ABRAZA Pistones la idea de separarse para siempre de la mujer que le ha atormentado tanto, separarse lo suficiente como para que el sortilegio que emana de sus ojos abotagados de rímel robado de El Corte Inglés ya no le subyugue y le rinda. El concepto de libertad es sugerente. Lo abandona Pistones tal y como llegó, en un instante, cuando Chocho llega contoneando las caderas generosas embutidas en un vaquero deshilachado a propósito – «es la moda», había dicho – y le dispara a bocajarro una mirada del calibre 44. Se siente felina esta noche y, al menos por el momento, Pistones olvida que está atado sin remedio a una mujer.
Pistones y Chocho cohabitan. Lo justo. No más de lo necesario. Fuera, las aceras del lumpen son un bestiario de la noche madrileña; bajo una farola de cristales rotos orina un borracho tratando de mantener el timón firme, pero se riega los zapatos; una pareja de prostitutas están apostadas en sendas esquinas, haciendo ondear sus minúsculos bolsos de plástico en el cortante aire de Marzo; un Seat Panda de color rojo sobresalta al borracho, zigzagueando de regreso a casa, y se detiene al pasar frente a las mujeres. Una de ellas, la que está más cerca, hace ademán de aproximarse al vehículo, otea a lo largo de la calle para descubrirla vacía y se inclina hasta quedar a la altura de la ventanilla.
Tumbada en la cama, barnizada de una pátina de sudor brillante, Chocho observa la espalda de Pistones, de pie frente a la ventana del dormitorio aspirando con vehemencia un cigarrillo Camel. Pistones observa a la prostituta negociando su cuerpo.
La prostituta es de mediana estatura, más bien desprendida en sus proporciones, cabello rubio con raíces negras, negrísimas, labios de color violeta, minifalda vaquera y blusa blanca anudada sobre el ombligo, medias de rejilla. Los tacones levantan su trasero orondo y dibujan con nitidez sus gemelos. Lleva tiritas en los pies, que le duelen una barbaridad.
En la acera de enfrente, Silvia, su compañera de turno, la observa mientras se introduce en el coche y se marcha calle arriba.
– Zorra – masculla, más por el hecho de quedarse a solas que por haber perdido el servicio. Bosteza y se rasca la ingle, se coloca el elástico del tanga y consulta su reloj. Son normas del sindicato; hay que saber a qué hora se marcha una compañera, por si no vuelve.
Pistones aplasta la colilla de Camel contra un cenicero «Recuerdo de la Expo de Sevilla 92» – no estuvo, jamás se ha ido de vacaciones; lo robó de un bar de Lavapiés –, se coloca el paquete por fuera del eslip y camina despacio para tumbarse al lado de esa mujer que lo ha esclavizado y lo ha atormentado tanto.
***
DEL MONSTRUO mecánico descienden dos hombres ataviados con un mono de cremallera de color verde y amarillo. Las bandas reflectantes en sus brazos se iluminan al paso de una furgoneta de reparto de pan. Se despereza la mañana con malas pulgas, sacudidos los chopos sistemáticamente dispuestos a lo largo de la amplia avenida por la acometida del viento.
– Date prisa, Mariano – dice uno de los operarios de aseo urbano, antes llamado basurero; a él le da igual como le llamen, «la basura apesta lo mismo» afirma sin reparos –, que nos llueve.
Mariano termina de enganchar un contenedor a los enormes brazos del camión y un sonido hidráulico avisa de que va a comenzar el volcado. Resulta monótono la mayor parte de las veces; bolsas de supermercado mal anudadas preñadas de pañales sucios, latas, cartones de leche que son engullidas una tras otra por el monstruo devorador de inmundicia. En contadas ocasiones la tarea depara alguna sorpresa.
– ¡Pero qué…! ¡Aguanta el bicho, Romerales! – exclama Mariano, con el rostro desencajado – ¿Estás viendo eso, tú? – pregunta dirigiéndose al otro operario y señalando con un enguantado y tembloroso dedo extendido hacia un cuerpo de mujer que emerge de entre la montaña de basura.
El otro operario asiente, se pasa el antebrazo por la frente perlada de una sudoración fría y habla con una convicción aprehendida a costa de muchas noches.
– Llama a la policía, Mariano – chasquea la lengua –. Operario de aseo urbano… ¡y un carajo! Esto es la misma porquería de siempre.
Mariano habla nervioso, a través del teléfono móvil, con un agente de policía. Romerales se pregunta en la cabina «qué cuyons estará pasando» en la parte de atrás del camión.
***
EL TELEVISOR Radiola parpadea durante un instante, como un viejo que carraspea para aclarar la garganta quemada de orujo, y proyecta las imágenes del noticiario contra su pantalla convexa con una solemnidad propia de electrodoméstico vetusto. Ajusta Pistones el volumen, para no perder detalle.
