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Virovescam Memoria Tenete!

A los oídos de Vespasiano llegaban de tanto en tanto los cánticos de sus tropas, que desfilaban sin armas y portando togas y coronas de laurel, ...
Alexis López Vidal access_time 17 min lectura

I

Roma, capital del Imperio, año 51 d.C.

Incluso el astro rey se había rendido a la magnificencia de Tito Flavio Vespasiano y, solícito, iluminaba el orbe prístino como una cúpula pintada de azurita con un fulgor dorado que inundaba la vía Sacra y acentuaba el brillo de los metales que ornaban la carroza triunfal, jalonada de encantos contra la eventual malicia o envidia de los espectadores. El militar encabezaba la procesión, guiado por el trote pausado de cuatro caballos, escoltado por líderes del ejército y aliados, seguidos por el penoso tránsito de los cautivos y algunas de sus familias, todos encadenados y temerosos de alzar la vista hacia la muchedumbre que los rodeaba; todavía, a sus espaldas, una interminable hilera de armas capturadas, de oro y de plata, de exóticos tesoros que acreditaban la enormidad del imperio, y también estatuas, pinturas y maquetas para dar cuenta del triunfo celebrado.

A los oídos de Vespasiano llegaban de tanto en tanto los cánticos de sus tropas, que desfilaban sin armas y portando togas y coronas de laurel, cantando alegremente los méritos de su caudillo y alguna que otra chanza permitida a la soldadesca; para el homenajeado se suponía difícil someterse a la humildad que le exigían los fastos, divisando la colina Capitolina y el Templo de Júpiter, vistiendo el púrpura y el oro divinos, y no verse como el propio dios encarnado que regresaba victorioso a su morada. Así, para evitar que los ornamentos triunfales que le habían sido concedidos trastocaran en su mente que toda gesta reconocida había sido por mor y gracia del Senado, al que debía servicio, un esclavo le seguía de cerca y recitaba cada poco los versos habituales que recordaban su mortalidad.

– Respice post te! Hominem te esse memento!¡Mira tras de ti!1Recuerda que eres un hombre (y no un dios).

Con todo, Tito Flavio Vespasiano no parecía abrumado por la pompa ni henchido de orgullo o soberbia; se mostraba hierático recibiendo las loas de los ciudadanos, en ocasiones abstraído, y se decía que había solicitado que se añadiera un nuevo verso a la remembranza de su condición humana.

– Virovescam memoria tenete!2¡Recuerda Virovesca!

II

Virovesca, capital de los autrigones, Hispania, año 35 d.C.

El fuego de las teas se avivaba con la brisa nocturna componiendo, por momentos, sombras duras y cambiantes en los rostros de sus porteadores; eran hombres de considerable estatura, de piel y cabellos claros, que recogían hacia atrás en lo alto de su cabeza dejándolo luego caer sobre la nuca y el cuello, de miembros robustos y anchas espaldas, que desfilaban marchando en silencio en torno al espacio central que ocupaba el perímetro de una hoguera emboscada en una losa de piedra al frente de la que se erigía, colosal, una estela en honor a su dios, Viruvio. El centro de la comitiva estaba formado por un grupo de muchachos ataviados con un sayo largo, desprovistos de cinturón y descalzos, en cuyos ojos se reflejaba el vivo color de las brasas a medida que se acercaban. Junto a la hoguera les aguardaba un anciano encorvado, sujetando una daga corta en la mano derecha y tirando del cordel que aferraba una vacilante cabra con la izquierda. Cuando los jóvenes estuvieron frente a aquel, algunas mujeres cubiertas con vestidos bordados de flores les despojaron de sus sayos y quedaron desnudos. La noche era gélida pero no se inmutaron. El viejo rebanó la garganta de la cabra al tiempo que se despertaban algunas voces y rezos junto con el brillo de la hoja turbia de sangre y, solícitamente, otra mujer recogía el manantial de vida que escapaba del animal en un pequeño cuenco de cerámica.

– Acércate, Anieskor – pronunció el anciano dirigiéndose al primero de los muchachos, que se adelantó y se situó frente a él. Hundiendo la palma de la mano en el cuenco y pintando de carmesí las mejillas imberbes del joven, sentenció – ¡llámate hijo de Baisebilos!

Fue en ese momento cuando el propio Baisebilos, su padre, abandonó la posición en la cohorte, le entregó de igual a igual, de hombre a hombre, la tea que portaba y que su hijo arrojó a la hoguera como símbolo de su entrada en la edad adulta.

