Escarabajo pelotero
«De modo que la superioridad manifiesta tiene un aroma característico, inimitable, a foie de pato especiado cubierto de una pátina de cebolla caramelizada, caviar blanco y trufas» – se dijo a sí mismo mientras se deleitaba con la actitud solícita del camarero; bien disponiendo los cubiertos, bien sirviendo plato tras plato, bien descorchando una botella de vino que habría dormido el sueño de los justos si no la hubiera reclamado alguien de su valía. No obstante, y aunque se esforzaba con un interés exacerbado en eliminar de su memoria todo recuerdo anterior a la existencia de lo que vino a ser denominado el prodigio – y no solo por él, que conste, pues conservaba con exquisita pulcritud cada recorte de prensa, reseña o incluso elogio personal más tarde manuscrito que detallara las virtudes que aglutinaba –, en otro tiempo la realidad constituía poco más que un continuo devenir de miserias, de rechazos, de ilusiones truncadas y de, digámoslo llanamente, patadas en los cojones.
Extrajo una pequeña libreta de tapas negras del bolsillo interior de su chaqueta Massimo Dutti – tenía dos, arregladas a medida porque era de espaldas industriales, esto es, durante los años de revolución adolescente tuvo que encorsetar su columna con un andamiaje de hierros; y nunca hubiera soñado, ni de lejos, comprar al menos una camisa de saldo en Zara y menos que una costurera de mirada lánguida le tomara medidas haciéndole cosquillas bajo el sobaco – y tomó nota de un pensamiento fugaz:
– El oficio de escribir se parece al trabajo del escarabajo pelotero.
Se sonrió. Consideró que aquella sentencia estaba totalmente justificada. Ambos, el escarabajo pelotero y él, dos criaturas insignificantes, infectas, nauseabundas para el mundo y el mundo literario en particular, pero que habían obrado el prodigio de construir una enorme bola en base al detritus del rebaño o de una Olivetti y al final engendrar en el cálido abrigo de su interior una hermosa crisálida.
Subrayó las palabras «escarabajo pelotero» y anotó en el margen de la pequeña hoja el término «crisálida». Le pareció un buen título. «Cri… sá… li… da» repitió para sí. Tenía sonoridad, aunque en el fondo, y lo sabía por experiencia, el título era lo de menos.
Garrapatas
El presidente del jurado se levantó de su silla, parapetado entre la concejal de Cultura, una rubia de carnes prietas y pestañas empastadas de rímel, y el archivero local, que bostezaba de soslayo, y pidió un aplauso para el autor del relato ganador.
– Pido un enérgico aplauso para Don Ernesto Pilfa, autor del relato «La crisálida y la taza de váter de José Bonaparte», primer premio del Certamen de Relato Literario Villa de Ventjaloux…
Ernesto había vivido la misma situación decenas de veces; decenas de títulos distintos, de nombres diferentes para designar lo mismo. El prodigio. Había probado con títulos insultantes, robados de otras obras, en francés, en polaco, había probado a no titular el relato… El resultado siempre era el mismo.
Caminaba a lo largo del pasillo central, a un lado y a otro jubiladas que aplaudían con desgana, esperando la posterior chocolatada, algún niño arrastrando un camión Transformer por el suelo, y dos libreros de Madrid que habían venido más por disfrutar del paisaje que por el certamen; tenía los ojos fijos en el cheque, como un ave de presa, y con la misma obstinación de rapaz trataba de apartar la vista de la escultura que coronaba el galardón – obra de autor local, uno de esos artistas de provincia, afectos al contubernio local de turno que gobernase cualquier legislatura, que había expuesto en la Barcelona de los Juegos Olímpicos en una galería de tercera y se había especializado en la temática «carnavales de fantasía» –.
– «¡La ostia! Parece que la han comprado en los chinos… – pensó mientras se aproximaba – Vaya horror de cosa. El cheque al bolsillo y eso a tomar por culo».
– ¡Enhorabuena! – exclamó el presidente del jurado, estrechándole la mano con vehemencia. Ernesto se dio cuenta por primera vez de que el presidente padecía estrabismo, y advirtió de cerca que le apestaba el aliento a anisete. Correspondió al apretón de manos con el mismo entusiasmo, y ofreció un pase especial de su sonrisa de vencedor atribulado por el triunfo, ahora sí, ahora no, todo ello ensayado en base a las innumerables hazañas ya obradas por el prodigio. Con posterioridad, cuando ya se había convertido en concursante profesional de certámenes literarios y todo aquello no era más que un pasar por caja, muchos rostros, lugares y jurados se habían vuelto borrosos, se confundían, tal vez, seguro, era probable, fueran los mismos, garrapatas como él que se habían adherido al pernil lastimoso de la cultura de saldo; pero la primera vez, el punto inicial del triunfante camino del prodigio, permanecía indeleble en su memoria.
El prodigio
– ¡Desaparece! ¡Desaparece! – gritó como un poseso. La escena era dantesca, tan patética que había perdido todo pretendido dramatismo y aún peor, amenazaba con atascar el inodoro – ¡Maldita la hora en que se me ocurrió limpiarme el culo contigo, cabrón! Ni para eso vale lo que escribo… ¡Mierda con mierda, tobillos negros!
