En las voces de una infancia que queda lejos,
habitación de cebolla y jilguero en el alféizar,
me visita la luz de un sol menor atrapado
en las fotografías que guardo en una caja de galletas.
La trinchera de los besos que agostamos
como caléndulas mordidas por el cierzo
hoy es osario de rayuelas y un álbum de cromos incompleto.
De hartura de tiesto sin semilla me lleno los bolsillos,
vierto sal sobre mis llagas y, a las puertas del Oriente
donde copulan las pagodas con cirrocúmulos
[ nacidos de un incensario,
memorizo la ruta inacabada de los trenes que descarrilan.
Quisiera tornar a la vergüenza primera
con un equipaje de sombras, aquiescente templo
en mitad de un campo nevado de ayeres,
como un Odiseo que hurta epopeyas clásicas
de la biblioteca pública y las arroja al mar
esperando hacer brotar su hogar de entre las aguas.
A ese lindero de pérdida se abocan mis recuerdos,
con la murria de un guitarrista callejero
y notas a pie de página en el manual de un apaleamiento.
¿Qué secreto de huellas sobre la arena decantada
se guardan para sí los geniecillos del tiempo?
Cada instante olvidado es un alfiler hendido en la pupila:
las flores de Ojo de Poeta prendidas de tu pelo,
los versos de Rimbaud declamados en un motel en ruinas,
las manos de mi padre recogiendo el sedal de un palangre.
Todas esas flores, todos esos versos, todos esos peces muertos,
¡tantas voces de una infancia que se me escapa de entre los dedos!
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