Las afanosas aspas del ventilador se esfuerzan en disipar la atmósfera sofocante y, a su pesar, la pechera del prefeito1Un prefecto (prefeito en portugués) es, de acuerdo con la Constitución Brasileña de 1988, la designación dada al funcionario público a cargo del poder ejecutivo local. Ejerce su cargo en función de una legislatura, siendo electo cada cuatro años. Benedito Siqueira muestra unos lamparones de sudor simétricos como los ojos de un búho. En la desordenada mesa se apilan carpetas desparramadas como en un juego de naipes, bolígrafos que rehúsan escribir, lápices apurados como una colilla de indigente y al frente del maremagnum, con una solemnidad renqueante, dos banderines; los colores de Brasil y Bitiriba-Maré.
La ciudad de Bitiriba-Maré se sitúa en la franja sudoriental del Estado de Sao Paulo, en Brasil, expándiendose en torno a la anciana Capilla de Santa Clara como ondas de agua en un estanque; durante décadas acogió el paso itinerante de buscavidas y aventureros que se internaban en la selva húmeda plagada de infortunios y que, en los contados casos en que conseguían retornar sin mayor incidencias que unas fiebres, terminaban erigiendo nuevas casuchas de madera de pino multiplicando de manera incesante aquellas mismas ondas.
Durante los cálidos meses de Junio a Septiembre, Bitiriba-Maré es un animado reducto por el que trasiegan comerciantes en su ruta a los Estados vecinos, sin embargo el asfixiante calor de los ardientes meses comprendidos entre enero y abril, y en especial febrero – al que los lugareños agradecen especialmente que sea el más corto del año – provocan que los óbitos se propaguen de casa en casa.
– ¡Prefeito Siqueira, señor! ¡Es una hecatombe!
En el despacho de Benedito Siqueira ha irrumpido un mulato de mediana edad, los cortos bucles del cabello encanecidos, gruesas lentes de pasta negra, camisa de manga corta y un reluciente reloj dorado que compró a un vendedor ambulante de Río de Janeiro.
– ¿Qué ocurre, Mourinho? – pregunta el prefeito con cierta apatía. Hace calor, mucho calor, demasiado calor para interesarse en demasía por nada.
– Han errado todas las previsiones… ¡Han muerto todos!
El prefeito Siqueira siente que en el interior del pecho sudado su corazón da un vuelco.
– ¿Cómo que han muerto todos? ¿De qué está hablando, insensato? – pregunta Siqueira tras los banderines y el mar de carpetas y papeles.
– Las fiebres, la nube de mosquitos que llegó del sur, las pozas desecadas y el autobús que accidentó en la carretera de Aimarubo… Han muerto todos los que tenían que morir y ¡muchos más, señor prefeito, muchos más!
– No le entiendo, Mourinho, en verdad se trata de un año desafortunado pero no me dice nada que ya no sepa. ¿A qué viene usted con esta prisa? Los muertos no se van a mover de sus sepulturas.
– Ese es el problema, prefeito, ese mismo. Nos hemos quedado sin vacantes en el cementerio.
A Benedito Siqueira le parece que las aspas del ventilador han dejado de moverse, que su camisa se le pega al cuerpo como una segunda y húmeda piel sobre la húmeda piel primera. Recuerda el orgullo en los ojos de su padre cuando ascendió al cargo de prefeito y chasquea la lengua.
– Vaya por Dios… – dice al fin – ¿Podremos dar sepultura a los recién fallecidos en la jungla?
– Son terrenos protegidos por el Gobierno, prefeito – responde Mourinho con un gesto lánguido, como si ya hubiera barruntado soterrar a los difuntos bajo los escasos bananeros de la deforestada selva.
Benedito Siqueira guarda silencio unos instantes, tratando de hallar una solución plausible al problema, al igual que el ventilador se esfuerza inútilmente por remover un aire denso y ardiente como un baño de aceite hirviendo.
– Tome nota de esto, Mourinho – solicita Siqueira de improviso. Su subalterno se marcha y regresa al instante con una libretilla, un bolígrafo y actitud solícita –. Que nadie más se muera antes de tiempo.
Los ojos aceitunados de Mourinho se ensanchan tras los anteojos como la boca de un pez sapo. Redacta la orden con pulso firme, pero le tiembla el ánimo. Antes de marcharse a hacer público el edicto hace acopio de arrestos y dispara a la frente de Siqueira el dardo de una pregunta inoportuna con la voz temerosa de un niño extraviado.
– Prefeito, señor, ¿cómo va el pueblo a acatar esta ordenanza? La muerte es ley de vida, y ante esa ley no hay más leyes que esa…
Benedito Siqueira inhala el aire seco del despacho y lo devuelve con un bufido lento, de res vieja.
– Tienen permiso para morirse los muy ancianos, porque es su hora, y porque el cuerpo les ha encogido. Y los muy niños, porque aún no han vivido, y son santos, y pequeños. A los unos y a los otros los acomodaremos en compañía de sus allegados difuntos, que para el caso no habrán de protestar. Para el resto…
– ¿Para el resto…? – quiere saber Mourinho.
– Para el resto queda terminantemente prohibido morirse hasta nuevo aviso. Quedan restringidos los oficios peligrosos; cazadores de cocodrilos, pescadores de pirañas a pulmón libre y prestamistas cesarán sus actividades de inmediato. Y habrá pena de cárcel para los familiares de quienes no se cuiden, que no velen de sus enfermos o no presten las debidas atenciones a sus parientes.
El edicto de Siqueira causa una conmoción notable en Bitiriba-Maré; los ocho hermanos de Nelson Gerardo Novoa se desviven por cuidar de su pie izquierdo, infectado a causa de haber pisado un tablón astillado; la viuda Nélida Pontes, que había gozado tras la muerte de su esposo de los amores del joven Joao Bojunga, ahora retiene sus apremios por miedo a que le falle el corazón; la capilla de Santa Clara es incapaz de albergar a tantos que rezan, con más insistencia que nunca, por la salud propia y ajena.
Durante las semanas que siguen a la ordenanza apenas si se ha de llorar a nadie. Únicamente se contabiliza la pérdida de un pescador borracho que termina ahogado y que al ser oriundo de la vecina población de Guimajao se envía su cuerpo río arriba, como es preceptivo.
Mourinho entra en el despacho del prefeito Siqueira como es costumbre. El calor intenso de las últimas jornadas ha sido un duro oponente para el dictado de su superior, pero milagrosamente nadie ha sucumbido. Siqueira le observa impávido y no responde a su saludo.
– Prefeito Siqueira, señor… ¿Se encuentra usted bien? – pregunta Mourinho. Benedito Siqueira no responde. Su rostro está pálido y sus labios amoratados e inertes. La corriente impelida por el ventilador mece sus cabellos revueltos en contra del gesto rígido y hace que ondeen los pequeños banderines.
Mourinho certifica la ausencia de pulso sirviéndose de su reloj dorado, inclina la cabeza y abandona el despacho. Lo hace despacio, con cuidado de no tropezar y abrirse la cabeza; su único familiar es una madre anciana y odiaría verla en prisión.
Referencias
1. | ↑ | Un prefecto (prefeito en portugués) es, de acuerdo con la Constitución Brasileña de 1988, la designación dada al funcionario público a cargo del poder ejecutivo local. Ejerce su cargo en función de una legislatura, siendo electo cada cuatro años. |
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Publicado previamente en Bar Matrioshka y otras historias, ISBN: 978-84-616-3634-1, 2013.
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