Las corrientes de la bahía pacían mansamente y las aguas eran un tálamo callado sobre el que se dibujaba con fina espuma la estela del navío abandonando el puerto. Se despidió de los placeres recientes, amalgamados en la memoria como un ovillo de oro y escoria, y encaró el horizonte algodonoso.
Era magro de carnes, de piel áspera, tan cuarteadas las mejillas que se adivinaban profundas simas entre la pradera de pelo hirsuto que las poblaba. Entendía la vida como una intrincada enredadera que se abrazaba contra espaldas, torsos y lomos, palabras y miradas; enjaezada de hojas verdes unas veces, retoños de ambiciones que brotaban sobre el tallo y que, las muchas, se agostaban con la sequía del ánimo o la sed ansiosa de otras nuevas que surgían. Aspiraba del cigarro que había liado con los dedos nudosos como si hubiera recibido de sus manos la propia vida y quisiera recuperarla, para regalarla después en una bocanada, lenta y grandilocuente, que hilvanaba volutas de espesa niebla tóxica y aromática. El costado le punzaba; siempre lo hacía cuando el cuerpo enjuto aún no se había desperezado del todo y daba cierto pábulo a la herencia de un zaino tan familiar y antigua.
Apenas se demoró la proa en internarse en mar abierto, desvaneciéndose la costa española y callando los graznidos de las gaviotas más temerarias.
Aconteció que llegada la nave a Berbería en las primeras y sumarias escalas para el aprovisionamiento, hastiado de hollar las mismas tablas de la cubierta, decidió bajar a tierra y dejar sus huellas tan efímeras o arraigadas como el viento del desierto las consintiera. Desde el litoral africano el cabotaje era frenético, y tanto más lo eran las idas y venidas de hombres, mujeres y niños de piel umbría y ojos de miel, cargando fardos, arrimando cajas, respondiendo a los voceríos de los capataces como una vibrante y espesa alfombra de gentes que desbordaba las pasarelas. En las inmediaciones el aire era húmedo y olía a sal, y a la carne de marrajo que secaba al sol sujeta en firmes cañas, pero también de cuando en cuando arrastraba la fragancia de los naranjos y de los últimos narcisos en flor. Las callejuelas que se abrían al atracadero aguardaban, tímidamente adornadas por la pintura desgastada de las puertas. Entrechocó los talones y se irguió estirando el espinazo como un gato viejo para espantar el letargo, sostenido en la postura por unos instantes.
– Se diría que quiere usted hacerle el envite a todo un continente – le señaló una voz divertida a su diestra.
Se recobró de la sorpresa con una migaja de voluntad, deslizando las palmas de las manos sobre la pechera; tosió para aclararse la garganta y, solo entonces, se permitió inspeccionar de soslayo al supuesto burlón. Era un hombre joven, de patillas luengas que le afilaban el semblante, pelo oscuro, un finísimo labio superior que se combaba como el cuerpo de un arco mientras sonreía bajo la nariz cuadrada; vestía camisa de lino, de un beis suave, como el papel añejo, un chaleco con botones de nácar a juego y, anudado al cuello, un pañuelo azul renegrido cuajado de pequeñas flores de lis, níveas y brillantes, tal que si sobre la garganta se hubiera colocado un trozo pequeño y diáfano del cielo nocturno y aquellas fueran las estrellas. Del hombro izquierdo le pendía un estuche de madera azabachada, se diría que de granadillo negro, asido por una cinta de cuero.
– No piense que era una guasa, maestro, y me agrie el carácter – añadió sin dejar de sonreír –; tiene que saber que le había reconocido. Usted es Don Manuel Cajigas, Cucharrena. Le vi faenar el toro en Béjar con Francisco Nieto y Rampojo.
– Y – respondió Cucharrena, ahora a partes sorprendido y a partes intrigado, sopesando las posibilidades de encontrar un testigo de sus lidias en tierra mora – ¿se puede preguntar el nombre de quien se tiene por tan sabido el mío?
Su interlocutor se aprestó a tenderle la mano.
– Santos López-Pelegrín y Zavala, maestro. Sepa usted el privilegio que me supone conocerle en persona. Me enteré hace unos días de que viajamos en el mismo barco y no he podido resistirme a entablar unas palabras. Aquella tarde en la plaza salmantina…
El maestro le interrumpió estrechándole la mano y, sujetándole del hombro con la palma que quedaba libre, fijando sus ojos grises entornados tras las pestañas largas y embrolladas, le preguntó:
– ¿Toma usted té?
