Acostumbrado a vérmelas en las más precarias situaciones que un hombre pueda siquiera imaginar, a lo largo de mi dilatada experiencia profesional he visto de todo. No por nada soy uno de los más reputados escritores de guías de viaje. Tanto si usted ha realizado un viaje de novios, una escapada de fin de semana, un trayecto en tren con la mochila al hombro o, en fin, cualquier odisea que le haya reportado entre dos puntos, hay un número muy elevado de posibilidades de que haya utilizado una de mis guías.
No obstante he de añadir, dicho esto, que la experiencia más extraña de cuantas he sido protagonista no acaeció como debiera en el ejercicio de mi labor, sino cuando la providencia consideró oportuno que el motor de mi Chevrolet Nova del 77 no diese más de sí en una carretera secundaria de Maine a finales de los años ochenta.
No me resultó difícil, dado mi hábito literario, blasfemar en diverso tiempo y manera, sin escatimar en el uso de un léxico cada vez más aberrante, antes de recorrer más de dos millas en mitad de la noche cerrada en busca de un teléfono. Me arrastré por el arcén sin que un solo vehículo interrumpiera el proceloso detalle de lo miserable y traidor que era mi coche, haciendo restallar mis maldiciones en la oscuridad, hasta que me topé sin esperarlo con un aislado motel.
Hubiera preferido encontrarme con el muro de una cárcel, seguro que en el camastro de una celda dormiría mejor, me dije, y si usted ha visto Psycho sabe de qué hablo.
El motel Paradise se ubicaba en medio de la nada, un apartado edificio ancho de una planta. El aparcamiento estaba situado frente a las habitaciones. Vacío. Le recuerdo que yo no había avistado ningún automóvil aparte del mío en tres horas. El parpadeo intermitente de un cartel de neón rosa me comunicó que el motel disponía de «HABITACIONES LIBRES» (parpadeo) «Sea Bienvenido».
La puerta estaba decorada con adornos navideños – espumillón plateado, pequeños copos de nieve pintados con espray sobre el cristal y algunas bolas con la brillante cubierta descascarillada –, de modo que o bien había sido objeto de una abducción en la carretera y devuelto seis meses más tarde o, con mayor probabilidad, deduje, no habían retirado la decoración de Navidad en medio año. Me propuse entrar, hacer una llamada al servicio de atención en carretera y no demorar en lo más mínimo mi marcha. Al entrar la puerta hizo sonar una campanilla.
La recepción estaba ridículamente pintada de un rosa pálido combinado con verde pistacho; eso es más de lo que un hombre puede soportar a las cuatro de la madrugada, sobre todo si es escritor de guías de viaje. Comencé a redactar mentalmente un artículo titulado «Motel Paradise. Por qué el estilo murió con él». No había nadie tras el mostrador así que no vacilé en usar con insistencia el timbre.
– Enseguida estoy con usted – dijo alguien detrás de mí.
– Oh, perdón, no le había visto – me disculpé. Por supuesto que no le había visto, ¿cuándo había entrado? ¿Cómo? No había vuelto a oír sonar la campanilla de la puerta. Pero ahí estaba. Un sujeto de mediana edad, delgado, llevaba un pequeño bigote recortado y vestía chaleco de lana. Me recordó a John Waters. No me hubiera sorprendido que él y Divine regentaran un motel de carretera secundaria pintado de rosa pálido y verde pistacho.
– ¿En qué puedo servirle? – me preguntó tomando posesión de la estridente recepción del motel – ¿Habitación individual?
– No, eh… – titubeé. La idea de quedar atrapado en aquel lugar siquiera por una noche me provocó un incontenible escalofrío – He tenido un problema con mi coche. ¿Puedo usar su teléfono?
– ¡Por supuesto! – contestó de inmediato el recepcionista – ¿Se encuentra usted bien? ¡No habrá nadie herido…! ¿Verdad?
– No, no. Ha sido una simple avería. Yo estoy perfectamente. Solo tengo las plantas de los pies doloridas. No se imagina lo que me ha costado llegar a este sitio en mitad de la noche – le respondí.
– Entiendo, entiendo. Me alegro de que se encuentre bien – dijo alargándome la mano y ofreciéndome un antiguo teléfono de color amarfilado –. Tenga, el teléfono de Roger Murphy, el mecánico de Elderly, es 555 279 220, atiende veinticuatro horas.
– Muchas gracias – le agradecí sinceramente la atención que me estaba prestando, después de todo parecía un buen tipo aunque hubiera perdido el sentido de la estética en algún acto de guerra –. ¿Elderly, ha dicho? No había oído hablar de este lugar en Maine.
