1
El saxofón de John Coltrane se filtraba a través de la puerta cerrada del despacho, atenuando su jazz contra la madera áspera mientras unos dedos se afanaban en trasformar las notas en palabras amartillando las teclas de una máquina de escribir Olivetti. En el exterior de una ventana solitaria el tráfico, trivial y estridente como cabía esperar en una mañana laborable, era ajeno al crimen que se cometía en el capítulo octavo de una inédita novela negra.
– …la golpeó con el mismo convencimiento inquebrantable de que la amaba usando un…
Recordó las palabras de su editor.
«Manuel, no puedes pedirme que me haga cargo de este material. La editorial no está en tu contra, es solo que… En fin, entiéndeme, has perdido algo de frescura… ¡De originalidad! Sí, eso es, antes tus historias eran imprevisibles. ¿Recuerdas tu primer bestseller? ¡Por Dios! El asesino era el cuñado travesti. ¿Cómo imaginarlo? Pero esta historia… Es harina de otro costal, amigo. Asesina a su mujer con el arma que ella misma le regaló y la entierra en el bosque. Parece sacado de la prensa. Puedes hacerlo mejor. ¿Lo harás, verdad?».
Manuel Abárguez, escritor cincuentón de novela negra que apuró demasiado pronto la copa del beneplácito de la crítica, recorrió con la mirada y un gesto de impaciencia los objetos que reposaban sobre la mesa de despacho.
– …usando… un pisapapeles… ¿Estás de broma? Un abrecartas… ¿Y por qué no un picahielos, idiota? Una pluma Parker… ¿Se la clavarás en un ojo? ¿Y será la firma del asesino? ¡Mierda! De verdad que estoy en horas bajas.
Desde la estantería, un busto en bronce de Ernest Hemingway le observaba con una imperturbabilidad burlona; consciente de que había sido entregado como merecido premio a un escritor que irrumpió como un elefante en una cacharrería en el panorama literario, despertando al más dormido, y que en nada se parecía ya al tipo pusilánime que mendigaba frases a una desgastada máquina de escribir con la pericia adormilada. «Premio de Novela Hemingway 1983» – musitó el busto de bronce sin despegar los hieráticos labios – «…ya no me mereces».
– Manuel, cariño, ¿me abrochas el vestido? – le pidió Cristina, su mujer, a su espalda. Ni siquiera se había percatado de su presencia, pero allí estaba, ajena al drama en el que estaba inmerso. ¿No se daba cuenta de que las ventas de sus libros habían iniciado un descenso, lento, pero inexorable que lo conduciría sin remedio al olvido, o peor aún, a prologar a autores noveles con el talento escupiéndole en la cara? No. Lo ignoraba. Jamás se había preocupado de nada, salvo de gastar su dinero.
– ¡Jodido Hemingway! – exclamó de pronto – ¡Que te abroche ese gordo el maldito vestido! ¿Qué te parece, eh? ¡Que te lo abroche él!
La música de jazz había dejado de sonar, y el golpe sordo de un premio literario con forma de busto de Ernest Hemingway esculpido en bronce contra un cráneo tuvo una réplica grotesca cuando el cuerpo sin vida de su mujer se desplomó en el suelo.
Hubiera jurado que una última frase se añadió al folio inacabado que atragantaba a su vieja máquina Olivetti.
«Al caer hizo el ruido que provoca la solitaria caída de un árbol cuando se desploma en el bosque y nadie es testigo».
2
Durante horas había conducido con las luces apagadas por temor a ser descubierto, ebrio de miedo y muerte. Entrada la noche, el manto ceniciento que opacaba el firmamento se deshizo hecho jirones de nube y dejó al descubierto una luna oronda y luminosa, asaetada por las altas copas de los cipreses erigidos a ambos lados del camino.
El mismo orbe que se le presentó como una boca cavernosa, parecida a un pozo de brea que le atrapaba con cada nuevo tramo que engrosaba el numeral del cuentakilómetros, ahora había trasmutado en un iridiscente tejido violáceo que pendía de las reaparecidas cordilleras. Al cuerpo inerte que transportaba en el maletero, contorsionado en una postura impúdica, le hubiera agradado aquel cambio; al menos cuando estaba vivo y respondía al nombre de Cristina.
Alcanzó su destino justo cuando consumió la cajetilla de tabaco rubio, apurado hasta las retorcidas colillas que saturaban el cenicero del Mercedes Benz, clase C berlina, tapizado en tela Edimburgo beige sábana y con acabados en madera de eucalipto; un coche del que sentirse un orgulloso propietario, a menos que este transitara por una carretera de montaña y su acompañante ocupase el lugar destinado al equipaje con el cráneo abierto de par en par. Entonces, quizá, hubiera preferido un vehículo más modesto.
