debió de tener una honda impresión ante esta revelación, pues según Camilín durante el resto de la expedición le insistió en diversas ocasiones, toda vez que se acercaban a la ribera del Nilo o a algún afluente, en que podía darse un baño si notaba la piel reseca. Lo que hubiera dado aquel hombre por ver cómo el extranjero se transformaba en reptil y se adentraba en las aguas mansas.

***

UNAS JORNADAS después, el 31 de octubre, llegaron a su destino. Los informantes de la agente Alabi les hicieron saber que Howard Carter, el egiptólogo inglés autor del hallazgo de la intacta tumba, y sus ayudantes se dedicaban en aquellos días a fotografiar el sarcófago y a catalogar las piezas presentes sobre la momia, haciéndoles además partícipes de una información crucial. Carter había intentado extraer la máscara funeraria pero le había resultado imposible; estaba pegada al fondo del ataúd por la libación negra que se utilizó como ungüento de embalsamado. Buscando una solución a este problema, había resuelto que una vez se finalizara el trabajo de fotografía y catalogación se expondría la momia al sol durante unas horas esperando que el aceite se reblandeciera. La oportunidad perfecta para que la camarilla de mi abuelo lograra su misión.

Aguardaron pacientes durante horas, observando desde la distancia las idas y venidas de Carter y su equipo. Cuando comenzó a atardecer, y descendió la temperatura, se hizo evidente que el egiptólogo dejaría para el día siguiente, al menos, la tarea de exponer la momia a la solanera. El grupo de mi abuelo decidió retirarse, hospedándose en una vivienda del poblacho cercano gracias a la mediación de Mohamed. Durante la cena, que compartieron todos juntos, fueron agasajados con variados divertimentos por la población local; juegos de magia, un espectáculo de tragafuegos y alguna que otra historia traducida por la agente Alabi, que se servía de la ayuda de Mohamed cuando algún vocablo se tornaba demasiado enrevesado. Esta ayuda no le servía al departir con mi abuelo, quien dejó anotado como colofón de aquella noche que acabaron sentados sobre una estera y contemplando las estrellas. Camilín, que siempre tuvo alma de poeta aunque no de trovador, dio cuenta de los ojos relucientes de la agente Alabi, acurrucada frente a una hoguera, y de sus cabellos mecidos por la brisa del desierto.

– ¿Piensa usted que lo lograremos? – preguntó Alabi mientras mi abuelo estaba ensimismado en sus ojos refulgentes y sus cabellos ondulantes.

– Me gustaría pensar que sí – respondió Camilín muy despacio. Se esforzó tanto en pronunciar cada palabra que no advirtió que ella se había aproximado a él hasta que estuvieron respirando el aliento del otro. Mi abuelo se vio sorprendido por los grandes ojos de miel, que lo miraban con fijeza.

– Quiero confesarle algo, Cocodrilo.

– Llá… me… me… Ca…mi…lo…

– Esta misión… No tengo elección. Mi hermano Hatim cayó preso tras la batalla de Uarga. Está acusado de sublevación y pendiente de condena. Solo si el gobierno español intercede podría conseguir su liberación. ¿Lo entiende, Ca…mi…lo…? No tengo elección. Debemos lograrlo.

– Confíe en mí, Alabi. Conseguiremos esa momia.

La agente Alabi tomó las manos de mi abuelo y sonrió, aunque en su mirada se intuía la preocupación.

– Llámeme Amira… – susurró ella.

Arima… – susurró él.

***

A LA mañana siguiente retomaron la vigilancia, comprobando con satisfacción cómo se llevaban a cabo los preparativos para bañar de calor el ataúd. Mohamed y algunos de los hombres a su cargo se acercaron con sigilo al campamento del egiptólogo, pasando desapercibidos entre los incontables operarios que realizaban tareas aquí y allá. Camilo Pérgamo, el Cocodrilo, y Amira Alabi se mantuvieron a distancia, esperando el momento apropiado para dar luz verde a la extracción. La momia de Tutankamón fue depositada en una tarima improvisada con tablones por una cuadrilla de egipcios, poco antes del mediodía, quedando varios de estos al cargo de su custodia. Camilín había ordenado a sus expedicionarios que se abstuvieran del uso de la fuerza, siempre que fuera posible, y había repartido con holgura, aún a riesgo de su salud, los pocos dineros de los que había sido provisto para sobornos y similares. Cuando llegó el momento, los hombres infiltrados en el campamento le hicieron saber con su proceder que preferían quedarse con todo el dinero y compartir únicamente un pedrusco con la cabeza de los vigilantes. Con estos ya inconscientes en el suelo, al menos eso esperaba mi abuelo, que no los hubieran descalabrado fatalmente, comenzaron a dar tirones del cuerpecillo amojamado del faraón. Algo no iba bien. Se esforzaban en los estirones pero resultaba inútil. La idea de Carter no había funcionado y la máscara mortuoria seguía anclada al ataúd por el ungüento. Al cabo, alguien debió percatarse de lo que estaba ocurriendo y dio la voz de alarma. Mohamed y sus hombres se dieron a la fuga, alguno mortalmente herido por las balas que silbaban a sus espaldas. Nada más pudo hacerse, así terminó la aventura egipcia de mi abuelo en pos de robar uno de los mayores descubrimientos de la Egiptología, la momia del niño faraón Tutankamón.

Pero esto no supuso el final de la historia. Carter y sus mecenas acallaron el incidente, temerosos de ser acusados por las autoridades egipcias de ineptitud en el cuidado de la momia, y el Cocodrilo no estaba dispuesto a desmerecer su fama de diligente ni a incumplir la promesa contraída con la agente Alabi. A su pesar, se interesó por la oferta de momias en el mercado negro de El Cairo. Como la demanda era alta y el presupuesto había menguado ostensiblemente, tuvieron que conformarse con un proveedor de animales embalsamados, que les dio a elegir entre los saldos disponibles. Momias de gatos y de babuinos. Los gatos, a mi abuelo, se le antojaban muy pequeños.

– Te esbriquiré – se despidió mi abuelo, cargando con el pesado equipaje, mientras subía a un tren de la Estación de Ramsés de El Cairo. La agente Alabi sonrió, aunque en su mirada se intuía la preocupación.

***

DOÑA REMIGIA se preguntó durante semanas por qué todas sus nuevas y flamantes telas exóticas estaban llenas de pelillos.

Camilín se sintió inmensamente feliz cuando recibió una misiva cifrada de la agente Alabi en la que le notificaba la liberación de su hermano. Y aunque pensó en ella durante toda su vida, sin menoscabo de mi abuela, y se sintió tentado de responder en los primeros años, la verdad es que nunca le esbriquió.

En la capital todavía se cuenta, en círculos herméticos, una fantástica historia acerca de una condesa y de cómo se hizo con la auténtica momia de Tutankamón. El verdadero, relatan los afortunados que pudieron presenciar su cuerpo tras retirar las vendas, era pequeñajo, peludo y renegrido, aunque combinaba bien con el vermú seco una vez pasados los huesos por el mortero.


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El autor

Alexis López Vidal (Torrevieja, Alicante, 1979) es autor de artículos y relatos, ensayista y novelista. Ha obtenido diversos galardones de narrativa y poesía.
  • ISNI: 0000 0004 7765 6040

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