No estás solo. Voz: Enrique Rodríguez.

Caminó por la alameda procurando no llamar la atención de los faros delatores que, de tanto en tanto, cruzaban la carretera vieja que llevaba al pueblo. La madrugada había traído consigo una humedad fría y un sentimiento de desarraigo aún mayor, como si las cosas a la luz del día permitieran intuir su origen y conectarlo algo más con el mundo pero, ahora, huyendo de todo en la noche oscura, se sabía solo. Solo como no lo había estado nunca.

– Pero no estás solo – dijo Barrio desde el interior de su cabeza.

Barrio acostumbraba a callar durante horas, en ocasiones durante días enteros. Una primavera especialmente cálida, de margaritas salvajes alfombrando los arcenes, guardó silencio durante semanas. Por el contrario, en su desánimo, y en días nublados de barro sobre sus botas, Barrio parecía hallar un motivo y una predisposición mayor a hablarle desde un confín inconcreto de su cerebelo.

– Estar contigo es peor que estar solo… – le replicó susurrando – Tú me alejas de todos.

Una camioneta tomó la curva próxima a los últimos árboles y se apretó contra un tronco ancho para no ser visto. Su corazón latía con esa insistencia y marchamo propios del fugitivo.

– Ya eras un solitario cuando te conocí – espetó Barrio cuando la noche volvió a opacarse.

El comentario le dolió, porque tenía razón en parte y porque, de alguna manera, parecía evidenciar que él mismo le abrió la puerta sin demasiadas trabas.

– Nunca había hecho nada como… – casi no podía decirlo en voz alta – Como todo lo que hemos hecho.

Barrio sonrió. Siempre sabía cuándo sonreía. Ese espacio lóbrego que ocupaba en su cabeza se volvía más gelatinoso y parecía crecer, como una esponja alimentada por el recuerdo de toda la sangre derramada.

– La panadera era buena conmigo – añadió. Al instante volvía a contemplar su cuerpo, orondo y tendido sobre la harina esparcida, y la vida condensada en el manantial que brotaba de su garganta formando un limo espeso como la mermelada.

Barrio se retorció de gozo.

Su estómago se retorció por la náusea.

– ¡Márchate! ¡Sal de mi cabeza! – gritó.

Salió de entre las sombras a la carrera, tirándose del pelo y rezando para que Barrio emergiera atado a la raíz de su cabello para no volver jamás. Apenas intuyó al utilitario de faros grandes y rectangulares que dibujaron su silueta antes de arrollarlo y convertirlo en un manojo de miembros retorcidos sobre el asfalto.

Un hombre de mediana edad salió del vehículo con el pánico tatuado en la frente, en surcos amplios y profundos, y en los ojos hundidos en cráteres de un pálido lunar. Observó el amasijo inerte a pocos metros y se acercó temeroso.

– ¡Muchacho! ¡Muchacho! – balbució, aunque convencido de que estaba muerto.

Escudriñó a su alrededor para descubrir un anodino poste de teléfono y la letanía de un grillo que se hacía más evidente.

– ¡Dios mío! ¿Qué voy a hacer? – exclamó.

Una zozobra húmeda comenzó a treparle por el espinazo.

– Tranquilo, no estás solo… – dijo una voz desde el interior de su cabeza –. Me llamo Pueblo. Te diré lo que vamos a hacer.


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El autor

Alexis López Vidal (Torrevieja, Alicante, 1979) es autor de artículos y relatos, ensayista y novelista. Ha obtenido diversos galardones de narrativa y poesía.
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