El helor que merodeaba en la orilla como un perro sin aposento le llegaba a las mejillas y le pintaba el hálito de vaharadas espesas como una neblina. De alguna vuelta inadvertida en el capacho de su ánimo, Gunnbjörn Ulfsson había esquilmado la constancia para dar por acabado el calafateado del esquife.
Aún carecía de nombre en el costado porque, en aquella playa, la misma de arena oscura bajo la escarpadura, todavía con el lomo erizado por la aspereza de saberse solo y de la madrugada en que concibió la idea de echarse a la mar, prometió con el blancor de los nudillos pintado en los puños que acallaría el ansia de nombrarlo hasta darlo por terminado; hasta que el brío de la quilla amedrentase a los geniecillos ufanos de la bajamar.
En el principio, solo cuadernas, lo habría llamado costillar y no serían más que dos esqueletos varados en una playa, el bote y él, sin pulpa en derredor de las entrañas, y las aguas los habrían escupido con desdén en caso de arrastrar el tuétano hacia su seno.
Después, entonces un cascarón, lo habría llamado sepulcro, porque carente de timón y de caña no habría más que tenderse sobre la madera y aguardar la muerte que llegaría con la mecedura del mar. Qué paupérrimo derrelicto conformarían el cuerpo amojamado y el esquife sin gobierno.
Ahora que el verduguillo espantaba a las sirenas que levantan sus nidos de perfidia sobre los riscos, que de la roda en la proa perjuraban las almas en el estómago de los leviatanes quejosos de su suerte, decidió llamarlo Naglfar, barco de uñas, como la nave que dormita en los avernos desde que el primer condenado holló con su culpa ese país sombrío en el albor de la humanidad. Nada pueden hacer los dioses por detener su construcción, pues se fabrica con las garras cerosas de los muertos. Y, ay, ese señalamiento ineludible lo quería para su bote. Una convicción semejante en la juntura de la madera para llegar allá donde se propusiera a pesar de la renuencia de los océanos a abrirle paso.
— ¿Dónde iremos? — preguntó Naglfar. Era el suyo un tono de voz grave, de roble viejo en un altozano que divisa la costa, entreverado del aroma de la vainilla.
— A cualquier parte — respondió Gunnbjörn con la línea del horizonte dibujándose en la veta de sus pupilas.
— En tal rumbo caben los destinos más tristes — señaló Naglfar.
— No más que el que se abre tras mi espalda — dijo Gunnbjörn compungido.
— ¿Tanta desdicha te han traído estos valles donde medró el linaje de tus padres? — quiso saber Naglfar.
Gunnbjörn guardó silencio. De la vastedad del desconsuelo que traen las muertes a destiempo buscaba alejarse con denuedo en esa playa y dar, con suerte, con la morada del artesano del mundo y por tanto de su desgracia. La marea subía y la corriente de aire se tornaba más espesa y fría. Se recompuso, apoyó una mano en el esquife y de un salto se acomodó sobre uno de los bancos.
— Sea, pues — exclamó Naglfar adentrándolos en el mar.
Las manos encallecidas de Gunnbjörn remaron durante días, sosteniéndose apenas por los espaciados bocados que tomaba del arenque ahumado que cargó y el sorbo medido con que humectaba unos labios sajados por el aquilón. A medida que fallaban sus fuerzas y que la escueta vela de Naglfar hincaba la rodilla, a merced de una calma que llegó de improviso, la singladura adquiría un cariz más penoso y su final se anticipaba en la quietud de las aguas nebulosas y cercadas de cascotes de hielo.
— Lamento no haberte servido como deseabas — dijo Naglfar.
— No es a ti a quien culpo — declaró Gunnbjörn apretando los dientes y, encaramándose a la proa, gritó —. ¡Os maldigo, dioses! ¿Tal es el miedo que un hombre en su ocaso os provoca? ¿Tanto os acobarda escuchar la pregunta que os llevo conmigo?
Las aguas tremolaron bajo la quilla de Naglfar y se tornaron bravas cuando todavía reverberaban las palabras de Gunnbjörn. Njord, el rey del mar, el primero de los Vanir, se elevó desde el abismo y apareció rotundo como un islote frente al esquife. Sus ojos asemejaban dos aguamarinas talladas y muy en el fondo de las gemas se adivinaba una urdimbre de todas las corrientes. La espesa y larga melena gris estaba engarzada de joyas destellantes y de fosforescentes criaturas de las profundidades que prendían sus cabellos de un resplandor singular.