– Por supuesto, maestro.
– Pues ¡ea!
Y así, al cabo de callejear lo justo para no alejarse en demasía del puerto, se encontraban ambos hombres bajo un pórtico desvencijado; acomodados con soltura en torno a una mesa achaparrada, decorada con esmero en su modestia, aspiraban con deleite el aroma a menta del té moruno, una delicia importada por los ingleses y que aquel pueblo hacía suya con enorme fortuna para el paladar y las digestiones.
– No hay labor más sacrificada que la de la planta del té – musitó Cucharrena, absorto. López-Pelegrín dudaba de que se estuviera dirigiendo a él, porque el maestro parecía no distinguir más que la infusión en su callado reposo –, acaso la de la hierbabuena y la absenta, porque crecen tomando de la tierra cuanto necesitan y nadie más que la misma planta sabe si lo hace por bien propio o por bien del hombre…
Hizo una pausa, sorbió del té y levantó la mirada con la parsimonia de un pesado telón.
– …como el toro – continuó –, que nadie conoce el secreto de su bravura. Si es por destacar al animal de entre el reino de las bestias o es porque los hombres, alforjas repletas de debilidades, encontramos en enfrentarlo la manera de destacarnos nosotros mismos.
Este pensamiento y algunos otros parecidos pespunteaba el torero cuando hacía rato que López-Pelegrín había abierto el estuche que portaba, que resultó un escritorio de viaje; expuesto sobre sus rodillas, había extraído unas cuartillas y se esmeraba en poner negro sobre blanco las palabras del maestro.
– Me tengo por pretendido escritor – señaló, por un momento avergonzado – y doy cuenta de sus observaciones, con su permiso. Si la dicha lo permite quisiera yo, algún día, publicar un tratado del arte de la tauromaquia.
– Si usted gusta – respondió Cucharrena, levantando con desafección una mano.
Culminando la cuesta que ascendía hasta su encuentro, retornando de algún pozo aledaño, fueron testigos del tantálico peregrinar de una muchacha, aún más niña que mujer, la cual acarreaba una tinaja que podría doblarla en proporciones; cada paso semejaba acercarla a su destino y al desastre por igual, en una suerte de azar que jugaba a ser benigno y perverso sin terminar de decantarse por qué moral adoptar. Tuvo al fin la mala fortuna de verse vencida por la inercia de la mole de barro; chocando la cántara con la tierra, árida y dura, no podía por menos que hacerse un millar de pedazos. El agua corrió hasta empapar la túnica larga y ancha de un hombre que se cruzaba, que trasmudó el gesto y abofeteó a la pequeña sin conmiseración alguna.
Apenas si había dado por acabada la mezquindad el moro cuando Cucharrena, que se había incorporado de un brinco que dejó trastabillando la mesa y al amanuense que se afanaba en mantener incólumes los artefactos de su escritura, lo embistió y le señaló la mandíbula con el hueso marcado de los nudillos.
– ¡Válgame los pocos arrestos de este cabruno, maltratando a una pobre criatura! – exclamó mientras el berberisco rodaba ya por el suelo embarrado, la muchacha huía despavorida y López-Pelegrín recogía sus bártulos para llegarse a la altura del torero.
El moro, repuesto lo necesario para ordenar la sesera tras el empellón, zumbándole los oídos como si tuviera un abejorro aprisionado, comenzó a gritar en su lengua echado todavía en el lodo. A la llamada de semejante almuédano, desde el más patético alminar que pudiera concebirse, y antes de que pudieran percatarse, respondieron otros moros que, colocándose en derredor, habían desenfundado las dagas o agitaban garrotes. Entre gritos y tirones les condujeron por medio de las callejuelas abigarradas al interior del patio de una vivienda, a todas luces más opulenta que el resto, mientras el comité de exaltados que les guiaba había crecido a medida que se les unían mercaderes que desatendían sus tenduchas, matronas que arrastraban a sus vástagos y ancianos renqueantes que se aupaban para escudriñar, quizás, un espectáculo destacado antes del postrer ocaso.
