Verjin Mardy escaló los peldaños oxidados de la escalerilla como una oruga torpe, tratando de que los dedos raquíticos y temblorosos, exiguos de fuerza para sostenerle, no le hicieran caer o de que su ánimo no vacilara antes de abrir la escotilla. La soledad y la cercanía de la muerte que le rondaba como un roedor entre las sombras del búnker le llamaban a ver el mundo en el exterior antes de hundirse para siempre en esas sombras de ratas y olvido. Empujó con el último resquicio de aliento esquilmado y abandonó el refugio que lo había acogido en el transcurso entero de sus días. Más allá de la madriguera halló luz y desolación, tanto de lo uno y de lo otro que la luz le abrasaba los ojos desacostumbrados y la desolación, el alma solitaria. Cayó inerte poco después bajo el orbe eléctrico de nubes ocres. Las máquinas se acercaron a su cuerpo desplomado sobre el polvo. Para cuando el último ser humano biológico sucumbió a la inmisericordia que adoptaron los cielos y los mares del planeta, la inteligencia artificial autoconsciente había evolucionado como para acomodar algo parecido a la tristeza en el complejo algoritmo que anillaba sus pensamientos. Miles de millones de autómatas se pararon en pie sobre las colinas áridas, rocas atezadas bajo la solana y el viento abrasador, para entonar una despedida que les pareció, por supuesto, lógica.
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