1
– Para ahorrarle conjeturas le diré que estoy muerto. De eso, estoy seguro. De lo demás, me temo que ni usted ni yo sabemos demasiado. Todavía.
Sebastián Delgado apuraba un cigarrillo Ducados mientras observaba, mal acomodado tras el desvencijado escritorio, la vaga presencia del ectoplasma. Era una aparición translúcida de un hombre de mediana edad, aparentemente bien vestido aunque en ocasiones la apariencia era algo que respondía a la propia psique del espectro una vez muerto.
– No se preocupe, será fácil – mintió. Sabía por experiencia que los asuntos relacionados con difuntos nunca eran sencillos –, es un caso típico; desea conocer la identidad de su asesino.
– No, señor Delgado. Sé quién me mató. Lo sé muy bien… – hizo una pausa, como si se desvaneciera. A los espíritus les resulta un trabajo arduo mantener una comunicación fluida con los vivos, especialmente si se alteran – Lo que ignoro es… el porqué.
– De acuerdo, señor Gimeno, acepto su caso. Asumo que le habrán informado de mis tarifas y de la forma de pago.
La luz de un pequeño flexo metálico sobre un archivo parpadeó. Incluso a los muertos les resulta incómodo hablar de dinero.
– Existe una cuenta secreta en Andorra. Ni mi viuda ni mi abogado conocen su existencia. Tendrá todo el dinero que necesite. ¿Es correcto? – ahora el espectro había perdido toda definición, resultando un éter verdoso del que brotaba un hilo de voz sibilante.
– Correcto, señor Gimeno – correspondió Delgado –. Ahora explíquese. Según usted, ¿quién es el culpable de su muerte?
– Mi hermano – exclamó el fantasma, justo antes de desvanecerse por completo y dejar el reducido despacho envuelto en una suave neblina que se dispersó de inmediato.
Sebastián Delgado se dejó caer contra el respaldo de su silla, se encendió otro cigarrillo de tabaco negro y aspiró con gravedad. Observó las volutas de humo ascender y se preguntó por qué continuaba investigando para este tipo de clientes. Sonrió para sí y se justificó; en su mayoría pagaban bien, no requerían factura y en el peor de los casos, si no quedaban satisfechos con el trabajo, se limitaban a encender y apagar las luces de su cuarto de baño hasta que acababan rendidos por el esfuerzo como un niño que ha correteado durante toda una tarde.
– Mañana hablaré con ese hermano – dijo en voz baja, aunque sabía que el espectro ya no podía oírle. También pensó, observando el cristal de la puerta del despacho, que alguien debería repasar con pintura el letrero rotulado en color negro: «Sebastián Delgado. Detective Psíquico. Pase sin llamar».
2
– Para ahorrarle conjeturas le diré que la relación con mi difunto hermano era muy buena. Excelente, si me apura. Al menos mejor que la de muchos que presumen de familia, ya me entiende – respondió Ricardo Gimeno. A todas luces parecía un hombre cordial, entrado en los sesenta años y acariciando la idea de la jubilación. Durante algo más de tres décadas había compartido con su hermano fallecido el timón de la empresa familiar, un horno cerámico que en los últimos años se había especializado en materiales de última generación –. Y dígame, señor Delgado, ¿cuándo exactamente le confió mi hermano que se sentía amenazado por alguien?
– Digamos – reconoció Sebastián Delgado, detective psíquico, mientras tanteaba el bolsillo de su gabardina beis en busca de la cajetilla de tabaco – que prácticamente cuando fue tarde para hacer nada por su vida.
– Por lo que yo sé, su muerte se debió a un triste accidente.
– En eso está usted de acuerdo con la Policía.
– ¿Usted no? – ahora la voz de Ricardo Gimeno había comenzado a destilar un sutil destello de impaciencia.
– Verá, su hermano me pagó dos semanas por adelantado. En lo que a mí respecta, sería un robo si me desentiendo de este asunto. Y no está bien robar a los muertos.