– …usted fue la primera persona en percatarse de que había un torso de mujer entre la basura… – afirma una joven de cabellos rizados y gesto contenido, a sabiendas de que habla en directo para millones de espectadores. Se dirige al operario de mono verde y amarillo y franjas reflectantes en sus brazos, que asiente haciendo descender y ascender y descender las enormes ojeras que se dibujan en su rostro, como de lechuza. La periodista acerca el micrófono al operario con cara de rapaz nocturna, que lo observa unos segundos antes de responder, tal vez midiendo la distancia con sus labios cuarteados y rodeados de una hirsuta barba de tres días.
– Le faltaban las piernas – asevera –, bueno, para ser exactos, le faltaba todo de cintura para abajo, ya me entiende.
– Debió de ser algo sobrecogedor para usted – afirma la periodista, que pone boca de piñón y arruga el entrecejo; es un recurso de manual, para dar efectismo.
– Estas cosas imponen, claro que imponen – responde el operario –, pero en este trabajo se ve de todo. Hace unos años un compañero se tropezó con un drogadicto al abrir un contenedor; pálido, con los ojos en blanco y con la aguja todavía clavada en el brazo. Fiambre. Avisó a una ambulancia y en cuanto lo sacaron y lo fueron a embolsar, ¿sabe usted qué? ¡Se despertó de un brinco, salió corriendo y todavía lo andan buscando!
La periodista esboza una sonrisa, aprieta todavía más la boca de piñón, con riesgo de succionarse a sí misma, nerviosa, fuera de tema. Agradece la colaboración del entrevistado y devuelve la conexión al estudio. La última imagen del escenario permite vislumbrar, muy al fondo, el bulto inerte que compone medio cuerpo de prostituta dentro de una bolsa para cadáveres. El forense, un cuarentón con calva en forma de tonsura que lleva pajarita, ha anotado en una libreta que vestía una camisa blanca todavía anudada – «sobre el ombligo bajo el que se abre la nada», ha pensado – y que, aunque el cabello es rubio, por el color de las raíces – «negrísimas» – la mujer era morena.
En el exterior del televisor Radiola, Chocho llega a puerto después de haber quemado todas sus naves en el bingo.
***
LA CARTILLA de Caja Madrid es una lastimera sucesión de muchas idas al cajero automático de la esquina y pocas venidas a decolorar el sangrante rojo de sus números. A Pistones le arde el estómago. Chocho le reclama desde algún lugar de la mazmorra en que lo ha sometido con las cadenas que lo atan a sus caderas.
– Han encontrado otra puta partida por la mitad en un contenedor – anuncia Chocho mirando el reflejo del televisor en el espejo, mientras se pinta los labios –, ya van cuatro. O dos, si sumas las cuatro mitades – añade Chocho permitiéndose hacer alarde de la bilis que destila su lengua.
Pistones considera el comentario de muy mal gusto, incluso para ella. Quiere derribar la puerta, echar a correr y no volver a pensar en Chocho. Ella se gira y se desprende de la bata de corte oriental que compró en un supermercado chino. Él olvida que el estómago le arde.
***
HACE FRÍO y Silvia se arrepiente de haber dejado la chaquetilla torera en casa; ha preferido mostrar a las claras la mercancía. Ahora que su antigua compañera es un medio cuerpo estrella de la televisión y que otras tres mujeres del gremio han corrido la misma suerte, el trabajo le parece más penoso y más indeseable que de costumbre. En la esquina de enfrente, la plaza vacía ha sido ocupada por una senegalesa que apenas balbucea las escasas frases necesarias para cerrar la transacción con los clientes.
Pistones se incorpora de la cama, que todavía rezuma el destilado de dos cuerpos que han yacido sobre sus sábanas. Chocho duerme y sueña con completar un bingo o al menos cantar una línea, con llevar abrigos de visón y bañarse en perfume del caro, con no andar al descuido en la sección de cosmética de los grandes almacenes y con tener a sus pies a un futbolista o a un torero y no a un pringado.
Junto a la ventana, Pistones enciende un cigarrillo Camel y contempla la noche iluminada por las farolas; de cada tres solo alumbra una. Observa a la prostituta que se abraza a sí misma, aterida de frío. Su pelo es muy corto, sus piernas muy largas.
A su espalda escucha la voz de Chocho, que habla con la lengua de trapo de quien recién despierta.
– ¿A dónde vas? – le pregunta.
Pistones se despega el cigarrillo de los labios y contesta por encima del hombro. Para sí mismo responde una cosa – «a ser libre» – , en voz alta responde otra.
– A tirar la basura.
Descarga Media Verónica en eBook
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las Leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.
Publicado previamente en Bar Matrioshka y otras historias, ISBN: 978-84-616-3634-1, 2013.
Suscríbete
Únete a los lectores que tienen acceso a textos inéditos, descargas y novedades entregadas en su correo cada semana.