I
El automóvil avanzó con lentitud los últimos metros, a través de un sendero escoltado por un bosque de chopos que se extendía al menos media hectárea a cada lado. Por el retrovisor, Isabel alcanzó a ver cómo el guardia de seguridad cerraba la enorme puerta de hierro forjado. Un jardinero vestido con un mono verde de trabajo les saludó cuando cruzaron por delante del cuidado jardín de begonias. Un poco más adelante, otro empleado les hacía señas para que se desviaran a la derecha.
– Estamos haciendo una pequeña reforma – les dijo cuando Jaume detuvo el Fiat y se interesó por él –, por favor aparquen junto a aquel edificio – dijo señalando una construcción algo más pequeña que la edificación principal – y reúnanse conmigo junto a la puerta, si son tan amables.
Jaume acató las indicaciones con aire solícito, le dio las gracias y respiró aliviado. Se había sentido algo extraviado después de que abandonaran el extrarradio de Barcelona y se internasen en aquel ramal laberíntico hasta que, finalmente y tras interpretar con ciertas dificultades las ambiguas indicaciones que habían recibido en una anodina carta, se habían encontrado con el sucinto recibimiento de la placa que rezaba «CENTRO HALTER PARA LA RECUPERACIÓN ESPIRITUAL».
– Ya hemos llegado… – dijo lacónicamente Jaume mientras accionaba el freno de mano – ¿Te encuentras bien?
– Sí, no te preocupes – respondió la mujer, esforzándose por sonreír.
– Isabel, antes de que entremos quiero que sepas…
Ella le miró, le acarició levemente la barbilla con los dedos y no permitió que su marido continuara hablando.
– Deberías afeitarte – musitó – y lo sé – añadió –, yo también te quiero.
Continuaron mirándose en silencio durante unos instantes, sin volver a tocarse, ambos con miedo a que un abrazo o cualquier otro gesto cercano desencadenara una nueva tormenta de lágrimas y disculpas, de arrepentimientos y reproches que en ningún caso afectaría a la inmutable realidad de sus vidas.
– Nos esperan… – terció Isabel. Jaume no se hubiera atrevido a ser quien finalmente evidenciara el hecho de que se habían retrasado, que alguien les aguardaba en algún despacho del edificio, que lo habían discutido varias veces y que, aparentemente, era la mejor opción. No hubiera tenido el valor de decir todo aquello porque al final del día, solo él emprendería el viaje de regreso a casa. En cualquier caso ya no importaba, Isabel había abierto la puerta del coche y se apoyaba en una pierna para escapar de aquel pequeño encierro y entrar en otro, cuando le dijo – No les hagamos esperar.
Jaume se apuró por alcanzar a su esposa, que caminaba unos pasos por delante. Observaba su silueta espigada tratando por retener cada secuencia de aquella última filmación, consciente de que revisaría una y otra vez en su mente aquellos postreros fotogramas durante semanas. Les habían insistido en que al principio era absolutamente imprescindible que el interno permaneciera aislado de todo contacto familiar. Por su bien. Por el de todos, habían añadido. Jaume tomó de la mano a Isabel cuando se halló a su lado. Ella sonrió, pero no le miraba. Tenía los ojos clavados en el imponente edificio que les recibía.
– Buenos días – les saludó el empleado que les aguardaba – señores ¿Llorens?
– Sí – respondió el marido –. Yo soy Jaume y ella es mi mujer, Isabel.
– Encantado – correspondió sonriente el empleado –, mi nombre es Joseph. Soy el secretario del doctor Halter. Les adelanto que el doctor tiene mucho interés por conocerla, señora Llorens – añadió dirigiéndose a Isabel.
Ella no gesticuló. Jaume creyó oír en su interior un pequeño crujido, como un cristal que se agrieta.
– Síganme – les pidió Joseph al tiempo que hacía gestos a uno de los empleados con mono de trabajo –. Por favor, dejen aquí el equipaje. Se ocuparán de subirlo a la habitación inmediatamente.
Joseph se internó en el edificio y comenzó a ascender los peldaños de una angosta escalera. Jaume e Isabel continuaban asidos de la mano cuando le siguieron.
