Si hay magia en este planeta, está contenida en el agua.
Loren Eiseley
Refiriendo una mota de polvo, así es como debería comenzar este relato, una minúscula e ignorada partícula en suspensión sin capacidad para perturbar la vida de nadie; eso representaban para mi madre las citocinas, una desapercibida mota de polvo en el insondable abismo de gravedad de la vida. Pero incluso la partícula más insignificante puede alterar su trascendencia si recibe la luz apropiada, como los destellos ingrávidos que se materializan frente a ventanas abiertas en los días de verano. Sin embargo esta revelación aconteció con una crudeza carente de la poética de esos días.
—Las citocinas son proteínas que circulan en el cerebro y la sangre del bebé durante el embarazo, cuya cantidad puede aumentar debido a una infección. Las citocinas causan inflamación, lo que puede provocar daños en el cerebro —le indicó la doctora —. Su hija Bruna padece parálisis cerebral.
Infección. Citocinas. Son algo más que palabras. Lo serán siempre para mi madre, porque durante años se culpó por padecer una infección mientras me gestaba. No es culpable de nada, por supuesto, pero la pena nos conduce por caminos en los que la lógica se hace a un lado y acaba por fenecer en un margen intransitado. Tuvo que ahogarse de pena, literalmente, para emerger de las aguas renacida de confianza en el mundo. En realidad lo hicimos juntas, en una piscina.
—La natación mejorará tu movilidad y tu capacidad física —me explicó Astrid. Todo en ella recordaba a una estatua griega, una Artemisa poderosa y presta a tensar su arco, solo que ataviada con un pantalón corto caqui y una camiseta sin mangas.
Mi madre, a mi lado con esa presteza constante del centinela, atisbaba el peligro sobre la quietud prístina de oportunidades y cloro de la piscina del polideportivo municipal.
—Es totalmente seguro para una niña como Bruna —la tranquilizó, apoyando una mano sobre su antebrazo –. Las propiedades del agua hacen que los cuerpos pierdan peso y floten. Eso facilitará sus movimientos. Es un sortilegio cotidiano que nunca me cansaré de presenciar… —y, dirigiéndose a mí y mirándome a los ojos, añadió —Hay magia en el agua.
El primer contacto con el agua de la piscina me envolvió en una suerte de transmigración, como si mi cuerpo respondiera de manera instintiva al abrazo del líquido y le dijera: sí, te he esperado, he aguardado paciente hasta abandonar en ti las fuerzas y el destino que me anclaban para ser libre, como un derrelicto en la inmensidad del mar. Un mar de teselas azules y escalerillas de acero inoxidable, un mar en el sosiego de un pueblo, un mar de niños que dan sus primeras brazadas en sus orillas aferrados a un flotador de corcho. Pero yo, mírame, le dije a las aguas, agradezco como un milagro el prodigio que obras en mis brazos y mis piernas.
Astrid me instó a acompasar la respiración con el movimiento redescubierto. Noté la palma de sus manos sosteniéndome, hundiéndose delicadas en mi abdomen al inhalar aire en los pulmones. De algún modo atávico mi cerebro lo supo, reconoció que así fue el momento de plenitud primero en el útero, como una semilla que ha temido durante el invierno y reconoce esperanzada el albor de la primavera. Florece, simiente, me susurraba la voz del agua cada vez que respiraba.
Hay sensaciones que se crearon en otro mundo, estoy segura. El demiurgo que confeccionó nuestra realidad debió de confundirse y añadió a la paleta de lo cotidiano algunos colores que se pensaron para ilustrar otros paisajes de fantasía desatada. Flotar es una de esas sensaciones, concebida para que cualquiera intuya que lo portentoso existe, es posible, incluso en una piscina municipal. Las manos de Astrid habían desaparecido y sobre la ominosa cubierta del agua mi cuerpo reposaba arrullado por un lauro vaporoso.
Y nadé. Nadé. Nadé. Nadé tanto como nadan las miradas en una puesta de sol, impelidas a surcar el cielo ocre hasta la misma ensenada donde desagua el ocaso. Nadé tanto como las palabras que se callan y se arrojan al mar, y arrepentidas remontan la corriente y retornan para reivindicarse a viva voz. Nadé tanto como la sorpresa, el entusiasmo, la emoción, y mi cuerpo, me permitieron.
—Hay magia en el agua —repitió Astrid con una certeza inamovible.
Cansada, pero todavía extasiada, dejé poco después que mi madre envolviera mi cuerpo en una toalla que expelía un aroma sutil a suavizante de lavanda y amor incondicional. La felicidad huele a eso, por cierto, a suavizante de lavanda en el borde de una piscina.
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