En la hora del rechinar de dientes
y el sargazo en la escudilla,
de ramaje desnudo por la tramontana
y avefría desnortada,
impacientes alevines de deseo
y centella en la garganta
vestiremos una túnica sucia
de ceniza, rencor y lágrima.
La marcialidad de los platos fríos
nos aterra y nos domina,
como un congrio húmedo
y vibrante de encono,
un preparado de farmacia
de abulia y postales calcinadas
y plumón de almohada solitaria
llenándonos la boca.
Ese silencio de cancro
minando la salud de la víscera
y tejiendo el malsano mañana
tras la despedida
resulta denso, irrespirable,
nos trepana la médula
para componer deshabitados
cascarones de pesadumbre.
Nos reconocemos miserables,
animalillos en un marsupio
de reproches, jilgueros atrapados
por el humo tóxico,
callamos la condición que nos aflige
y nos muerde en el tobillo
y nos destierra a un porvenir
de tapia en las ventanas.
Como recorrer descalzos
la analepsis de una huida
hasta el umbral de la puerta
y marchar a ninguna y todas partes,
como un testigo de cargo
despojado de crédito
hablamos de simas blancas
que no coronamos.
Esta ruina de manos torpes
para abrazar la derrota
consumada, galerna de miradas
sembradas de hastío,
sostiene un cazo de camas frías
y adelfas ulceradas;
meliflua ponzoña que nos nutre
de espina el alma.
Así impelidas a las zanjas
trepidan las noches de mayo,
crédulas serpentinas de cristal
nacidas de una juntura tosca,
rescoldo del hogar socavado
en una nada de adioses
del que abjurar en la hora
del rechinar de dientes y el sargazo.
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