II
El salón del pequeño apartamento presentaba un aspecto deplorable. Jaume permanecía recostado en el sofá, pálido y aferrado a la fotografía del pequeño Marc. Isabel y Marc, pensaba Jaume cuando los tenía a ambos, la síntesis de la felicidad que ahora le parecía no solo lejana sino imposible, impensable. Durante los primeros días trató de ser fuerte, llegando a acariciar la idea de visitar la tumba de su hijo. Por los dos. Por ella. Por Isabel. Trató de vencer la resistencia a releer el nombre de Marc grabado con la persistencia del llanto sobre su lápida. Pero al final no pudo; se había abandonado a la soledad, alienado del mundo sin su mujer interna y su hijo muerto.
La callada amargura que reinaba en la estancia se quebró por el sonido del teléfono. Hacía días que su familia había dejado de interesarse por él, agotados y exasperados por la complacencia de Jaume en recrearse en su dolor. Se incorporó aturdido y contestó de forma mecánica, habiendo perdido hacía tiempo la esperanza de encontrar la voz de su mujer al otro lado de la línea.
– ¿Jaume? – preguntó una voz familiar – Cariño, soy Isabel…
– ¡Isabel! – exclamó Jaume – ¿Qué tal te encuentras? ¿Puedo ir a verte?
– Jaume, estoy muy bien, mejor de lo que esperaba encontrarme nunca después de perder a Marc.
Jaume sintió un estremecimiento. No había escuchado el nombre de su hijo de labios de su esposa en mucho tiempo.
– Isabel… – tan solo alcanzó a musitar.
– Amor mío, me siento bien y tengo noticias que harán que tú también te sientas así. Ha sido algo inesperado, pero… Creo que así debía ser. Por favor, ven a recogerme y te lo explicaré todo. Te quiero, Jaume – la voz de Isabel sonaba distinta, esperanzada. Se diría que feliz.
– Te quiero Isabel. Te quiero mucho – dijo Jaume, sin saber de qué le hablaba su mujer. Únicamente sabía que la amaba todo cuanto era posible.
Ni siquiera reparó en su aspecto descuidado, en el semblante pálido y ojeroso cuando colocó el espejo retrovisor del coche. Condujo como un lunático hasta reencontrarse con Isabel. Su esposa le aguardaba frente al edificio en que la había abandonado semanas atrás, aunque la expresión de su rostro era radicalmente opuesta. Se mostraba radiante. Sonreía.
– ¡Jaume!
– ¡Isabel!
Abrazó a su esposa tratando de fundirse con ella. Tal vez así no volverían a separarse nunca, pensó. Pero de inmediato algo, en el fondo de su mente, como un instinto atávico, le hizo saber que eso no sería posible. Algo se interponía entre ambos.
– Jaume… Estoy embarazada – le desveló su mujer al oído. Él la miró fijamente a los ojos –, es un nuevo comienzo, mi amor – añadió. Él, sin todavía asimilar sus palabras, espaciado de ella por una fuerza oculta, únicamente asintió.
III
Jaume contemplaba el plácido sueño de su esposa, incapaz de conciliar el suyo propio. Consultó la hora en el despertador digital, señalada en números rojos que emitían una pequeña aura. Aún faltaban demasiadas horas para abandonar aquella tortura que era la noche, horas en que la mente ociosa le conducía una y otra vez al mismo lugar. A la misma imagen. Una lápida. Marc.
Se levantó y se internó entre sombras por el pasillo. Los faros de un solitario vehículo se aventuraron a través del ventanal del salón e iluminaron momentáneamente una de tantas fotografías de su hijo muerto, recordando su ausencia en cada rincón de la casa. Pronto Isabel pediría retirarlas, si no todas, la mayoría. Estaba seguro. Entró en la cocina y abrió la puerta del refrigerador. Un escalofrío le asaltó cuando se inclinó en busca de un cartón de zumo, imbuido por el resplandor espectral de la nevera abierta. Sentía un constante peso aplastándole el pecho, al que se añadía más lastre toda vez que pensaba en Marc. Extrajo un brik de naranja y cerró la puerta del refrigerador.
