Había acusado la falta de correspondencia, y tan ansiosamente aguardaba el franqueo de su amorío en la estafeta de correos que hizo guardia a su puerta con la marcialidad de un militar, pero con la turbación propia de los quince años. Sucediéndose los días de espera, la desolación alimentó los primeros temores.
“¿Escribí algo que no debía?” “¡Me expresé mal!” “Más aún… ¿acaso mis abominables trazos son merecedores de su réplica?”
De tal suerte que, forjado el ánimo a no recibir respuesta hasta manejar la pluma con la mejor destreza, durante días enteros y solitarias noches sometió su caligrafía a las pruebas más exigentes, repitiendo con exasperante insistencia cada tachadura.
Pasado un tiempo, sintió que las palabras, a fuerza de ser reescritas, habían agotado su sentido. Angustiado, alargó los grafemas en pos del significado perdido, con la pretérita intención de rescatar con lazo la idea intangible que contuviesen. Y la palabra “ojo”, tornada en oblicuas líneas que reavivaron su origen figurativo, y la palabra “boca”, voluptuosa y pincelada ya con tinta carmesí, se apoderaron del papel.
Al fin recibió misiva de su enamorada. Él le contestó con un retrato.
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Publicado previamente en Bar Matrioshka y otras historias, ISBN: 978-84-616-3634-1, 2013.
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