El portón de ojiva que franqueaba el acceso al interior de la casa se abrió y apareció un sarraceno orondo, que hizo el silencio con una ligera palmada. A su espalda se adivinaban mosaicos y celosías doradas, y el tímido rumor del tintineo que les llegaba de algún recodo hizo que Cucharrena y López-Pelegrín pensaran a la par en la exuberancia que se escondería en aquel palacete; hasta que advirtieron horrorizados que el retintín provenía de unos grilletes y no de los cascabeles que adornasen los tobillos de una odalisca.
– Esto se me antoja fatigoso de capear. Me sabe fatal que vaya usted a penar por culpa mía. Si lo sé, no le convido a usted. Ya me entiende.
– No se preocupe maestro, lo suyo fue un gesto noble… – terció López-Pelegrín sin dejar de mirar los grilletes – Si al menos pudiera comunicarme con estas gentes… ¡A nosotros no hay quien nos entienda!
– Yo hablo su idioma y puedo traducirle sus palabras al shayj – interpeló uno de aquellos; había aparecido de entre la turba, saludado con una pronunciada reverencia al rollizo gerifalte y situado frente a la pareja de extranjeros.
El ora agresor ora agredido también se había adelantado y parloteaba con grandes gestos al shayj, señalándose la túnica, a Cucharrena y el rostro magullado en un bucle que parecía no llegar a terminarse nunca.
– Dígale usted a estas personas que ese hombre – dijo el torero, la última de las veces que se percibió mencionado – golpeó a una muchacha por la liviandad de salpicarse las ropas. No es proporcionado y menos admisible.
– ¿En nombre de quién debo transmitir esto al shayj? – preguntó el traductor.
– De Don Manuel Cajigas – prorrumpió López-Pelegrín, que ahora había conseguido desviar la mirada de los grilletes –, ¡célebre en España porque ha traído la modernidad al arte del toreo!
Trasvasadas estas explicaciones en su lenguaje, y seguramente adornadas con los pocos conocimientos que el traductor albergaba de las costumbres más allá del estrecho, porque bramó y formó una cornamenta con el índice y el meñique sobre la frente, el shayj abrió más y más los ojos y pasó de contemplar con desgana a Cucharrena a mirarlo como a quienquiera que plantase las montañas que se erigían al pie del desierto. Dio una palmada, esta vez tan sonora que el gentío se turbó, gritó apenas un vocablo gutural y la muchedumbre se dispersó tan rápidamente como si el patio nunca hubiera estado atiborrado hasta la asfixia; con otro gesto los subalternos que sostenían los grilletes los hicieron desaparecer de la vista, y pronto se vieron impelidos por la comitiva restante, de nuevo, fuera del patio y entre las callejas.
– El shayj desea que este hombre le muestre cómo se torea… – explicó el traductor cuando llegaron a un corral polvoriento, en el centro del cual aguardaba nerviosa una res morena de la variedad autóctona. Ante el gesto airado de Cucharrena, agregó – Si se niega, le cortarán la mano por haber golpeado a un pariente del shayj. A usted también – concluyó dirigiéndose a López-Pelegrín.
Y movido por la costumbre de usar sus dos manos, y porque se le antojaba una mala faena que su reciente compañero dejase en aquella plaza la que usase para el oficio de la escritura, pidió el maestro un paño que le sirviera para dar pases al animal y una vara a modo de estoque. Saltó los maderos del cercado con garbo, situándose en mitad de la solana, tentó a la bestia extendiendo la muleta y aguardó; cuando aquella se arrancó en una embestida dibujó en el ardiente éter un arte pincelado con lentitud, en un quite a pies juntos, que repitió adelantando el cuerpo cuando la res corrigió el rumbo y acometió de nuevo. Sometía al animal con el pulso de su izquierda, dándole tiempo a recobrar el aliento para no humillarlo, porque pensaba Cucharrena en aquel lance que ni él ni el pobre cuadrúpedo hubieran barruntado encontrarse en semejante tesitura cuando clareaba el alba. El shayj se recreaba en la escena, riendo y aullando por igual, obnubilado por la destreza del bárbaro que había cautivado a la res para precipitarse juntos a una danza al límite del riesgo.
Fuera porque el calor ya era menos que delirante, o porque se mostrara impaciente, el shayj comenzó a revolverse y a reprochar al traductor, que acto seguido trató de hacerse oír por Cucharrena, quien se había rendido a la boba ternura del becerro moreno y sosegaba sus pases.