Esto se repitió con todos hasta que solo quedó un muchacho, aquel que sin vestimenta había tenido que soportar el cortante frío de la noche por más tiempo, y que al igual que sus congéneres se había mostrado imperturbable.

– Acércate, Ultinos – dijo el anciano, quien tras acabar de untar de sangre sus mejillas, exclamó – ¡llámate hijo de Umarilo y príncipe de los autrigones!

Seguidamente el anciano abrió el vientre de la cabra, desparramando las vísceras sobre la piedra; las escudriñó, musitó unas palabras ininteligibles y se dirigió por última vez a su príncipe.

– El pueblo más poderoso habrá de deberte la corona de su rey.

III

Lucus Augusti, Hispania, año 42 d.C.

El legionario romano era consciente de la belicosidad de los hispanos, que nunca se desprendían de sus armas y para quienes la palabra dada a través de la devotio les comprometía con sus generales en el campo de batalla hasta las últimas consecuencias; todo ello les hacía comúnmente respetados y valorados por la legión si bien, en aquel caso, la unidad de caballería formada por los autrigones de la Legio IX Hispana comandados por el príncipe Ultinos era reconocida como un músculo temible del firme brazo de Roma. Estos jinetes, incorporados como tropas auxiliares en virtud de las alianzas establecidas con la capital del Tíber, montaban caballos de mediano tamaño, bellos y duros, resistiendo la montura de un hombre durante largas distancias.

Los autrigones habían sido llamados al castro de Lucus Augusti después de haber disfrutado de un período extraordinario, aunque breve, de libertad en el servicio en agradecimiento a su intervención en el apaciguamiento de diversas insurrecciones en pueblos que mantenían una paz con Roma cuando menos diletante. Se habían destacado en el papel de dragones, ya que además de guerrear a caballo descabalgaban y luchaban junto a la infantería siempre que era necesario; esta versatilidad y la notoria fiereza eran las responsables de su convocatoria.

La ciudad sagrada de Augusto cumplía de manera exacta cada uno de los ritos geométricos que el culto a Jano establecía; presentaba una planta cuadrada que estaba formada por una cuadrícula de doce por doce cuadras, dividida en cuatro barrios orientados de acuerdo a los cuatro puntos cardinales e, igual que el templo, que tenía doce columnas, la ciudad tenía doce puertas de entrada. Ultinos y sus hombres accedieron a Lucus Augusta por uno de los accesos más septentrionales a lomos de sus hermosas cabalgaduras, pertrechados de escudos, espadas de filo curvado y relucientes pectorales. Recorrieron la ciudad escoltados por una pareja de équites romanos, jóvenes patricios a caballo que esperaban ganarse el derecho a iniciar una carrera política con las mieles obtenidas en la milicia, y fueron conducidos a una edificación cercana al foro. Allí les recibió un legado de aspecto fornido que les observó con aire solemne, tardando unos instantes en pronunciar palabra.

– Príncipe Ultinos de los autrigones, Roma te agradece tu amistad. Soy Tito Flavio Vespasiano. Seréis integrados en la Legio II Augusta para participar en la invasión romana de Britania, una tierra aislada de otras más allá del mar.

IV

Río Medway, Britania, año 43 d.C.

El imponente ejército al mando de Aulo Plaucio dibujaba un retrato fidedigno de las intenciones de Roma en la isla de Britania; hacerla suya, subyugarla y moldearla a imagen y semejanza de la tierra elegida por los dioses, los verdaderos, asimilando en el mejor de los casos o desterrando para siempre la bárbara idolatría de los pueblos salvajes. Nada menos que cuatro legiones compuestas por una veintena de millares de soldados profesionales, otros tantos auxiliares y cinco millares más de jinetes adiestrados en cuerpo y alma para el combate, aguardaban tensando los nervios y las fibras que tejían sus miembros al conjunto de tribus britanas al mando de Cunobelino y sus hijos Carataco y Togodumno en la ribera opuesta del río. Habían invadido el sudoeste de la isla tras su desembarco y estaban decididos a seguir el avance.

Las huestes britanas, con la infantería al frente y su propia caballería atrás, no resultaban menos amenazadoras. Sobre todo para el príncipe Ultinos, según había razonado desde que hollaran aquellas tierras y entablaran las primeras contiendas, puesto que eran pueblos cuyas costumbres y espíritu de lucha le eran dolorosamente familiares; gentes que defenderían su modo de vida del invasor a cualquier precio, consagrados a rendir tributo al honor de sus ancestros con las armas, y que dejarían que en aquella ribera fluyera hasta la última gota de su sangre mezclada con la corriente del río. Nada que él mismo no haría por su patria y que ahora le llevaba a enfrentarse con una fuerza que, por primera vez desde su llegada, podría realmente hacerles frente.