– Señor Delgado, le pido que dé este tema por zanjado. No sé si se trata de una broma de mal gusto o si de verdad se toma tan en serio su trabajo. Pero, por lo que más quiera, olvide la muerte de mi hermano y permítanos que los demás hagamos lo mismo – el Gimeno vivo se había levantado de un lujoso sillón de cuero y se había acercado a la puerta de su despacho, en la primera planta de Cerámicas Hermanos Gimeno S. A. con vistas al cinturón industrial de una conocida ciudad del norte de España, indicando con un brazo extendido que Sebastián Delgado ya no era bien recibido –. Que tenga un buen día, señor Delgado.
– Usted también, señor Gimeno – dijo Delgado, separando de sus labios un cigarrillo Ducados a medio quemar. Se giró y se dispuso a marcharse cuando la voz de Gimeno le detuvo.
– Sepa que esto le matará…
Delgado se giró sorprendido.
– El tabaco, digo, le matará – matizó Gimeno haciendo aspavientos con unas hojas de papel para dispersar el humo.
– No lo hará, créame – respondió Delgado con una punzada de dolor; tener línea directa con los muertos resulta, en ocasiones, cruel cuando se tiene acceso a información privilegiada –, lo sé muy bien.
Antes de abandonar el despacho Sebastián Delgado observó que las páginas que ondeaban arriba y abajo en pos de descargar la atmósfera de la pesadez del humo de un Ducados mostraban en el encabezamiento el emblema del CTRE.
3
El Centro de Tratamiento de Residuos Energéticos, o CTRE, era un imponente edificio de forma rectangular con una esfera de hormigón de dos mil toneladas en su interior; a su vez, compartimentada en secciones estancas en las que se procesaba el residuo resultante de industrias químicas y metalúrgicas. Se rumoreaba que, además, también un ataúd descomunal para el sobrante radiactivo de cierta central nuclear; esto no estaba confirmado, ni remotamente.
En oposición al apocalipsis que se ocultaba en su vientre, el acceso al edificio de oficinas era una zona ajardinada atravesada por un carretera perfectamente asfaltaba que discurría a través de una hilera de chopos a cada lado. Sebastián Delgado conducía un Seat Panda del 85, razonablemente bien conservado si uno no reparaba en que el tubo de escape estaba sujeto con un alambre – una percha de antes de que en España a los supermercados Continente se les rebautizara Carrefour –. Manejaba el volante con la mano izquierda mientras ojeaba alternativamente la carretera y la hoja previamente destruida por un triturador de papel y recompuesta con paciencia y cinta adhesiva que sujetaba en su mano derecha.
– Son las estipulaciones de un concurso público – explicó el espectro de Mariano Gimeno, el hermano muerto supuestamente a manos del Gimeno fratricida, sentado en el asiento de atrás –; mi hermano estaba convencido de que era una oportunidad de oro. Yo no tanto. Y hacían falta dos firmas, la mía y la de mi hermano, para validar cualquier contrato.
Delgado no se inmutó. Estaba acostumbrado al transporte improvisado de polizones incorpóreos en su coche. Aprovechó para hacer saber a su cliente que no había podido acceder a su cuenta bancaria en Andorra.
– ¡No puede ser! – exclamó el espectro. Las luces del Seat Panda se encendieron y apagaron varias veces por espacio de cientos de metros – Le he dado todos los datos necesarios… Debe ser un error.
Delgado no quiso incidir en el tema de momento, no era un usurero sin corazón; al fin y al cabo el tipo estaba muerto. No obstante no se olvidó del tema. Estar vivo, por desgracia, supone un gasto mensual considerable.
– …sobre todo si se tiene una exmujer – dijo Delgado en voz alta, aunque era algo que estaba pensando. En todo caso, el Gimeno fantasma había desaparecido y el vehículo estaba detenido frente a la puerta de acceso.
– Para ahorrarle conjeturas le diré que la licitación de ese concurso se realizó con todas las garantías – señaló una mujer madura al tiempo que se ajustaba las gafas, que se habían deslizado ligeramente al inclinarse sobre un pesado archivador abierto y desplegado sobre una mesa –. ¿Lo ve? Con todas las garantías, le repito, aquí constan todos los sellos oficiales – indicó con el dedo corazón rematado en una uña de color azul cobalto.