– Papá…
Le asaltó la figura de Marc, contrahecha a causa del accidente, con las ropas bañadas en su propia sangre y las cuencas de los ojos conteniendo una albúmina hedionda. El cartón de zumo se estrelló contra el suelo, mezclándose el jugo anaranjado con un limo ocre y rojizo que se extendía a los pies del niño; su sangre y la tierra removida de su sepultura.
– Papá… No lo permitas – le susurró la demacrada efigie de su hijo.
Jaume gritó con todas sus fuerzas. Gritaba el nombre de Marc cuando se incorporó todavía en su cama, junto a Isabel. Aún tardó unos instantes en cerciorarse de que había sufrido una pesadilla.
A la mañana siguiente aún no había abierto los ojos cuando sus dedos, palpando a tientas el frío espacio que su esposa había dejado a su lado, le hicieron suponer que había dormido más de la cuenta. Se incorporó pesadamente, aún asaetado por la truculencia de la pesadilla.
Filtrada a través de los finos muros del apartamento le llegaba la voz de Isabel, tarareando alguna melodía. Jaume se esforzó por sonreír. Isabel había sufrido tanto o más que él y era justo que se viera correspondida, ahora que el corazón de una nueva ilusión compartía con ella sus latidos. Se apoyó contra el marco de la puerta y lanzó una última mirada a la cama deshecha. No volvería a dormir solo, se dijo. Conforme avanzaba hacia su esposa percibía con mayor claridad la cadencia de su voz, un ritmo repetitivo y extraño, casi siseado en los labios de su mujer.
– Mwen se petit papa vye Dambala…
– Isabel… – la interrumpió Jaume. Su esposa estaba acurrucada sobre una pequeña mecedora, balanceándose adelante y atrás con un acompasamiento hipnótico. Sus manos reposaban sobre la tenue curvatura de su vientre.
– Amor mío – respondió Isabel –, estoy dando calor a nuestro pequeño huevo. Y le canto. Le gusta oír esta canción.
Jaume se inclinó y la besó en la mejilla, que por un instante percibió fría, húmeda y escamosa.
Pero no dijo nada.
IV
Ni siquiera sabía cómo había sucedido; únicamente recordaba haber conducido de regreso a casa tras acabar el trabajo. Pero allí estaba. Había recorrido el trayecto vedado, maldito, que le conducía hasta el peor de los lugares. Sacó la llave del contacto cuando comenzaron a caer las primeras gotas. No había vuelta a atrás. Jaume se internó en el cementerio a pesar de la lluvia.
Los recuerdos del funeral de Marc se hacían más vívidos con cada paso que le acercaba hasta su tumba. Y aún más. La lluvia le retrotraía hasta su muerte. A una carretera cercada por la lluvia y la catástrofe; a sus manos en el volante, incapaces de controlar el súbito descontrol del vehículo; a Marc pulverizando la luna delantera, ambos deshechos en diminutos fragmentos cuajados de sangre.
– Marc Llorens… – Jaume sintió una punzada de dolor cuando se halló frente a la lápida – 1999-2007 – las lágrimas se entremezclaban con el agua de lluvia resbalando por sus mejillas – …amado hijo.
– No lo permitas…
La voz de Marc.
El camposanto comenzó a girar frenéticamente en torno a él. La fosa de Marc todavía estaba abierta y el niño era sepultado bajo cientos de serpientes, estirando sus pequeños brazos desde el fondo. Isabel observaba la escena al pie de la sepultura, acariciando con mimo el pequeño huevo que palpitaba con un ritmo grotesco en sus entrañas. El huevo de la serpiente.
– Nuestro huevo… – susurraba Isabel mientras su hijo muerto era sepultado por una miríada de víboras.
– ¡No lo permitas! – gritó con un ímpetu descarnado el cadáver de Marc antes de ser finalmente engullido bajo la mole escamosa y sibilante.
Isabel había comenzado a recitar una letanía extraña, atrapada en un éxtasis que concatenaba sus gestos desfigurando sus rasgos. Su piel había adquirido un brillo cobrizo y el iris de sus ojos reflejaba el crepitar de una llama antigua. Pagana.
