folder Archivado en Relatos, Relatos urbanos

La mancha

Granados miraba ya a través del objetivo de su Minolta y no se molestó en contestar, simplemente arqueó los hombros ...
Alexis López Vidal access_time 10 min lectura

EL ATLAS desencuadernado de comportamientos perturbados había esparcido sus hojas a lo largo de la carretera, y el atasco de tráfico era un muestrario de todos los especímenes de los que daba cuenta; el conductor de una furgoneta de mensajería rápida había perdido la paciencia, quizá en un envío con la dirección errónea, y golpeaba el volante con ambos puños; una madre ojerosa se había girado hacia la parte trasera de su automóvil y gritaba a dos pequeñas fieras en edad escolar; un funcionario del Ministerio de Hacienda había retomado la lectura de la página setenta de “La Tempestad”, de Juan Manuel de Prada; quien más y quien menos se había decantado por abandonar todo interés en lo que acontecía en el exterior de sus vehículos, incluso el periodista Granados Melgarejo.

– Te voy a matar Granados, reza lo que sepas – le amenazó su madre apuntándole a la cabeza con un revólver de gran calibre. A Granados le pareció que todo se había vuelto grisáceo, que las sombras eran duras como un patio de colegio del extrarradio y que su madre hablaba con acento de Milwaukee.

– Mamá, que soy tu hijo – a Granados le pareció lo más lógico hacer valer el parentesco. Su madre titubeó un segundo, aunque se recobró y le lanzó una mirada de acero. A Granados le extrañó que su madre vistiera como un gánster de los años cuarenta, solo que el traje a rayas y el sombrero de ala ancha estaba aderezado con un delantal que rezaba «De Torrelodones al cielo».

– En esta ciudad no hay sitio para los dos, Granados – le espetó su madre. En ese momento sonó el timbre de la calle –. ¡Ya están los de la propaganda! Espérate aquí, hijo, que ahora vuelvo y liquidamos este asunto…

La madre-gánster de Granados Melgarejo se marchó, dejándole a solas en una especie de híbrido entre despacho de Samuel Spade y cocina; poblando el suelo, que recordaba a un damero de ajedrez, había una sólida mesa de madera llena de carpetas, un archivador metálico y una lámpara de corte industrial, también un infiernillo de gas y una estantería con botes de especias, un horno y una estatuilla de San Pancracio con una moneda extinta de veinticinco pesetas – de las del agujero en el centro – atravesada en el dedo del santo como un dónut. Olía a tabaco negro y croquetas de bacalao.

Granados se percató de que estaba atado a una silla, aunque las cuerdas que lo retenían estaban anudadas con poca fuerza – su madre tenía los huesos frágiles –, y de que su única oportunidad de evasión era moverse lo suficiente como para desligarse y huir. Comenzó a zarandearse de un lado a otro y a saltar en la silla.

– ¡Muévete! – le espoleó una voz cavernosa – ¡Vamos! ¡Muévete!

Granados no supo identificar de dónde procedía aquella voz que le animaba en su huida.

– ¡Que te muevas, pedazo de imbécil!

De pronto despertó, y se encontró de nuevo, como catapultado, en el interior de su Opel Astra del 96. A ambos lados los vehículos habían proseguido su marcha y Granados se había convertido en un tapón de corcho que amenazaba con hacer reventar el ánimo de la hilera de conductores a su espalda. Granados Melgarejo suspiró y apretó el acelerador. Se preguntó dónde quedarían sus expectativas, quizá en el arcén o justo en mitad de la carretera, a expensas de ser atropelladas como un gato por uno de los energúmenos que continuaban vilipendiándole porque llegaban tarde. Aquella insistencia, dedujo, al menos significaba que les importaban sus trabajos. A Granados, no. Granados Melgarejo trabajaba para una revista de enigmas y se encaminaba a cubrir una mancha aparecida en la pared de una cocina.

