El barrio

No ha conocido otro barrio más que el barrio;
se habla de las casas de los señoritos que enredan
con sus cuartos, de los pezones oscuros apostados
en las esquinas, del trapicheo sórdido de la dosis
de parnaso a cambio de una lata de espárragos
escondida a traición en un pantalón de chándal;

el mundo acaba en la degollina de un callejón
sin salida, en viviendas pintadas a churretones
dispuestas en una crujía, en puertas arrancadas,
calentadores malvendidos al día siguiente
de la inauguración por el político capitalino,
en la venta ambulante de melones y ristras de ajos;

resta pasos al camino a costa de zarandearse
en un bamboleo cansado y doloroso por la artrosis
y la carga, de una compra escasa y humillante regateo,
más tarde bien lamida, y de cuarenta años
de hincar rodillas, fregar platos, sentirse hundida;

ahora todo son gitanos más oscuros, achocolatados,
caracolillos en el pelo, pies descalzos y sucios,
los ojos amarillos y hambrientos de todo;

aprieta el paso, no avientes tiempo al tiempo, oculta el ceño
magullado de golpes por la almádena del puño; matrimonio
de bozal, arras de mordaza y pierna quebrada,
relamiendo las heridas en silencio; cuanto más vieja más tonta
se dice, le duelen las manos y la espalda y las piernas y el alma
y la última le enseñó un cuchillo, de pelar conejos,
ni gatos quedan en un barrio que es el barrio;

plétora de golpes granjeados sin afectación alguna,
sopa fría, sopa caliente, un mal día, un día corriente;
huye del puñal sostenido, sal a la calle de un barrio
que es el barrio y grita; salva la vida guarecida
en la barbacana oscura, en la colaña negra de una espalda
mojada que huyó sabedora de que hay más barrios
que el barrio; menos hostiles, más honestos.