– ¡El shayj le exige que dé muerte al animal!
Hasta ahí llegó la paciencia del que fuera sinónimo de arrojo y su nombre algazara y vanguardia para la tauromaquia española. Citó, quebró más limpio que las lágrimas de una imagen en procesión y tiró el paño al ruedo con la cólera de un pantocrátor.
– ¡Dígale usted a ese señor que en la muerte de hombres y bestias debe haber dignidad y justicia siempre que se den las circunstancias! ¡Ea! Ya puede cortarme la mano si gusta porque este becerro no nació para el verduguillo.
Acabó el traductor de dar cuenta de estas palabras y era el rostro del shayj una luna roja y plena, de manteca y enojo, de modo que mandó a los guardias que le escoltaban a tratar con el venidero manco.
López-Pelegrín, que había observado la faena con el mismo disgusto que el maestro en obrarla, porque lo tenía por una figura por encima de aquella lastimera coyuntura, estaba no obstante más admirado todavía del arte de Cucharrena; injustamente, se decía, aquella tarde no figuraría en los anaqueles de la memoria colectiva. Se lanzó al corral olvidándose de su integridad física, también porque su integridad física peligraba más que nunca, y delante del shayj comenzó a declamar a viva voz como un heredero legítimo de Parnaso.
– ¡Abenámar, Abenámar, moro de la morería, el día que tú naciste grandes señales había! Estaba la mar en calma, la luna estaba crecida, moro que en tal signo nace no debe decir mentira.
El intérprete traducía, el becerro ajeno a todo removía la polvareda con un gazapeo fatigado y Cucharrena, viendo que la extrañeza del berberisco no iba a durar para toda la representación, agarró al poeta de una manga y se lo llevó a zancadas tan largas que escasamente pisaban el suelo con las puntas de los pies.
Arribaron al puerto cuando el bastimento concluía, en un tris de que el corazón asomara de su acomodo en el tórax. Ya en cubierta se miraron el uno al otro y, antes que lamentar, acabaron riendo. El maestro, con el costado dolorido como era la pesada rutina y los dedos que se pisaban unos a otros por liarse un cigarro, lo resumió de un modo sencillo.
– De buena nos hemos librado, Abenamar.
Durante las semanas de travesía posterior Cucharrena y López-Pelegrín hablaron largo y tendido de lo humano y lo divino. El torero viajaba a Filipinas a plantar un tabaco que, con la ilusión de un novicio, esperaba exportar a España; su compañero hacía lo propio para tomar un cargo en la Capitanía General de las islas. Para cuando se acercaron al Cabo de Buena Esperanza Cucharrena se encontraba confiado de extenderse en su filosofía y de ver cómo el otro pergeñaba esta en cuartilla tras cuartilla, apostillando aquí y allá sobre el origen de alguna suerte o preguntando sobre si tal anécdota de un torero era cierta.
Tomando tierra en el extremo del continente tuvieron ocasión de ver rinocerontes, que eran tratados con el mayor de los respetos por los nativos.
– Mira, Abenamar, con qué fervor se cuidan estos negritos de esos unicornios. Desde los tiempos de Caín y Abel que deben de llegar los recuerdos del toreo, que tuvo por cuna cierta este origen del mundo – señalaba el maestro mirándolos.
En una ocasión, todavía en tierra africana, se toparon con los restos de un león, muerto no se sabía si por disputa o afección, devorado por un tapiz de hormigas. Cucharrena, viendo el destino último del felino, departió con López-Pelegrín en un tono más luctuoso del acostumbrado.
– Ayer era un rey temido por sus semejantes, y hasta por los monos que nos tenemos por sabios, y mira hoy, Abenamar, que cuando el león se encaramaba a un altozano para otear su reino, no sospechaba que la más humilde de las hormigas dormitaba tranquila esperándolo en su muerte.
– ¿Se ha preguntado usted por su muerte, maestro? – inquirió López-Pelegrín.
– Ni comer ni beber, ni dejar de hacerlo está libre de inconvenientes. ¿Qué es lo que debemos hacer los hijos de Adán? Sortear la vida, o mejor dicho, la muerte que es la que siempre nos está amenazando desde que nacemos.