Durante varias jornadas los romanos habían cargado con cestos de piedras hasta los numerosos fangales en que se ramificaba el río para hacerlos vadeables. Llegado el momento se dio orden a los batávaros, excelentes nadadores germanos, de cruzar el río aprovechando la marejada que a diario lo inundaba y dificultaba la labor de los legionarios; los britanos se ocupaban de sus fuegos cuando aquellos alcanzaron su objetivo, centrándose en inutilizar los ágiles carros que suponían la principal de sus fortalezas. Para cuando los nativos fueron conscientes de la situación y reaccionaron enfurecidos, los asaltantes se habían parapetado y recibían el auxilio de dos batallones del IX regimiento que cruzaron las aguas sobre odres de vino hinchados y barquitas de cuero requisadas a los enemigos.

Con todo, la contienda que se libraba en una margen del río resultaba desigual en fuerzas y Plaucio decidió enviar a la Legio II de Vespasiano, quien movilizó a sus hombres tratando de encontrar un paso que les permitiera alcanzar la otra orilla con mayor facilidad. La caballería se apresuró a recorrer el margen al galope, destacándose el propio Vespasiano espoleando a su caballo y escoltado por los raudos jinetes autrigones. El legado romano desenvainó su gladius y exaltó a los expedicionarios.

– Donec perficiam!3¡Hasta conseguirlo!

Enardecida la Legio II Augusta se internó en el amparo de un bosque de hayas, en el que descubrieron un paso franco para vadear el río y atacar el desguarnecido flanco derecho de los britanos. Ultinos condujo a los autrigones hasta la empalizada, protegiendo la veloz escalada de los legionarios, los cuales dieron cuenta de centenares de oponentes antes de reunirse con los guerreros batávaros y sus compañeros de la IX Legio; pese a resultar todavía inferiores en número, su fuerza conjunta acabó de reducir al grueso enemigo, que se dispersó en pequeños grupúsculos aunque todavía peligrosos.

Vespasiano, que había librado combate con una avanzada de guerreros a pie, contempló las altas llamas que ahora emergían del interior del campamento y acució a sus hombres a mantener la posición y hacer frente a los últimos conatos de resistencia. Por su parte, Ultinos y el resto de autrigones mantenían a raya a los pocos carros britanos que habían salido indemnes del asalto inicial y que ahora trataban de abrir una vía de escape para los combatientes a pie. Uno de estos carros se abrió camino embistiendo en su acometida a varios legionarios, alguno de los cuales aulló de dolor al sentir crujir el hueso bajo las pesadas ruedas, y llegó a alcanzar la posición del comandante romano; lo guiaban dos corceles blancos, con el pelaje cubierto de pinturas de guerra y lodo y sangre, conducidos por un guerrero con el torso descubierto e igualmente adornado de llamativos dibujos parcialmente ocultos por la mugre y los humores salpicados de otros cuerpos. Tras la espalda del conductor surgió de improviso un segundo guerrero, oculto a simple vista, que echó hacia delante el brazo sobre el que cargaba el escudo, impulsándolo hacia atrás para ganar fuerza en el lanzamiento de una lanza corta con el opuesto; el venablo atravesó la distancia que le separaba de Vespasiano con un silbido agudo, clavándose en el costado de su caballo y derribándolo. Para cuando pudo reaccionar, dolorido y tendido sobre el fango, el carro le cercó y el britano se dispuso a ensartarle con otra de sus lanzas.

Tito Flavio Vespasiano dio por acabada su vida, entendiendo que son los hombres, y no los dioses, quienes afrontan la muerte toda vez que eligen el camino de la guerra, y que su mortalidad, al servicio de Roma, era más meritoria que la despreocupada condición divina.

El certero tajo de una espada de hoja curva acabó con estos pensamientos, cercenando el brazo del contendiente enemigo, que cayó a tierra sin dejar de aferrar la lanza. Un jinete alto y corpulento, de largos cabellos del color del trigo, ataviado con un pectoral iridiscente que casi le cegaba, le tendió la mano y le puso en pie.

– Te debo mi vida, príncipe Ultinos – acertó a decir un conmocionado Vespasiano.

El príncipe de los autrigones le devolvió una mirada seria, como si quisiera hacerle entender que la amistad de Roma o las deudas contraídas por un romano no ocultaran el hecho de que sus compatriotas y él mismo se hallaran en un país extraño obligados a exterminar a hombres libres para tratar de proteger, en lo posible, su propia libertad frente a la misma Roma. Suavizó algo su gesto, quizá porque aquel romano estaba tan comprometido como él mismo a mantener su juramento. Empero, no tuvo tiempo de hablar; un nuevo silbido anunció la llegada de otra lanza que atravesó el pecho de Ultinos desde su espalda. Vespasiano le recogió cuando comenzaba a caer del caballo y protegió con su cuerpo la agonía del aguerrido noble.