– ¡Ja! – exclamó mostrando una dentadura con un reluciente diente de oro – Sí, no aparecemos en muchos mapas. No es algo bueno para el negocio, ya me entiende. No hay mucho más aparte de este motel, el taller mecánico, una tienda de ultramarinos y apenas una decena de casas. Aunque de tanto en tanto llega gente preguntando por el museo de botones…
– ¿Sí? ¿Hola? ¿Roger Murphy? – yo ya había marcado el teléfono del mecánico – Sí. Hola. Perdone que le llame en mitad de la noche. Sí. En efecto. Un Chevy Nova del 77. Creo que es el radiador. ¿No podrá venir hasta primera hora? Pero yo… Muy bien, muy bien. Le esperaré. Estoy en el motel Paradise. De acuerdo. Nos vemos a primera hora de la mañana.
Me vi condenado a pernoctar en el motel Paradise.
– Señor… – dije dirigiéndome al recepcionista. Ni siquiera sabía cómo se llamaba.
– Wally – dijo sonriendo. La punta del diente dorado refulgía entre los labios –, Wally Sinclair. Parece que finalmente vamos a disponer de usted como cliente…
– Sí – respondí tratando de ocultar mi incomodidad –, eso parece. ¿Me decía usted algo de un museo?
– Ah, sí. Nuestro museo de botones es lo más destacado de Elderly. Aparece en algunas guías de viaje, ¿sabe? – dijo con un afectado gesto de orgullo.
– ¡No me diga! Un museo de botones debe ser algo digno de verse – mentí. ¿Aparece en alguna guía de viaje? Sí, claro. Probablemente en alguna que esté sujetando la pata de la mesa de la sala de espera de un dentista de quinta categoría. Ese sería un buen lugar para una guía que hable de Elderly y su motel o su museo.
– Está justo detrás del motel. Si lo desea en cuanto le asignemos una habitación puedo mostrárselo – se ofreció con sincero entusiasmo.
– Verá, señor Sinclair, no quisiera causarle más molestias. Ya está haciendo por mí todo cuanto puede y se lo agradezco, yo… – traté de escurrir el bulto de alguna manera. ¿Qué pretendía ese lunático? ¿Enseñarme un museo de botones a las cuatro de la mañana? ¿Enseñarme el museo de botones situado tras un aislado motel de carretera con una recepción pintada de rosa pálido y verde pistacho y regentada por un clon de John Waters? No. Dios. No. Era una broma. Comencé a pensar que finalmente sí había sido objeto de una abducción.
– ¡No es ninguna molestia! Dispongo de la llave. Aquí mismo. ¿Lo ve? – dijo haciendo tintinear su llavero – ¿Pagará en efectivo o mediante tarjeta? No aceptamos cheques, lo siento. Son veinte dólares la noche. Dispone de agua caliente en la ducha y de hielo en la máquina de ahí fuera.
Me sentí total y abrumadoramente atrapado en el motel Paradise, Elderly, Maine. No aparece en muchos mapas. Saqué la cartera y dejé caer un billete de veinte dólares sobre el mostrador. ¿Le debo algo por la llamada? ¿No? Gracias, señor Sinclair.
– Escriba aquí su nombre y firme, por favor – me pidió girando hacia mí un pequeño libro de registro.
Stephen Kingstone. Firma.
– ¿Stephen Kingstone? – me preguntó con los ojos abiertos como platos – ¿El mismo Stephen Kingstone autor de «Las cien camas de hotel en que debe dormir antes de morir»?
Kingstone no es un apellido corriente. Asentí con la cabeza, mitad aturdido por encontrar a un lector en mitad de la nada y mitad estremecido por que Wally Sinclair fuera ese lector.
– ¡Iiih! – exclamó. Era un gritito agudo, como de adolescente en primera fila en un concierto de los Beatles. Sentí que se me ruborizaban las mejillas – ¡Señor Kingstone! ¡Ahora sí debe acompañarme a ver el museo! El más reputado autor de guías de viaje en el motel Paradise, ¡cuánto honor! Venga conmigo, se lo ruego.
Acompañé a Wally Sinclair hasta la parte trasera del motel, donde se levantaba un edificio anexo, con forma de cobertizo, del que pendía un cartel rodeado de bombillas que rezaba «MUSEO DE BOTONES DE ELDERLY. No hay otro igual. Desde 1957».
– Entre, señor Kingstone. Espere, daré las luces, será un momento – escuché decir a Wally Sinclair mientras lo oía accionar un interruptor.
El interior del museo estaba formado por una larga hilera de enormes vitrinas, con algo parecido a maniquíes.
– Este es Richard Bachman – dijo Wally Sinclair indicando el primero de los expositores. En su interior, un adolescente pelirrojo en cuyo rostro aún se apreciaba una combinación de pecas y acné, uniformado con un traje de color desvaído y un risible casquete, nos miraba con el gesto congelado en una mueca pretérita a causa del embalsamamiento –, fue botones del motel en 1957…
Salí corriendo y no paré hasta que amaneció, a bastante distancia del motel Paradise. No he vuelto a saber de mi Chevrolet Nova del 77 ni de Elderly. Afortunadamente no aparece en muchos mapas.
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Publicado previamente en Bar Matrioshka y otras historias, ISBN: 978-84-616-3634-1, 2013.
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