***

– AHÍ LA TIENE, yo no puedo evitar un escalofrío cada vez que la veo… ¡Es su viva imagen!

– La viva imagen… ¿De quién? – preguntó Granados mirando de frente, de perfil, de soslayo y guiñando un ojo, el manchurrón de la pared.

– ¡De San Nicodemo! ¿Acaso es usted ciego? – preguntó la señora, pasando la palma de la mano de un lado a otro frente a la cara incrédula de Granados, que se apartó y desenfundó la cámara réflex con un suspiro tan hondo que llegó al piso de abajo.

– ¿Ha ocurrido algo más aparte de la mancha? – preguntó el periodista, pensando ya en resolver el asunto por la vía rápida y salir escopetado en dirección a su ruinoso cubículo en la redacción, escribir cuatro párrafos y fichar a la salida – ¿Se oyen ruidos? ¿Cambia bruscamente la temperatura?

– Bueno, ahora que lo dice, la gentuza esa del bar de abajo está armando más escándalo que de costumbre… Y yo, últimamente siento unos calores muy fuertes, como un sofoco. ¿Cree usted que todo eso tiene relación con el santo?

Granados miraba ya a través del objetivo de su Minolta y no se molestó en contestar, simplemente arqueó los hombros y comenzó clic, clic a fusilar la mohosa aparición de la pared de la cocina.

– ¿Y cuándo ponen el programa? – preguntó la señora, de pronto.

Granados se esforzaba por encontrar un ángulo decente de la mancha, alguna perspectiva lo suficientemente parecida a algo, a San Nicodemo o a un señor bajito montando en bicicleta, lo que fuera, pero el trabajo era condenadamente difícil.

– ¿Qué programa, señora? – Granados no entendió la pregunta, y se cuestionó si tal vez se había quedado dormido de nuevo.

– ¡Pues el de televisión! ¿Cuál si no? Digo que cuándo saldrá el santo por televisión. Si es a las cuatro de la tarde tendrán que cambiarlo, porque a esa hora tengo la telenovela del canal tres…

– Señora, esto no es para la tele. Yo trabajo para una revista. Esto saldrá publicado en el quiosco.

La señora de la mancha en su cocina no escondió un gesto de disgusto; su yerno tenía video y podía haberle grabado el prodigio. Una revista le pareció poca cosa.

– ¡A esa mujer de Bélmez la sacaban por televisión día sí y día también! – protestó la señora – Y no me dirá usted que San Nicodemo se merece menos…

Granados Melgarejo observó a su paciencia dar un salto y echarse a la carrera, y si hubiera tenido un volante lo hubiera golpeado con ambas manos como un repartidor de mensajería rápida en medio de un atasco.

– Oiga, señora, no es por ofender pero… Su santo no está del todo definido. A lo mejor hay que dejarlo en barbecho unos días, para que cuaje – afirmó con malicia.

La señora de la mancha se encendió de indignación. Granados se temió lo peor; las guerras más encarnizadas se han librado por fanatismos religiosos. En ese momento sonó el timbre de la puerta y el periodista se vio salvado por la campana.

– ¿Qué hora es? – preguntó la señora, y se contestó ella misma – ¡Las once!

La señora se marchó sin mediar palabra y al instante volvió acompañada de tres mujeres que portaban estampitas del santo, rosarios y alfileres en sus chaquetas de punto.

– Vamos a rezarle al santo – afirmó la señora muy ufana, disponiendo las sillas de la cocina frente a la mancha de la pared –. Haga usted el favor de retratar al santo y no molestar, que esto es una cosa muy seria.

Granados asintió con la cabeza y se mordió la lengua; eran cuatro contra uno. Las beatas se acomodaron en las sillas y comenzaron a rezar en voz baja. La señora de la mancha se adelantó, juntó las palmas de las manos y añadió:

– Todos los días, a las once en punto, el santo se lamenta y llora.

