Los risueños locales de la aldea de Doussala, en Gabón, me hablaron en su momento de Murru. Podía adentrarme en la selva, decían, si yo estaba preparado y la selva, añadían, consideraba por su parte que lo estaba; si este contrato tácito llegaba a darse, referían con cierta reverencia que Murru, la huidiza criatura con rasgos de humano y de gorila, aparecería fugazmente bajo el vivo follaje y las flores rojas del tulipero para darme la bienvenida. En ocasiones he meditado en la enseñanza que encierra esta creencia. La fresca tarde en que llegué pedaleando hasta Zagora y me recibieron una noche sin luna, el cielo de Marruecos, estrellado como nunca antes lo había visto, y Abdelkarim, el agricultor que me acogió en su casa y reía sorprendido toda vez que le agradecía su continua y, según mi occidental punto de vista, extraordinaria hospitalidad. A la mañana siguiente me despidió con un «Ar men baad!», nos vemos luego, aunque mi ruta tuviera como destino el retorno a Marrakech, que me hizo pensar de nuevo en la selva y en Murru, y en el tapiz cuajado de astros brillantes que había contemplado en el cielo, ahora infinitamente azul. ¿Qué sabían todos ellos? ¿Qué verdad evidente me confiaban los habitantes de Doussala, Abdelkarim, las raíces selváticas que se imbricaban bajo las cortezas recias de los árboles y hasta el propio Murru, con su torso velludo y su rostro simiesco? Me arrebujé en el asiento y mis pensamientos me condujeron de nuevo a ello. Las aguas del Estrecho de Gibraltar devolvían facetada sobre las olas la luz de la mañana y quedaba atrás la costa de Tánger. Por megafonía se nos indicó que observáramos a través de las ventanillas del transbordador; un grupo de delfines acompañaba la estela de la embarcación. Extraje el cuaderno de dibujo de la mochila y esbocé la erizada superficie del mar y el jugueteo de los delfines. Es la estampa que estoy contemplando ahora, mientras pergeño estas líneas que acaso sirvan para explicar, a mí o a otros en mi inmodestia, la verdad inserta en el folclore de una aldea gabonesa. ¿Podré hacerlo? Es probable que requiera de un tiempo que esta ciudad, mi ciudad, no me permite. Que su urgencia, sus prioridades, la velocidad codificada en las partículas de humo negro y tóxico de los tubos de escape, en la exactitud milimétrica de los ingredientes de un menú infantil de comida rápida, en los megapíxeles de la alta resolución de un documental sobre la selva ecuatorial, sean incompatibles con la brisa del Atlas que te anima a recorrer un kilómetro más sobre la bicicleta, con el pescado que Awanjo me ofreció en un mercado de Libreville con una sonrisa y cocinó poco después ahumado y acompañado de salsa odika, con el olor a tierra húmeda y a floresta. La mochila aguarda inquieta en un rincón. Sabe que nos están llamando. Desde las selvas y los desiertos. ¿Estaré preparado para responder al saludo de Murru, para dar en mis viajes tanto o más de lo que reciba, para no dejar más huella que la huella que los cielos y los horizontes y las gentes dejen en mi espíritu? Un delfín se zambulle en un mar de carboncillo. Tenías razón, Abdelkarim. Nos vemos luego.
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