Contra el espejo retrovisor sus ojos bajo las encanecidas cejas, cercados de arrugas y perdidos en el fondo de dos oscuras fosas por la falta de sueño, le devolvieron una mirada extraña. No lo miraban a él. No se miraba a sí mismo. La pulida superficie de cristal era un cronovisor a través del que sus pupilas dilatadas y rodeadas de diminutos corales rojos se habían retrotraído a un tiempo en el que su mujer no yacía muerta en el maletero esperando a ser enterrada en mitad de un bosque.
3
Confiaba en que no hubiera testigos; que ni siquiera los árboles, que han de hacer ruido por fuerza cuando se desploman en la quietud de un bosque, le observaran mientras palada tras palada hollaba la tierra en pos de cubrir de olvido y humus el cadáver de su esposa.
Terminó de cavar cuando la noche se había hartado de ser noche y acariciaba la idea de trocarse en día, y arrojó el cuerpo de Cristina sin miramiento. Su cuerpo frío; cayó de espaldas y se percató de que el vestido, después de todo, aún seguía desabrochado.
Media hora más tarde el Mercedes Benz clase C berlina se sacudía la vergüenza de haber sido pluriempleado como coche fúnebre superando los doscientos kilómetros por hora en un tramo recto de carretera. El novelista homicida Manuel Abárguez conducía siguiendo la línea discontinua de la carretera, que por alguna razón le pareció que le dictaba el ritmo de una melodía de jazz, cuando un agente de policía le hizo señas desde un área de descanso para que se detuviera.
– Iba usted muy rápido – señaló el agente de policía cuando hubo inspeccionado la documentación del vehículo y el permiso de conducir.
– Se me hacía tarde. Soy novelista y he tenido una idea que no podía esperar – respondió, sin separar las manos del volante. El agente de policía se mostró a disgusto con la respuesta; era interino y no había aprobado las pruebas de acceso a una plaza fija. Leer no era lo suyo.
– Salga del vehículo y abra el maletero – ordenó apoyando el dedo pulgar de la mano izquierda en el grueso cinturón de color negro. Con la mano derecha extrajo del bolsillo de la camisa una pequeña libreta y un bolígrafo Bic de tinta azul con el capuchón tatuado de dentelladas.
Manuel Abárguez se apeó del vehículo y abrió el maletero, ahora vacío a excepción de una rueda de recambio y otros enseres.
– ¿Eso es un arma? – preguntó el policía. Se refería a una funda de cuero marrón.
– Es una escopeta de caza. Un regalo de mi mujer. Tengo licencia.
– ¿Y la mancha de sangre? – preguntó el policía, señalando una forma irregular y oscura con su bolígrafo Bic.
4
Su editor manoseaba las páginas manuscritas con una codicia propia de usurero, recreándose de nuevo en la truculenta escena del asesinato.
– ¡Es magnífico, Manuel! ¡Mag-ní-fi-co! – repitió acentuando cada sílaba, porque así saboreaba con mayor fruición el diez por ciento que le correspondería de lo que sería, estaba seguro, un éxito de público y crítica – ¡Te felicito, amigo! Has reconvertido una novela anodina en un auténtico thriller. Vamos a traducirlo al inglés, esto es caviar para los lectores anglosajones. En fin… No sé cómo lo has hecho, pero lo has logrado. La idea de sustituir al protagonista, un funcionario de Hacienda, en novelista amargado es dinamita. Y matar a su mujer con un busto en bronce de Hemingway… ¡Eso es pura poesía!
Manuel Abárguez escuchaba a su editor sin articular palabra; apenas lo oía, en sus oídos retumbaba el jazz agridulce de Coltrane, y tampoco estaba seguro de poder verlo, tras la espesa cortina de humo de cigarrillo rubio. El mismo tabaco que uno fuma cuando se dispone a dar sepultura a un cuerpo muerto.
– ¡Manuel! – exclamó su editor. La voz le llegó lejana. ¿Estaría en otra parte? Tal vez en el infierno, sí, eso era, en el infierno de Dante y ocupaban anillos distintos; uno era un avaro y el otro un asesino – ¡El oficial de Policía! Me encanta ese capítulo. Cuando el protagonista regresa de enterrar el cadáver y la policía le da el alto. Al preguntarle por la sangre… ¡Qué respuesta, amigo! Y es un título perfecto para esta novela.
Manuel asintió sin demasiada convicción. Por un instante su mirada volvió a cruzarse con la mirada lechosa de Cristina antes de que un montón de tierra y hojas podridas cubrieran su rostro para siempre.
– …sangre de jabalí – musitó, y se preparó para firmar ejemplares de su libro.
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Publicado previamente en Bar Matrioshka y otras historias, ISBN: 978-84-616-3634-1, 2013.
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