A Granados Melgarejo le pareció que aquel pequeño grupo sectario en torno a un mancha oscura en la pared era ya demasiado, al menos lo suficiente para cubrir un cuarto de página con cuidado de no desmerecer del todo el poco crédito de sus artículos, y se dispuso a marcharse.

Pero en aquel instante lo escuchó; era un gemido agónico, sobrecogedor, como si alguien soportara sobre sus hombros todos los pesares del mundo y que parecía filtrarse directamente a través de la pared.

– A veces parece que aúlla… – apuntó la señora de la mancha, envanecida, apreciando el cambio de expresión en el rostro de Granados Melgarejo.

El periodista se sintió avergonzado de haber dudado de la mancha oscura y, a tiempo de no perder la ocasión de capturar el prodigio, extrajo de uno de los bolsillos de su chaleco patentado de reportero una grabadora digital.

– Ave María, llena eres de Gracia… – exclamaron todas las mujeres a la vez.

Un sonido sibilante siguió a los lamentos del santo, y de sus ojos – Granados se esforzó por ubicar los ojos en algún punto de la mancha informe – brotaron lágrimas.

Granados apostó de nuevo un ojo tras la cámara y clic, clic se desató en un sinfín de fotografías del portento.

Tras él, una de las beatas preguntaba en voz baja cuándo se emitiría el programa.

***

– ¿BAJA USTED? – le preguntó un señor orondo, que ocupaba la mitad del camarín del ascensor.

Granados Melgarejo confirmó que compartían el mismo destino, la planta baja, y se arracimó en el ínfimo espacio que quedaba por ocupar.

– ¿Vive usted en esta finca? Su cara no me suena… – inquirió el señor orondo.

– Soy periodista – respondió Granados –. ¿Conoce usted a la propietaria del cuarto derecha?

– ¿La beata? – apostilló el señor orondo con sorna – ¡No me hable! Ahora les ha dado por rezar todos los días justo cuando me escapo de la oficina para ir al excusado. Soy de tránsito lento, ¿sabe usted? Y no vea… los tabiques son de papel y no es plato de gusto aposentarse en el trono entre avemarías y padrenuestros.

Granados Melgarejo sintió desencajada la mandíbula.

– ¿Se encuentra usted bien, muchacho? – preguntó el señor orondo, con gesto preocupado – Le veo a usted macilento… Eso va a ser el vientre, ¡se lo digo yo!

Granados sonrió, observó que las puertas del ascensor se abrían en el descansillo de la escalera y se limitó a decir:

– Debería usted revisar las cañerías del baño…

El señor orondo arqueó las cejas.

– … igual tiene una fuga.

De regreso a la redacción el tráfico era denso como la mermelada, y en un momento en que las ruedas de los vehículos llegaron a detenerse a Granados le pareció observar que en una furgoneta de mensajería rápida el conductor echaba espumarajos por la boca, que todo se volvía grisáceo y que la atmósfera destilaba aroma a tabaco negro y croquetas de bacalao.


Comparte La mancha
Descarga La mancha en eBook
Escribe al autor

Esperamos que hayas disfrutado de la lectura del relato La mancha. Si lo deseas, puedes compartir tus impresiones con el autor.

¿Eres suscriptor/a? Accede a tu cuenta

Suscríbete

Únete a los lectores que tienen acceso a textos inéditos, descargas y novedades entregadas en su correo cada semana.


El autor

Alexis López Vidal (Torrevieja, Alicante, 1979) es autor de artículos y relatos, ensayista y novelista. Ha obtenido diversos galardones de narrativa y poesía.
  • ISNI: 0000 0004 7765 6040

Lectores

Relatos

Poemas

eBooks

Contacto

  • Valencia, España
  • Lectores
  • lectores@barmatrioshka.com
  • Propuestas editoriales
  • fueradecarta@barmatrioshka.com
  • Copyrighted.com Registered & Protected