Una vez que la atmósfera plomiza del ruinoso desván hubo sometido al huracán de polvo, que lo había envuelto todo en una neblina con olor a moho, pudo continuar el trabajo minucioso de confeccionar un inventario. Hasta el momento daba cuenta de tres baúles con estrafalarios ropajes – había subrayado la palabra «estrafalarios» –, un surtido de pañuelos de colores, dos sombreros de copa, una colección de viejos afiches y carteles publicitarios, varios anillos de metal intercalados entre sí, barajas de naipes y un espejo de cuerpo entero. Fue al apartar a un lado el espejo cuando descubrió una nueva caja, estrecha y alargada, forrada de un raso desvaído que en tiempos debió de ser de un azul intenso, adornado con soles dorados y medias lunas de plata. La consignó como «ítem 32» sin ni siquiera llegar a abrirla; el interés que le suscitaban aquellos objetos acababa, literalmente, en la ordenada numeración del inventario. Y si alguien le hubiera consultado, de manera extra-oficial, naturalmente, habría añadido que tampoco albergaba la menor curiosidad por conocer su contenido pero que, cumpliendo con su obligación, debía cumplimentar el formulario con exactitud.
– Contenido… – citó parafraseando al formulario estándar de inventariado; como costumbre enunciaba en voz alta cada objeto y su descripción, como un forense durante su examen, y en cierto modo sus trabajos eran similares, ambos daban cuenta de los restos finales de una persona, ya fuera su cuerpo inerte o los recuerdos avejentados de un ilusionista anciano carente de todo, hasta de familia – contenido… – repitió, tratando de abrir el pequeño cierre metálico de la caja – … una varita.
Anotó su último descubrimiento con esmerada caligrafía, pese a la falta de luz y los estornudos continuos que le provocaba su alergia, volvió a recorrer con la mirada cada objeto, consultando su equivalente en el formulario, y dio por terminado su trabajo.
– Doy por terminado mi trabajo – recalcó en voz alta, con su docta profesionalidad de forense de desvanes.
– ¡No se marche aún! – solicitó una vocecilla desde algún punto del desván.
– ¿Quién anda ahí? – preguntó, escudriñando, forzándose en distinguir alguna silueta en la que antes no hubiera reparado.
– ¡Aquí! – indicó la vocecilla – Aquí abajo, en la caja…
Miró en derredor y no vio a nadie; salvo a sí mismo, reflejado en el espejo. Inclinó la mirada y solo distinguió sus zapatos perfectamente anudados y el ítem 32, caja de raso; contenido, una varita.
– ¡Oiga! ¡Estoy aquí, en la caja! Cójame, haga el favor…
Se sobresaltó al pensar por un instante que la aflautada voz brotaba acaso de la varita de mago, retrocedió, trastabilló con uno de los baúles de ropa «estrafalaria», se apoyó para no caer y en el aire se elevó una nueva nube de polvo.
– ¡Atchús! – estornudó con vehemencia.
– ¡Salud! – le respondió la varita.
– Gracias… – correspondió – ¡Un momento! Me he vuelto loco. Esto no puede estar pasando. Las cosas no hablan. Ni piensan ni… ¡nada!
– Oiga, haga el favor, cójame un instante – suplicó la varita –. Llevo años dentro de esta caja. Cójame, no sea tímido, y se lo explicaré todo. No se arrepentirá.
Aturdido, se inclinó y extrajo la varita, sosteniéndola por un instante frente a los ojos. Observándola de cerca parecía de lo más vulgar.
– Tiene usted unos dedos muy suaves, es de agradecer… – dijo de pronto la varita.
Se asustó y la apartó de su cara de inmediato, y la varita proyectó un haz luminoso que inundó la estancia, iluminándola por un segundo y haciendo que todo cobrara un resplandor de color violáceo.
– ¡Cuidado! – exclamó la varita – No me agite tan a la ligera.
– Perdón – se disculpó –, ¿qué ha sido eso?
– ¿Qué imagina? Pues magia, ni más ni menos, prestidigitación.
– A la fuerza se trata de un truco – replicó.
– Toda magia tiene truco, querido – confió la vocecilla con aire suficiente –, y todo truco, magia. Si me permite disponer de su habilidad, se lo puedo demostrar. Utilíceme de la siguiente manera, preste atención, describa un círculo en el aire y en su interior el símbolo que representa «infinito». ¿Lo conoce?
– ¡Por supuesto! – replicó, algo molesto porque un vulgar palillo pretendiera darle lecciones.
Ejecutó las instrucciones de la varita con inusual destreza, describiendo con ella un majestuoso orbe y en su interior un ocho horizontal con dos elegantes giros de muñeca. Una suerte de trazos ígneos seguían el curso de la varita, concentrándose en un punto elevado del desván y abriendo una especie de vórtice del que surgían destellos que le recordaron al brillo de la pirita.
– ¡Tiene usted aptitudes para la magia, no cabe duda! – exclamó la varita.
– ¡Es maravilloso! ¿A dónde conduce? – preguntó, acercándose al vórtice y sintiendo auténtica curiosidad por primera vez en su vida.
– Al reino de la magia, por supuesto – contestó la varita –, puede entrar sin temor alguno.
– Decididamente lo haré – dijo, y se internó en la puerta luminosa sin dudar un paso. No se percató de que el portal se cerraba a sus espaldas.
La entidad bancaria que había hipotecado la vivienda se extrañó de la ausencia injustificada de uno de sus más aplicados empleados. Al cabo de una semana envió a otra persona a concluir su trabajo, que inventarió cada objeto con similar pericia.
Cuando iba a dar por concluido su trabajo escuchó una vocecilla que parecía surgir de un sombrero de copa.
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Publicado previamente en Bar Matrioshka y otras historias, ISBN: 978-84-616-3634-1, 2013.
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