— Los hombres no deberían clamar contra sus dioses con semejante ligereza — dijo Njord.
— Es difícil acatar su veleidoso capricho — respondió Gunnbjörn. Las mandíbulas le rechinaban y le dibujaban una sima en el cuero del rostro.
— Te conozco, Gunnbjörn — Njord hablaba con indulgencia, como deben conversar las montañas más viejas y altas de las cordilleras con las colinas jóvenes en el cobijo de su falda —. Yo acuné entre mis brazos la barcaza consumida en llamas y lastrada con los cuerpos yacentes de tu esposa y de tu hija.
— Sabrás, entonces, de mi propósito.
— Sé de él — correspondió Njord —. Pero te prevengo: ningún mortal alcanzará la morada de los dioses, ni siquiera tú llevado por esta barca de uñas tuya. Tus brazos soltarán los remos porque así lo querrá la vida expurgada de tu cuerpo y Naglfar se precipitará en la fosa insondable del olvido para que nadie recuerde vuestros nombres.
— ¡Ayúdame, rey del mar! Deja que otro corte por ti la cadena que te ata a una servidumbre que no soportas.
— Nos estimas a los dos en demasía, Gunnbjörn, y temo por ti y por todos quienes como tú se internan en los mares sin tener en cuenta el viraje del retorno.
Dicho aquello, Njord asió una caracola de plata que pendía de su cintura, la hizo sonar a modo de cuerno y a su convocatoria acudió una serpiente de mar de escamas iridiscentes y jaeces dorados en las crines. El monarca de los mares recogió las bridas que la bestia acarreaba y se las entregó a Gunnbjörn.
— Conoce el rumbo y no desfallecerá — dijo Njord —. Adiós, mortal. Que la muerte de los tuyos te sea menos leve allí donde te diriges.
Las aguas prorrumpieron de nuevo en un estruendo y Njord desapareció engullido por las profundidades de las que había emergido.
La serpiente tiró de Naglfar y al cabo se encontraron atravesando piélagos turquesas, luego mares densos como si los alimentara un manantial de plomo en los que el atardecer se recostaba y el ámbar y el ocre del cielo se pincelaban en la superficie, y después una boca de niebla frondosa como el pelaje de un animal. Entre la bruma sintió Gunnbjörn que el tiempo transcurría de un modo diferente, pues su reflejo en las aguas le mostraba a un carcamal unas veces, otras a un niño, pocas veces la plenitud del hombre que había sido, y esa consunción absurda de las horas la apreciaba en las manos que retenían a la serpiente y en los nudos de las tablas del bote, unas veces ceniciento y otras florido como el roble que fue. En aquel emplazamiento extirpado de la naturaleza de los ciclos se toparon en ocasiones con otros navegantes, tripulantes fantásticos de palacios flotantes y ojos rasgados, marineros barbados sobre embarcaciones de mástiles altos como torreones, tanto que su velamen ocultaba los tibios rayos de sol que se inmiscuían en la niebla, y navíos demenciales forjados de metal que derramaban fuego como si los animaran dragones en sus bodegas. Todas estas apariciones, sin embargo, carecían de la sustancia de lo tangible, como si fueran en verdad ecos de lo pretérito o lo futuro, y traspasaban la carne de Gunnbjörn y el entramado de Naglfar dejando a su paso la familiar melancolía que anida en el corazón de las gentes de mar.
En algún momento se disipó la boira, descubriendo una costa abrupta cuya roca insistía en declarar que no era aquel un lugar apropiado para el hombre. La serpiente meneó la cabeza a un lado y a otro hasta liberarse de las riendas y se desvaneció, y ni siquiera la aversión de un monstruo a acercarse a la costa desalentó a Gunnbjörn de su idea. Bogó apurando el resquicio último de voluntad que persistía en sus músculos y la quilla acabó montando con suavidad una playa estrecha de arena brillante, como un reguero de sal esparcida al pie del acantilado. La brisa peinaba la pared de piedra y regresaba en la forma de un aullido.
