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Reglas de obligado cumplimiento

El estruendo sordo de los proyectiles en el cabo de la ciudad pautaba una especie de marchamo fúnebre, entreverado en la pulsación de cada tecla, ...
Alexis López Vidal access_time 5 min lectura

De una ventana abierta se podrían derivar una infinidad de historias. A. S. tecleó en su ordenador:

«Desde una parte de la ciudad se disparó un crisantemo blanco que horadó el pecho de un niño apoyado en un balcón, manando un caudal de versos de la finísima herida abierta.»

Leyó el párrafo con desafección y un deje de amargura en el corazón que le punzaba con cada latido, acompasando el palpitante titilar del cursor sobre la pantalla. Borró las palabras y escribió:

«La bala perdida de un Kaláshnikov mata a un niño.»

El estruendo sordo de los proyectiles en el cabo de la ciudad pautaba una especie de marchamo fúnebre, entreverado en la pulsación de cada tecla, y su profesión le pareció más penosa de lo acostumbrado. Se reclinó contra el respaldo de la silla y observó la grieta en el techo. Solía hacerlo cuando estaba falto de ideas o la tarea le resultaba tan dolorosa que aguardaba así, en silencio, atisbando una línea serpenteante en la trama de escayola que, con suerte, se ensancharía en una abertura que permitiera la entrada de un hombre – o de un niño, evitando que lo abatiera una bala perdida –. A. S. ni siquiera había dado con la respuesta de por qué un periodista con inclinación por la poesía había acabado como cronista de una guerra que se libraba en el exterior de su propia ventana.

Aquella mañana se había afeitado a navaja como acostumbraba, se había reconocido apenas en un espejo que había perdido parte del azogue y había salido a las calles de la ciudad con una cámara fotográfica pendiente del cuello. El artefacto le pesaba, como si estuviera fundido en plomo o cada fotografía que tomaba apostado en una esquina jalonada de impactos de bala en los muros se llevara consigo un trozo físico de la ciudad: los cascotes sobre el asfalto, el vidrio de los escaparates en un millar de teselas diminutas, los vehículos volcados y ennegrecidos por la lengua llameante del fuego. Demasiado lastre para las frágiles vértebras de un hombre. Un individuo le había apuntado con un rifle en el camino de regreso al improvisado despacho en su vivienda, solicitándole la documentación con gesto huraño. A resultas de identificarse como periodista había recibido una bofetada, sonora como el estruendo sordo de un proyectil, y un insulto escupido con tal desprecio como no imaginaba que podía albergarse en una garganta.

Todavía con la mejilla entumecida había recibido un correo electrónico con acuse de recibo en el que se le informaba de la promulgación de una serie de reglas de obligado cumplimiento por todos los periodistas en el país; una relación de consignas que en la práctica facilitaban el retorno al control de las noticias y la censura previa.

Unos meses atrás, cuando su ventana se abría a la frescura de las madrugadas y al aroma de los crisantemos en los patios, a las risas florecientes en las plantas inferiores, se divertían en las oficinas de la redacción con las ocurrencias que un cómico local compartía en las redes sociales. La semana anterior había confirmado su ajusticiamiento a consultas de un rotativo británico. El pobre y valiente payaso, que mientras era arrastrado frente al pelotón de fusilamiento continuó haciendo burla a sus captores. Se preguntó hasta cuándo podría responder a las preguntas de la prensa extranjera, hasta qué momento glosaría el mundo en el exterior de la ventana o si la grieta llegaría a abrirse antes de que unos hombres armados le condujeran allí donde un cómico de Internet se había mantenido firme en su bufonada. Ahora el escabel sobre el que la libertad apoyaba los pies divertida yacía en una fosa y un centenar de medios de comunicación cesaban su actividad, la mayoría en las provincias, donde la represión había llegado antes y con la virulencia y el ímpetu de los primeros enconos.

A. S. volvió a concentrarse en el contenido de la pantalla y releyó lo último que había escrito. Un niño. Una bala. Si se esforzaba aún podía advertir la sombra de las palabras que había borrado aposentando su recuerdo sobre el blancor del procesador de textos. Crisantemos blancos. Manantial de versos. Una lírica a años luz de su profesión. De su amada, denostada, defendida y ultrajada profesión, todo ello en distintos lugares y en un tiempo coincidente. A veces escribía poesía. En ocasiones observaba absorto una grieta en el techo de escayola. Crisantemos blancos. Niños abatidos por las balas. Reglas.

Se levantó y se acercó a la ventana. La ciudad lo reconoció apoyado en el alféizar y comenzó a hablarle. A. S. escuchó con atención y memorizó cada una de las palabras que le llegaban del agravio de los edificios a su alrededor. Más tarde tendría que repetirlas con el rigor que exigen las lágrimas y los muertos, hablar de los niños yacentes en sus balcones, de los crisantemos que germinan en jardines escondidos y, sobre todo, a pesar de las reglas de obligado cumplimiento, de la crudeza de la guerra.


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El autor

Alexis López Vidal (Torrevieja, Alicante, 1979) es autor de artículos y relatos, ensayista y novelista. Ha obtenido diversos galardones de narrativa y poesía.
  • ISNI: 0000 0004 7765 6040

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