A pesar de sufrir grandes bajas, la caballería romana se impuso a los carros britanos. Tan solo el legado de la Legio II Augusta y los fieros autrigones rehuyeron aquella noche los festejos por la victoria.

V

Virovesca, capital de los autrigones, Hispania, año 48 d.C.

Se había despojado de sus ropajes romanos y había adoptado la túnica corta y el manto púrpura que vestían el resto de hombres del séquito. La llama de la tea que sustentaba impregnaba la atmósfera de un resplandor ambarino por el que se escurrían siseos y oraciones antiguas cuyo significado desconocía. No obstante, la gravedad de la celebración le recordaba a otras liturgias romanas y no se sentía incómodo.

Un anciano apareció de la nada, como si se hubiera materializado, frente a una estela de piedra antigua y ennegrecida por el hollín de incontables fuegos. Su sombra se recortaba contra los glifos tallados esbozada por la lumbre de la hoguera acunada en una losa cóncava en el suelo. El viejo aferraba una daga y arrastraba una cabra, que por momentos se negaba a marchar hacia, barruntaba el romano, la segura muerte que la bestia sospechaba.

Un grupo de mujeres desnudaron a los muchachos que se congregaban frente a la hoguera. El anciano abrió en canal el gaznate de la cabra y se procedió a recoger su sangre en una especie de vaso. El romano había presenciado sacrificios similares a manos de los augures.

Uno a uno fueron llamados los jóvenes y ungidos con la sangre del animal, acompañados de sus padres que les daban la bienvenida y celebraban su llegada a la adultez, hasta que solo quedó uno aguardando su momento.

– Acércate, Elaeso – pidió el anciano. Aferró sus mejillas con las manos teñidas de sangre y mirándole a los ojos anunció – ¡llámate hijo de Ultinos y príncipe de los autrigones!

Tito Flavio Vespasiano entregó la tea al muchacho, quien la arrojó a la hoguera, y posó su mano sobre su hombro, percibiendo que se mantenía incólume a pesar del frío.

El anciano evisceró a la cabra y acarició las brillantes y viscosas tripas con sus manos temblorosas. Los autrigones repetían una letanía cuya cadencia reverberaba en la piedra y desaparecía para volver a resurgir vibrante y enérgica de nuevo.

– ¡Aviso para el rey! – dijo el anciano mirando el cielo estrellado – Recuerda, por mayores que sean los honores, a quién debes la corona que portas. ¡Recuerda Virovesca!

Vespasiano contemplaba el manto cuajado de brillantes que conformaban las constelaciones mientras escuchaba las palabras del anciano y no fue hasta que apartó su atención de las alturas que le halló mirándole con fijeza a los ojos.

VI

Villa de Vespasiano, termas de Cotilia, Campania, año 79 d.C.

Desde que se proclamase emperador, Vespasiano había dado en la costumbre de pasar los calores del verano en su villa de Cotilia y, habiendo alcanzado una edad provecta, era consciente de que aquel sofocante mes de Iunius la enfermedad le aquejaba con mayor persistencia e inquina que en el pasado. Se había sentido tan próximo a la muerte en una ocasión y había acudido a ese recuerdo de manera reiterada en el devenir de los años. Sonrió a sus doctores, afanados en aliviar su malestar, y creyó oír los cascos de un caballo que anticipaban la llegada de un jinete alto y corpulento, de largos cabellos del color del trigo, ataviado con un pectoral iridiscente que casi le cegaba. Tito Flavio Vespasiano, que había tratado con denuedo por mantenerse fiel a su condición de mortal, ya despidiéndose del mundo se permitió una postrera ironía.

– Vae, puto deus fio!4¡Pobre de mí, creo que me estoy convirtiendo en dios! – declaró. Muy pocos oyeron sus últimas palabras – Virovescam memoria tenete!

Referencias   [ + ]

1. Recuerda que eres un hombre (y no un dios).
2. ¡Recuerda Virovesca!
3. ¡Hasta conseguirlo!
4. ¡Pobre de mí, creo que me estoy convirtiendo en dios!

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El autor

Alexis López Vidal (Torrevieja, Alicante, 1979) es autor de artículos y relatos, ensayista y novelista. Ha obtenido diversos galardones de narrativa y poesía.
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