– Vye Dambala m asire, Le a rive pou m ale o! Vye Dambala m asire, Le a rive pou m ale o! Mwen se petit papa vye Dambala, Kote m pase m siyen nom mwen.1Viejo Damballah, estoy seguro, / Ha llegado mi momento de partir, ¡oh! / Viejo Damballah, estoy seguro, / Ha llegado mi momento de partir, ¡oh! / Yo soy el hijo del viejo padre Damballah, / Por donde paso inscribo mi nombre.
– ¡Isabel! – las palabras se atascaban en la garganta de Jaume, los pulmones se esforzaban por arrancar el aire de la pesada atmósfera del antiguo Dahomey, que ahora se extendía por doquier.
– Nuestro huevo… – repetía su esposa – Mwen se petit papa vye Dambala…
Jaume oyó en derredor el atronador sonido de los tambores y los pies descalzos que cuarteaban el suelo marchito danzando en un ritual que ya era viejo cuando el hombre blanco comenzó a forjar sus creencias.
– Isa… bel – acertó a pronunciar horrorizado cuando en el vientre de su esposa se dibujó, al principio levemente, una delgada franja longitudinal pincelada con el color vivo de la sangre. El suelo era ya un manto convulsionante formado por miles de ofidios, que se enroscaban en las piernas de Jaume imposibilitando que diera un paso. El trazo sanguíneo en el cuerpo de su mujer comenzó a ensancharse, abriendo una grieta a través de la que se divisaba algo inquieto. Vivo.
– Mwen se petit papa vye Dambala – pronunció Isabel con el vientre abierto en canal – ¡este es el hijo del viejo padre Damballah!
De su interior salió impelida una bestia grotesca, una serpiente plateada con el rostro deformado que, en la ultérrima blasfemia, recordaba los rasgos de un hombre. El lomo estaba cubierto de un vello blanquecino, los ojos eran de un vivo color amarillo, como cristales de azufre. Y tenía brazos; diminutos apéndices contritos que culminaban en pequeñas falanges con garras que se precipitaban hacia Jaume. Este, preso de las serpientes y el espanto, convocó el último de sus alientos para lanzar el más estremecedor de los gritos. En su mente se sucedían imágenes inconexas, casi un proyector iluminado por una luz estroboscópica; la lluvia deslizándose por el cristal del parabrisas, los miles de fragmentos salpicados de sangre cuando su hijo se zambulló en la muerte, su funeral, su lápida.
– ¡Marc!
V
Una luz pálida hería sus ojos cuando se esforzó por enfocar las siluetas borrosas que lo rodeaban. Trató de incorporarse pero sintió que el cuerpo le respondía con múltiples lanzadas de dolor en la cabeza, el costado y las extremidades.
– Jaume… Cariño, ¿cómo te encuentras?
– ¿Isabel? – sus ojos se acostumbraron al brillo de los tubos fluorescentes y contempló el rostro de su esposa inclinado sobre él. A su lado había un hombre de raza negra vestido con una bata blanca, quizá un médico, con el cabello y la barba rizados y nevados por la edad, y un joven que parecía el enfermero.
– Jaume, me has dado un susto de muerte. Has tenido un accidente con el coche…
– ¿Qué…? – Jaume trató de situarse, de recordar.
– …cerca del cementerio. Fuiste a visitar la tumba de Marc. Llovía. La carretera estaba mal. Gracias al doctor Halter y a Joseph estás bien – añadió señalando a los dos hombres.
– Yo… Soñé que estabas… Embarazada – balbuceó Jaume.
– Lo estoy, amor. Lo estoy. Ya lo sabes – dijo Isabel con ternura posando la mano de su marido sobre su vientre.
Jaume sintió que algo frío se retorcía en las entrañas de su mujer.
Referencias
1. | ↑ | Viejo Damballah, estoy seguro, / Ha llegado mi momento de partir, ¡oh! / Viejo Damballah, estoy seguro, / Ha llegado mi momento de partir, ¡oh! / Yo soy el hijo del viejo padre Damballah, / Por donde paso inscribo mi nombre. |
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Publicado previamente en Bar Matrioshka y otras historias, ISBN: 978-84-616-3634-1, 2013.
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