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La piel de escama

Como una suerte de ensoñación mistérica que a fuerza de repetirse hubiera trocado en cotidiana su magia, ...
Alexis López Vidal access_time 9 min lectura

MUCHO se ha referido en las crónicas y el folclore, así como en diversas aproximaciones literarias, la prodigiosa vida de Francisco de la Vega Casar, el hombre pez de Liérganes, pero apenas ha trascendido que a comienzos del siglo XIX la Vega Baja del Segura, en la provincia de Alicante, contó con un caso similar e igual de meritorio en el entonces minúsculo y humilde pueblo de Torrevieja. Al amparo de una casucha que lindaba con la orilla de la playa, contándose que rompió a llorar por vez primera al compás del arrullo de las olas, nació Aniote Pitaluga García un 23 de abril de 1813.

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COMO una suerte de ensoñación mistérica que a fuerza de repetirse hubiera trocado en cotidiana su magia, aquella pequeña cala desaparecía arrasada por los temporales del invierno y reaparecía, renacida, cuajada de arena brillante, cuando el verano llamaba a las puertas. No menos que extraordinaria, por huidiza y por constante, le parecía la Cala del Palangre al pescador Aniote cuando la divisaba bordeando la costa torrevejense.

Erguido sobre el pequeño bote pintado con primor de azul celeste y blanco, que impulsaba ayudándose de una pértiga, habría de parecerle Pitaluga a sus semejantes, al igual que a él la costa que contemplaba, como una aparición pasmosa. Era alto y espigado aunque de proporciones irregulares, pues disponía de un tronco enjuto y por el contrario de unos miembros nervudos y largos como las sombras en el solsticio de invierno de los que brotaban las falanges como ramas de abedul. Su piel poseía un tono oliváceo, cubierta en algunas partes, especialmente su espalda hasta la nuca, por unas asperezas que se mostraban iridiscentes si acaso recibían la luz del sol. De cabello trigueño, recogido habitualmente en una coleta, se dice que en ocasiones, al atardecer, lo dejaba suelto para que fuera mecido por la brisa y se volvía oscuro igual que un piélago y desprendía una intensa fragancia a mar.

De andares vacilantes en tierra, era en el mar, precisamente, donde encontraba su acomodo, tal que si su cuerpo por entero le hiciera ver que había nacido para surcar a nado las amplias praderas de posidonia en lugar de hollar el polvo de los caminos. Gustaba de zambullirse en las primeras y las últimas horas del día, aquellas en las que el hombre es incapaz de ahondar en los misterios que esconden las aguas, pero en las que sus ojos, por contra, parecían vislumbrar un mundo solo a él reservado.

Aniote era el hijo primogénito de Antonio Pitaluga, un marinero de origen genovés, y María de la Encarnación García, oriunda de Torrevieja. Se sabe que tuvieron dos hijos más, Antonio y María del Carmen, ninguno de los cuales presentó, que se sepa, las singulares cualidades de su hermano mayor.

Ha de señalarse que ni la apariencia de Aniote ni sus costumbres le generaron problema alguno con sus convecinos; el párroco Isabelo López-Céspedes consignó en sus denominadas «Actas pías del pueblo de Torrevieja», fechadas entre 1824 y 1843, que la familia Pitaluga era «creyente, devota y muy querida» y, según confesó a sus superiores en la Diócesis de Orihuela, consideraba una intervención de la Purísima, la Virgen de la Inmaculada Concepción, los dones que el muchacho presentaba.

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DE hecho, Aniote aún no había cumplido los veinte años cuando tuvo ocasión de poner los mencionados dones al servicio de los torrevejenses. El 16 de enero de 1833 el bergantín-goleta «Clotilde» sufrió una vía de agua cuando concluía su travesía de dos meses y medio de Cuba a Torrevieja, quedando sumergida gran parte de la bodega así como, con ella, el cuerpo del malogrado grumete Gregorio Sala Martínez, preso por la carga y ahogado. El «Clotilde» era una embarcación estilizada, de mástiles esbeltos y una quilla que se extendía como el estandarte de una pluma, diseñada para una navegación ágil en las largas travesías pero que se resentía en los retornos, en los que se trataba de ocupar al máximo el espacio destinado a las mercancías de ultramar.