A Delgado le había empezado a oler a chamusquina el asunto. Le olía a muerto desde el inicio del caso – una broma de detective psíquico –, pero desde el instante en que vio el contrato que vinculaba a Cerámicas Hermanos Gimeno S. A. y al CTRE tuvo claro que allí había más de lo que se quería aparentar. La firma de Mariano Gimeno aparecía al lado de la de su hermano. Y si no lo firmó en vida, dudosamente después de muerto; los espectros poco pueden hacer más allá de encender y apagar bombillas.
– Oiga, una última pregunta – Delgado fue directo al grano –, como comprenderá la semántica de este contrato es algo que se me escapa. ¿Me lo puede resumir en pocas palabras?
La mujer madura de uñas pintadas de color azul cobalto arrugó la nariz; o bien le molestaba perder el tiempo en general o bien le molestaba Sebastián Delgado en particular o bien le molestaban perder el tiempo y Sebastián Delgado en general y en particular.
– Cerámicas Hermanos Gimeno S. A. nos proveerá de contenedores de material cerámico basado en el zirconio. Se usan para… En fin, para… – la mujer se acercó a Delgado y este pudo sentir un aroma dulzón a perfume – Esto que voy a confiarle no es ningún secreto, de lo contrario sería ilegal. Pero, bueno, ya sabe cómo es la gente… Muy suspicaz y se exalta con los temas que no entiende…
– Guardan aquí basura radiactiva – coligió Delgado sin mucha dificultad.
– ¡Con todas las garantías! – se apresuró a señalar la mujer madura del perfume dulzón y uñas estrafalarias.
– Sí – respondió Delgado, mordaz –, como ese contrato. Ya he visto todos los sellos…
Sebastián Delgado aspiraba un recién encendido Ducados y se marchaba dándole la espalda a aquella mujer a la que no le dio tiempo a señalar que, en aquel edificio, estaba prohibido fumar.
4
– Para ahorrarle conjeturas le diré que tengo pruebas de que asesinó a su hermano y conozco los motivos, señor Gimeno – Delgado se dirigía al Gimeno vivo, que permanecía sentado en su lujoso sillón de cuero.
– ¡Está usted loco! – Ricardo Gimeno se mostraba indignado y estaba empezando a sentirse sofocado por la posibilidad de verse descubierto y por el humo de un cigarrillo de tabaco negro.
– Ya he remitido a la Policía una copia del contrato que Hermanos Gimeno S. A. ha firmado para proveer de contenedores de residuos radiactivos al CTRE. Y se han mostrado muy sorprendidos al cotejar las firmas. Parece que la de su hermano tiene visos de no ser para nada auténtica.
– Es usted un cretino, señor Delgado. En el supuesto de que eso se demostrara, ¿qué me importaría? No sería tan grave. Eso no demuestra que yo matara a mi hermano.
– Digamos, señor Gimeno, que fuentes de primera mano le señalan como el autor. Y en este momento estoy en situación de demostrar los motivos. Me han informado de que su empresa no cumple los requisitos necesarios para la fabricación de este tipo de contenedores; al menos no para que resistan más allá de unos pocos cientos de años. A no ser que hubieran realizado una cuantiosa inversión en maquinaria, algo a lo que su hermano se negaba y que, aparentemente, no se ha hecho. Es una buena razón para quitar a su hermano de en medio. Le acusarán de estafa, fraude y asesinato.
5
– Para ahorrarle conjeturas le diré que esa cuenta no existe, señor Delgado – admitió el ectoplasma –. Lo siento, pero ¡necesitaba su ayuda! Siéntase orgulloso, ha evitado que se almacenara material nocivo en recipientes inadecuados. Ha salvado la vida de muchas personas. Es usted… ¡Un héroe! – todas las luces del reducido despacho parpadearon cuando la voz sibilante del espectro pronunció la última palabra.
– Orinaré en las flores de su tumba, señor Gimeno – advirtió Delgado con gesto de fastidio. Ya sabía que trabajar para este tipo de clientes nunca era sencillo. A veces resultan unos morosos; y ¿qué puede hacer entonces un detective psíquico? Farfullar mientras se cepilla los dientes en un cuarto de baño de luces parpadeantes.
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Publicado previamente en Bar Matrioshka y otras historias, ISBN: 978-84-616-3634-1, 2013.
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