El folclore del Aljarafe, desde las marismas del Guadalquivir hasta las agrestes laderas rocosas circundadas de deciduos, es rico y preñado de leyendas que encogen el ánimo, como lo son tantos mitos en la tradición andaluza. Y con todo, menos que pocos son quienes se aventuran a mentar el nombre de Críspula, la llamada diabla de Salteras en justicia, porque traer a colación su historia no puede más que reclamar la desgracia que aún debe de andar enroscada en la piedra de su lápida. El tiempo ha solapado la verdad, montuosa y brutal, y ha resuelto un remedo que advierte del pasado pero trata de no perturbar su tumba. Como la coplilla con que amenazan las comadres de mantilla y rosario a los críos atarantados, señalando con su bastón el bosque y recitando:
¡Cállate, cállate! La diabla nos escucha.
La vieja sapo siempre llega por la espalda.
La venida de Críspula al mundo aconteció en la noche de brujas de 1608, víspera del día de Santa Walpurga, precedida por una letanía de augurios infaustos que culminaron en su primer llanto: la cosecha madura se corrompió y la tomó el gusano como patria, la siembra nueva no dio fruto, el agua de los pozos se tornó en un limo pestilente que escocía la nariz y enfermaba el estómago de los desesperados; también las bestias sucumbieron al fario ruinoso de su llegada y el ganado menguó de carnes, malogró el parto y agrió su leche. El grito de dolor de su madre, reverberando en las cumbres y turbando a las gentes, sirvió de corneta infeliz para anunciar que pisaba el mundo la diabla. Y así sería, pues se cuenta que nació de pie y con todos los dientes, ya vestidos de un aliento a podre y de un sarro como el verdín de las charcas. Su piel era gris, estriada y más oscura en los costados, y una pelusa blanca le recorría el espinazo hasta la nuca, donde se enmadejaba con el cabello negro y fosco como dos ríos de corrientes antitéticas que se entrevera el uno con el otro. La madre la rehusó de su cama y se negó a amamantarla tras tenerla una vez entre sus pechos, porque la sintió como una lamprea que le ansiaba la vida a través de los labios pequeños y albos. La niña Críspula quedó acostada en una cuna de madera tosca, que emparentaba más con una pajarera, en el interior de una habitación cerrada. Se diría que la dejaron morir, acurrucados en un rincón opuesto de la casa, buscando alejarse cuanto podían de la iniquidad que le leían en la mirada, pero en las noches se la oía arrastrar los pies por su celda, primero mullidos y al poco graves y acompañados del rastrillar de las uñas que le crecían aunque nadie sabía de qué alimento se nutría y de quién se instruía para tomar conciencia. Porque, de algún modo, aprendió a hablar. A través de los cerrojos, filtradas como la humedad en los muros y enredadas entre golpes y chillidos, se adivinaban las palabras que borboteaban de su boca. Pervertía el lenguaje en susurros arrastrados, unas veces haciéndose entender en el lenguaje de los hombres y otras en una cacofonía que aparentaba un gruñido animal de no ser porque, si se aguzaba la escucha, se intuía que alguien o algo en el interior de las paredes le correspondía y parecían conversar. Cuando alcanzó la mayoría de edad su familia derribó la puerta, decididos a expurgarla de sus vidas y que fuera el mundo quien en adelante la sufriera. Hallaron un torreón de inmundicia como bienvenida, todo huesecillos de ratas y de alimañas del campo que se arrastraban por entre las grietas minúsculas, contorsionando su anatomía, para servir de ofrenda. Críspula se sostenía en mitad de la habitación, pálida y desmelenada, con la piel del cuerpo ahora escamosa y húmeda, las uñas retorcidas formando garras. Las ancas de un sapo sobresalían de su boca, convulsas por la agonía mientras dentellada a dentellada le masticaba la cabeza. Horrorizados descubrieron que estaba encinta. Cuando le inquirieron por el origen de la semilla que gestaba en su vientre, se limitó a esgrimir una sonrisa torva que les heló la sangre y a señalar una de las paredes. La encaladura lucía un pentagrama invertido trazado con almizcle y en cada una de sus puntas la enseña de un demonio. «Todos ellos» respondió, posando sus zarpas de arpía sobre el abdomen tumefacto. La encadenaron con grilletes consagrados y la condujeron fuera de la casa, frente a las puertas de una ermita, donde le aplicaron tormentos para que abjurara de su fe impía. A merced de la tortura se sintió parir. La criatura que brotó de su carne lo hizo entre estertores y al poco acabó yerta, y solo por aquello se permitió Críspula un arrebato semejante a la pena, trenzado en su mayoría de un odio hacia aquellas gentes como no puede albergar un alma devota. Gritó, blasfemó y salmodió entre dientes una retahíla de maldiciones que los postró a todos de rodillas, los unos vomitando abejorros y los otros supurando moscas por los ojos. Nadie sobrevivió. Un fuego de llamas azules, verdes y atezadas que manó de una grieta bajo sus pezuñas arrasó la aldea, y la tierra se negó a sanar de sus heridas, convertida en una mancha de polvo negro que aún se advierte en uno de los márgenes del río. La diabla se internó en el bosque y allí se hizo vieja. Es sabido que desde entonces, en la noche de brujas, se percibe el llanto por su hijo en la grupa del viento y se habla de niños tocados por la brisa fétida y sofocados en su almohada, y de otros que se pierden en los robledos y no regresan nunca al amparo de sus madres.
Esta es la historia descarnada de la diabla de Salteras, que ahora sabéis. Guardaos mucho de pronunciar su nombre con ligereza. Porque la diabla nos escucha. La vieja sapo siempre llega por la espalda.
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