— ¡Odín! — vociferó Gunnbjörn — ¡Odín! — repitió.
Llamaba al padre de los dioses con la rabia anillada en el timbre de la voz. Siguió reclamándolo a gritos de cólera y desespero hasta que la voz se le quebró y se unió al aullido en la cornisa sobre su cabeza.
Un anciano harapiento apareció del interior de una gruta y se acercó vacilante, sirviéndose de un cayado. Le faltaba un ojo y la mayoría de los dientes y hedía a orín y alga podrida.
— ¿Quién llama al patriarca de lo divino como si requiriera a un ave de presa? — preguntó.
— Un hombre a quien su albedrío le arrebató la sola dicha que conoció en vida.
— ¿Y qué quieres de él, Gunnbjörn, patrón del barco de uñas tirado por las serpientes?
— ¿Cómo sabes de mí, viejo? — inquirió Gunnbjörn, extrañado.
— En el interior de mi caverna escucho el acontecer del mundo y lo que se habla en él.
— Traigo una pregunta para Odín — dijo Gunnbjörn masticando las palabras.
El anciano se reveló entonces como el principal de los dioses y su apariencia abandonó la decrepitud. En los hombros se le posaron dos cuervos que descendieron de una cumbre.
— Haz tu pregunta, mortal — su aliento era candente como el interior de una fragua.
— ¿Por qué?
El padre de los dioses observó a Gunnbjörn con su único ojo. La deidad pareció encogerse un instante, como una estrella que titila, pero entonces se hizo más grande y brilló con un fulgor mayor.
— Ah, el porqué de las cosas — apuntó Odín — Por qué cae lluvia del cielo, por qué emigran los pájaros, por qué murieron tu mujer y tu hija, por qué sientes tanto dolor.
Gunnbjörn estuvo a punto de abalanzarse sobre el dios pero, en una forma que no llegó a entender del todo, se contuvo.
— Cada gota de lluvia y cada pluma en las alas de un ave — continuó diciendo — son una triza de mi alma regalada al mundo. La sonrisa de candor de tu hija y la mirada cómplice de tu esposa, en cierta medida, nacieron por mi obra con una dolorosa condición. Ser esclavas del tiempo. Como una respiración. Exhalo y el mundo se llena de vida, inhalo y las maravillas que pueblan el mundo se agostan y vuelven a mí consumidas. ¿Por qué sientes dolor, Gunnbjörn Ulfsson? Porque yo lo siento, por todo y por todos, a cada momento.
Gunnbjörn padeció un estremecimiento en la boca del estómago; el vértigo de asomarse al dolor de un dios y no atisbar la magnitud del pozo.
— ¿No hallaré la paz? — preguntó Gunnbjörn apesadumbrado.
— No mientras el aliento de lo divino se nutra del vergel de lo creado — respondió el dios. Señaló con su mano hacia las aguas y añadió —. Por eso nos marchamos.
La silueta de un navío de velas negras se materializó en la playa. En su cubierta aguardaba al completo el panteón de los dioses a la espera de su gobernante. Los cabellos luminosos de Njord, que sonreía con un deje de ternura en el rostro, bailaban al son de la brisa y envolvían la media luna de sus labios de un aura espectral.
— Hijo mío — dijo Odín —, con nuestra partida el hombre estará solo. Pero no temas, es cuanto le hace falta para domeñar con justicia la tierra, el cielo y el mar. Llegaréis más lejos, más alto y más profundo de lo que ahora podéis siquiera soñar. Este dolor que ahora sientes no se extinguirá, pero a su lado se compondrá un hambre por descubrirlo todo. Todo de un mundo que sentiréis vuestro por vez primera.
— ¿A dónde iréis?
— Ah, ¡navegaremos! Los dioses, también, buscaremos nuestras respuestas.
Con el transcurrir de los años, Erik Thorvaldsson, el Rojo, arribaría a la isla y la llamaría Grønland, la tierra verde, capciosa promesa de esplendor para tantos. Para entonces los dioses ya la habían abandonado. De sus moradores, si los hubo, solo halló un pequeño esquife varado en una cala con un nombre tallado a cuchillo en el costado. Naglfar.
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