Tras dejar el puerto de Goa, encarando el tramo final del viaje, se encontraron en mitad de una tormenta, de tal calibre que muchos a bordo se encomendaron a sus santos y se fueron despidiendo uno a uno de todos sus deudos, queriendo la providencia que, aún riesgosa la zozobra, no diera la quilla en el lecho de la mar. Con todo, tan maltrecho quedó el navío que hubo de hacer un alto en la isla de Panay, para zurcir y calafatear, y reponerse los embarcados, antes de proseguir hasta su destino en Manila.
En esta ínsula, recogidos durante su estancia en una colonia española, disfrutaron de su abundancia, a la sazón rica en cocos, plátanos, papayas y mangos; trataron con sus moradores, los ati, amables y curiosos cuando superaban la inicial desconfianza. López-Pelegrín escribió una misiva para comunicar su retraso y aprovechó aquellas últimas semanas para poner orden en sus escritos. Cucharrena andaba entre los indígenas como uno más, que hasta se ganó un sobrenombre en su dialecto que fue imposible de equiparar al castellano, y como eran muchos los pasajeros que finalmente conocieron la fama del torero, alguna tarde optaba por rendirse al ruego público y daba unos pases a un carretón que habían construido con listones y la cornamenta vieja de una búfala. De estos días surgió el romance del diestro con una indígena, que ya en el África tropical había demostrado su querencia por la piel oscura, aunque con poco tiempo para explayarse en estos amores.
– Entre los gritos del susto y el aplauso, y sobre todo a vista de los rivales y las damas, el torero siente el entusiasmo y la palpitación que hierve en su pecho, aguijado por el más poderoso incentivo del corazón humano, el amor – pregonaba Cucharrena a la concurrencia, brindando a su encandilada la faena antes de fingir el degüello.
Este capítulo idílico del viaje dio a su fin cuando, demostrando que la naturaleza humana es semejante allá donde se encuentre o se alumbre, la relación del torero con la mujer despertó los celos de un pretendiente que ya antes la había rondado. Sin advertir sus intenciones, astutamente se ofreció este a manejar las astas en una de las demostraciones del lidiador, quien acostumbrado al ritmo del boyante que manejaban los otros, se vio sorprendido del áspero manejo del aborigen. La asistencia enardecía cuando Cucharrena se arrimaba un poco porque era su costumbre y otro tanto porque el cornudo que guiaba la cornamenta buscaba con denuedo empitonarle, embistiendo con todo su empuje, y, confiando en que le costara rehacer el rumbo, no cabía más que aguantar y jugarle un estatuario. Así aplaudían más las gentes, que hasta los ati se mostraban maravillados, y aumentaba el resquemor del que conducía el carretón, tanto, que cegado por la humillación se lanzó en un ataque en el que confió todas sus fuerzas.
Cucharrena soltó el capote con una mano, girándolo a su alrededor, pero la sempiterna mordida de su costado le restó velocidad; el tiempo justo para no esquivar los pitones y sentir el muslo asaetado hasta el armazón.
López-Pelegrín, avisado de inmediato, encontró al maestro tendido en un aparte, sobre la hierba bienoliente, bregando por seguir respirando.
– Aguante, maestro – acertó a decirle.
– Prolongar la muerte – le respondió Cucharrena con un hilo de voz – es hacerla doblemente dolorosa.
Extendió su brazo derecho, señaló hacia adelante, a sus pies, y garabateando lo que trataba de ser una sonrisa sobre la máscara cerúlea que era su faz, exhaló tras susurrar una última frase.
– ¡Ea! Ahí llegan, Abenamar, las hormigas…
Nota del autor
Santos López-Pelegrín y Zavala (1801-1846) recibió el nombramiento de Asesor General del Gobierno en la Capitanía General de las Filipinas el 6 de junio de 1828, permaneciendo en las islas durante los tres años siguientes. Con autoría primero del torero Montes en 1836 y, posteriormente, en 1842 ya atribuido a la pluma de López-Pelegrín, vio la luz su reconocido tratado de Tauromaquia o Filosofía de los Toros.
Célebre poeta, entre sus versos se hallan aquellos dedicados a La Hormiga: “Y cuando yerto el soldado / vela en alto torreón, / caliente duerme la hormiga / en su ignorada mansión”.
Firmó sus escritos bajo el seudónimo de Abenamar.
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