Le miré a los ojos, grises y mayúsculos como el cielo jironado en nubes. Acaricié su mejilla aterciopelada como la piel del melocotón y sus dedos menudos y juguetones agarraron la merienda. Le pedí que tuviera cuidado. Era un niño obediente, se diría que responsable, pero aquel sujeto del banco próximo del parque tenía un aspecto deslustrado, quizá falto de aseo, en cualquier caso inquietante.
Apenas me distraje un suspiro, perdida entre el atrezo innumerable que acarreaba en el bolso, hasta alcanzar una revista harto manoseada.
Una sombra le delató.
Una mano temblorosa me tendía el bocadillo de mi hijo, entre lagrimones que llegaban hasta la barbilla hirsuta y vacilante. Era un corazón maltratado y de pronto expuesto a la ternura infinita de otro, más joven y aún sensible a la justicia.
– Mamá – me dijo el pequeño, a su lado – ¿verdad que se lo puede comer?
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