Le había parecido una salida digna, digna de opereta, de folletín, de antihéroe clásico, echar una cagada y limpiarse el trasero con las ocho páginas de su último fiasco literario; decirle adiós a todo por el retrete. Pero es lo que tienen algunos váteres culo finos, que no tragan con todo. Peleó durante un rato armado con una escobilla y venció por fin, dolorido en el brazo y el alma a causa del empuje y la decepción, respectivamente. Tardó poco en echarse a llorar, contemplando el agujero de nuevo solícito del retrete, y cayó en la cuenta de que era incapaz de imaginar a nadie tan lastimoso, tan pusilánime y tan inútil.
– ¡Soy incapaz en todo! En lo posible y en lo intangible. ¿Qué coño iba a escribir, si no puedo si quiera figurarme nada tan penoso como yo mismo?
Y así se obró el prodigio.
Ernesto Pilfa se dio cuenta de que su mediocridad era en realidad su mayor virtud literaria. No tenía que esforzarse en hilvanar ideas, situaciones o arquetipos robados a la imaginación, de la que carecía. Su propia vida era un drama mayúsculo, lacrimógeno a ratos y risible a ratos mayores. Tan solo dio cuenta de sus miserias, como un taquígrafo. Ese era otro de los secretos del prodigio. El mayor de ellos, sin duda, era que Pilfa había vivido a su costa durante los últimos cinco años.
Un cuentista profesional
Observó la espalda desnuda de la concejal de Cultura, la curvatura generosa de sus caderas hundiéndose entre las sábanas de la cama, y no echó en falta un segundo asalto. En realidad hasta se arrepentía de haberse acostado con ella, sobre todo porque la tendría en su habitación toda la noche, y se arrepentía absolutamente de haber hecho la pregunta. ¿Cómo se le ocurrió? Fue en mitad del acto, obnubilado quizás por sus ojos verdes, tan pagado de sí por la euforia de un nuevo cheque y una nueva muesca en su pene.
– ¿Lo has leído?
– Si he leído ¿qué? ¡Uf! No pares…
– El relato, qué va a ser… ¡Ah! …lo has leído, ¿no?
– No, de eso se encarga… ¡Uf! …el jurado…
– Pero, oye… ¡Ah! …tú formabas parte…
– ¡Lo mío es firmarte el cheque, nene! ¡Uf! …no pares y gánatelo…
Ahora se vestía en silencio, con cuidado de no despertarla, y se dispuso a quemar la noche a base de buen güisqui en el bar del hotel. Cuando llegó a la barra encontró al presidente del jurado, que había cambiado el anisete por el vodka con tónica.
– ¡Hombre, Ernesto! Le invito a una copa.
Sus ojos estrábicos y vidriosos a causa del alcohol le resultaron perturbadores. Pidió un escocés con hielo y se acomodó a su lado.
– Quiero hacerle una pregunta… – dijo concentrándose en el vaso de güisqui recién servido.
– Usted dirá.
– ¿Qué le pareció?
– ¿La concejal? Bueno… ¡Exquisita! Triunfa usted en todo, qué suerte.
– Hablo del relato. De mi relato.
Sentía que el cheque había comenzado a pesar en su bolsillo, que poco a poco adquiría una consistencia marmórea y temió por las costuras de su chaqueta arreglada a medida.
– ¡Ah! El relato… En fin, usted entenderá que se han recibido más de mil cuentos y claro… El jurado se reúne solo una vez, comemos juntos, después la sobremesa se alarga… ¡Qué le voy a contar a usted, que es un cuentista profesional!
– ¿Quiere decir que no lo ha leído? Pero, vamos a ver… ¿Nadie ha leído el relato? ¿Cómo lo han premiado?
– Oiga, Pilfa, con un currículo como el suyo y parece que es nuevo en estos lares… La secretaria del ayuntamiento abre las plicas, selecciona a los autores más premiados, indaga un poco en Internet… esto es muy importante hoy en día, ya sabe, y el jurado otorga el premio al escritor más laureado. Hay que justificar el presupuesto municipal, claro, no se va a premiar a un mindundi – el presidente del jurado apuró la copa de vodka –. Usted lo tenía todo hecho, claro, es un narrador fuera de serie, el listado de sus premios nos dejó anonadados…
Ernesto Pilfa observó impasible cómo el presidente del jurado se levantaba y se encaminaba tambaleante hacia uno de los ascensores.
– Me voy a dormir, Ernesto, mañana tengo que formar parte de otro jurado…
– ¿Y qué debaten, si puede saberse? – preguntó Pilfa, sintiéndose cada vez más un burlador burlado.
El presidente del jurado se giró, y el estrabismo de su mirada pareció diluirse y concentrar sus pupilas oscuras en los ojos estupefactos de Pilfa.
– ¡Hay mucho que decidir, no crea! Para no ir más lejos, usted casi se queda sin premio…
Pilfa se vio descubierto.
– …usted remitió el relato con fuente Arial… Las bases especificaban claramente que el relato debía presentarse en Times New Roman… – agitó un dedo raquítico en el aire mientras las puertas del ascensor se abrían. Ernesto Pilfa escuchó las últimas palabras del presidente del jurado antes de que las puertas se cerraran nuevamente – Agradézcamelo… Agradézcamelo…
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Publicado previamente en Bar Matrioshka y otras historias, ISBN: 978-84-616-3634-1, 2013.
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