El héroe de un héroe

Me enteré de tus lances y avatares
escuchando un transistor a pilas
en dominicales tardes impregnadas
del humo espeso
de un cigarrillo de tabaco negro,
de colonia a granel y un boleto de quiniela
que había sembrado esperanzas en unos,
equis y doses;

consumidos los días de tiza y uniforme
noventa minutos de padre e hijo,
de hijo y padre, de hombre a hombre,
siendo testigos
de la gloria balompédica que te encumbró
a los altares del fervor de la hinchada
y que canonizó las botas con que hollaste
la banda izquierda al destierro del parnaso
a golpe de borrachera
y ego encorsetado
en camisa de beneficencia mal planchada.

Al principio se me desecaron el alma y la garganta
al descubrirte mendigando unas monedas
al pie de un semáforo estropeado,
y de ninguno me brotaron las palabras.
Ahondé en el pozo del bolsillo
tratando de esquilmar la calderilla
y acallar con el tintineo metálico
de una limosna la acusatoria culpa
de haberte reconocido.

Cayeron las monedas y no callaron las culpas.
Me agradeciste el gesto con una sonrisa desdentada,
con un bigote arrugado de pelillos hirsutos
y unas uñas negras y ansiosas
por acaparar el escaso premio.
Me marché con el ánimo encogido, arrebolado
en el deshilachado ovillo con que se tejieron
bufandas y banderines de ilusiones adolescentes.

Caminé aturdido
entre el ruido del tráfico y la urbe,
y qué distinto se me antojó del jaleo
con que te recibían las gradas.
Había llovido mucho y me pareció que el agua sucia
de los charcos había empapado las crónicas
de los diarios deportivos,
que eran papel mojado.

Me tapé la cara con las manos y lloré, furioso,
te odié con todas mis fuerzas y las fuerzas que reuní
a costa de apretar los puños y los dientes.
Me habías robado algo tan valioso
que lo supe perdido
para siempre;
me habías robado al héroe de mi padre.
Me habías robado al héroe de un héroe.