Pitaluga, popular entre la ciudadanía, fue requerido por el capitán del navío y trasladado a cubierta en un bote de vela cuando el «Clotilde», escorado, corría serio peligro de acabar hundido. Sin pensárselo, se adentró en la bodega abriéndose paso como un escualo por entre los enseres y mercaderías anegados y se afanó en reparar la vía para que el agua pudiera ser achicada y la nave se permitiera alcanzar el puerto. Nadie dejó constancia del tiempo que Aniote pasó sumergido en el interior del lóbrego compartimento, si bien los testigos del suceso, marineros que se dedicaron a narrar la historia en cuantos destinos atracaron en los años venideros, hablaron siempre de que hubo quienes le dieron por muerto y llegaron a rezar plegarias por su alma… antes de verlo emerger con los largos cabellos perfumados con el aroma enfático de los abismos oceánicos y la piel de escama.

El «Clotilde» atracó en el puerto de Torrevieja un día después, y aunque mucho de cuanto transportaba se malogró a causa del percance, se celebró la salvación de la embarcación y pudo darse cristiana sepultura al grumete Sala Martínez.

La fama de Aniote creció tanto como se difundió esta hazaña en una aldea que había pasado de unos pocos cientos de habitantes bajo la jurisdicción del Administrador de las Salinas a varios miles y Ayuntamiento propio, y fue conocido desde entonces como el boga, o Aniote el boguica, en alusión al pez de cuerpo fusiforme y alargado, y en lo sucesivo se le requirió habitualmente para labores de remiendo de trasmallos y calafateo.

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NO obstante aún restaba un destacado episodio en la vida de Aniote el boga. En la primavera de 1845 fue presentado ante la reina adolescente Isabel II, quien contaba a la sazón con unos candorosos quince años de edad. Unos meses antes, en febrero del mismo año, se personó en Torrevieja el naturalista de ascendencia alicantina Casimiro Fernández Galiano, quien se había formado con el reputado científico ilustrado Antonio José de Cavanilles. Su intención, por encargo de la Corona, era actualizar el catálogo de fauna y flora de la laguna de Torrevieja; tarea que cristalizaría en 1854 con la publicación de «Animales y plantas de la Laguna de Torre Vieja», primera obra editada y dedicada por entero a este ecosistema. Transcurridas las primeras semanas, en las que el naturalista dio cuenta de la variedad autóctona de seres vivos que medraban en torno al paraje y se aclimató a la idiosincrasia local, tuvo noticia de las extraordinarias capacidades de Pitaluga. Indica el propio Fernández Galiano en las notas que se conservan en el archivo de la Biblioteca Pública de Valencia que su primer encuentro le causó un gran impacto. Según relata, halló al boga cerca del primer abrigo de la bahía, edificado por Agustín Elcoro, internándose bajo las aguas y permaneciendo sumergido mucho más tiempo del «humanamente posible» para verlo aparecer, a una distancia muy alejada del punto inicial, sujetando con firmeza un enorme pulpo cuyas patas se enroscaban alrededor de uno de sus brazos.

Son estas notas y la correspondencia privada que el autor redactó en estas fechas la principal fuente de información sobre Aniote. Que se hayan conservado durante gran parte del siglo pasado en posesión de la familia, y no se hayan cedido al archivo público hasta los años setenta, explica en gran medida el desconocimiento general acerca del personaje.

A petición del naturalista, y debido al interés que sus misivas habían despertado en la Casa Real, Aniote Pitaluga acompañó a Casimiro Fernández Galiano poco después a Madrid y realizó una demostración ante la reina. Al parecer, el boga se sumergió en un tonel de roble repleto de agua salada dispuesto para la ocasión y permaneció dentro, estático, hasta que la joven Isabel II creyó que sacarían un fiambre de su interior. Pitaluga se incorporó entonces, con la piel olivácea húmeda y brillante, mientras los asistentes prorrumpían en aplausos.

Joaquín Chapaprieta, abogado y político nacido en Torrevieja, varias veces ministro y presidente del Consejo de Ministros durante la Segunda República, respondió cuando un compañero capitalino le indicó que era el primero de su pueblo tan señalado en Madrid que «el boga salió a flote antes que yo».

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ANIOTE nunca se casó. Cada vez con mayor frecuencia gustaba de llevar su bote hasta la Cala del Palangre, la huidiza y constante, para lanzarse al abrazo de las aguas.

Una mañana su bote apareció varado sin rastro del tripulante, de quien nunca más se supo.

Siempre se ha contado que, al igual que la mística cala, que desaparecía y reaparecía a las puertas del verano, también lo hacía un inconfundible aroma a las aguas libres y oscuras de la mar. Entonces los más viejos de Torrevieja se acercaban al puerto esperando ver surgir de las profundidades al extraordinario Aniote Pitaluga, el boga.


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El autor

Alexis López Vidal (Torrevieja, Alicante, 1979) es autor de artículos y relatos, ensayista y novelista. Ha obtenido diversos galardones de narrativa y poesía.
  • ISNI: 0000 0004 7765 6040

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