A esa hora de la noche en que la quietud y la tiniebla se apoderan del mundo, en que el crujido de una rama quiebra el silencio y arredra el ánimo, la sola luminaria de un farol titilaba en el cementerio. La escueta llama pintaba de sombras el rostro de un hombre, afanado en soliviantar una tumba vieja en una orilla del camposanto. La helor de la madrugada le paría vaharadas espesas en los labios, enzarzados en un tremolar fecundo. De tanto en tanto le llegaban los borboteos, el siseo de las colas rozando la piedra de las losas y el desapacible rastrillar de las garras siguiendo la veta del granito. El pellejo en los pómulos retesaba como el cuero al hincar la pala y esquilmar la fosa, abriendo vereda hacia los dominios del gusano. En otra vida fue sacerdote; una existencia ajena al cieno mancillando su sotana y a su voluntad de perturbar el descanso de los difuntos. Agotado y febril, ni siquiera estaba seguro de la consistencia de esa vida en su memoria; una ilusión enmascarando la sordidez que advertía, con la nitidez de la rajadura en un espejo, en la partícula más elemental. ¿Cómo no vacilar con todo lo que ahora sabía, con el conocimiento ominoso que se le había dispuesto al alcance de la mano?
Se enjugó el sudor de la frente y escudriñó en derredor. Las criaturas se movían más allá de la aureola espectral pergeñada por el farol, arrastrándose por entre las tumbas y vigilándole. Una luna oronda se desvistió del plumón tiznado que la cubría para asomarse al plantío de lápidas y un aullido grotesco la secundó, reverberando de iniquidad entre la bruma. El resto de bastardos de Nyarlathotep, el acechador entre las estrellas, se unió a la proclama. Los bramidos trenzaron una suerte de cántico, asomando de sus gargantas contrahechas y acomodadas al espeluznante vacío de una dimensión ajena para deglutir la virtud y expeler desdicha y ruina como detritos. Retumbaban en sus oídos con cada palpitación.
El sacerdote se estremeció, conjurando el postrero resquicio de voluntad habida en sus manos para acometer una nueva palada. ¿Y si la esperanza no fuera más que un capricho de las ideas, un juego de sombras? La punta de la herramienta topó con algo sólido y devolvió un sonido bronco. El sacerdote removió la tierra y descubrió un sarcófago de caliza. Tomó el farol y lo acercó a la tapa de piedra. La fosa engulló en parte el haz de luz, concentrándolo como la boca de una madriguera refulgente y sumiendo en la oscuridad la vastedad del cementerio. Las criaturas se removieron en sus escondrijos, envalentonadas por la noche.
Retiró una capa de tierra húmeda, apelmazada como una costra, hasta que las inscripciones en el sarcófago se hicieron visibles. Aparecían en distintas lenguas y superpuestas unas sobre otras, cada una de ellas más reciente a juzgar por la erosión, atestiguando que su mensaje era tan grave como para ser transmitido de un pueblo a otro y tallado en la roca toda vez que las lenguas y las civilizaciones mudaban de piel. La más antigua era profusa en símbolos intrincados, una grafía aberrante que reconoció: la escritura de Sarnath, la ciudad miserable en la región de Mnar, legada a los ojos de los más imprudentes en los cilindros de arcilla de Kadatheron. Le sucedían epígrafes en sumerio, egipcio, fenicio, celta, griego y latín, el último de aquellos, escueto y rotundo, arrancado de la liturgia medieval en el exorcismo y dispuesto allí o tal vez al contrario: VADE RETRO. Retrocede. Aléjate.
Los aúllos y los cánticos arreciaban, todo ovillado en una maraña horrísona. Una de las bestias se aupó sobre dos patas y extendió un par de alas de quiróptero, que hizo batir hasta que su silueta deforme se recortó contra la límpida circunferencia de la luna. El sacerdote se sirvió de la pala y logró apartar la pesada tapa del sarcófago ejerciendo palanca. Halló la parca bienvenida del polvo y un rimero de huesos. Empujado por la urgencia, revolvió en el contenido hasta dar con un pequeño colgante cilíndrico rematado por una argolla, en un extremo, y por un árbol sin hojas, en el opuesto. Las ramas brotaban del tronco en ángulo recto. A la manera de una llave. Con la última palada de escoria y hueso, desechó sin miramiento el resto del ajuar funerario. Palpó con las yemas de los dedos en el fondo del sarcófago hasta distinguir las junturas en la caliza de un portillo tapiado y una hendidura circular. Introdujo el colgante en la hendidura sosteniéndolo por la argolla y lo giró. Los engranajes de un mecanismo se accionaron, chirriantes y perezosos, hasta que el portillo se abrió descubriendo un pozo y unos escalones labrados en la roca viva que se internaban en la oscuridad.
Los aullidos se hilaron entonces en un tejido opaco, cubriendo la noche por entera. Aproximó el farol a sus mejillas de esparto y oteó a través de la oquedad, poco antes de que sus pasos resonaran en los escalones dejando tras de sí un punto de luz temblorosa que desapareció tragado por la tierra. A uno y otro lado de la gruta, las paredes albergaban sepulcros excavados con impericia, cavidades simples pero habitadas por el despojo monstruoso en que la consunción había convertido lo que fueron, por otra parte, delirios y callejones sin salida de la evolución: homúnculos petrificados de cabeza oblonga y extremidades simiescas, eslabones inconexos concebidos en un margen de infamia. Y cuanto más se adentraba en la lobreguez de la sima, mayores eran los horrores que se le dispensaban y menos soportable su visión. Porque existe un miedo ancestral, atávico y disperso en la urdimbre que nos recorre, galopando en el torrente de sangre que alimenta nuestros músculos, que aviva nuestros ojos, que nutre el bulbo donde anillan los pensamientos; por eso el pavor nos paraliza, preña de umbría la mirada, la razón se aboca a la locura. Porque, de algún modo, no hemos olvidado a los primeros dioses y el abismo del que proceden.
La progenie malsana de Nyarlathotep emboscaba tras su espalda, oculta en la negrura espesa de la gruta, y, pese a ello, intuía preferible su aciago acompañamiento a la comitiva de engendros que se retorcían más adelante: seres que recordaban a escolopendras, con patas reptilianas y testas en forma de proyectil coronadas por trompas largas y sinuosas. Surgían por decenas a lo largo de una cámara colosal, donde columnas como torreones confluían desde el techo hasta el suelo, y arriba y abajo convulsionaban en un manto de miembros embrollados. Rehuían el resplandor del farol, enroscándose alrededor de las columnas y devolviendo un rugido desbordante de rabia.
Prosiguió avanzando, minúsculo, insignificante en la enormidad del inframundo, ligando su fortuna a la flama trémula de la linterna. La sala, en un instante un espacio capaz de amparar una miríada de aberraciones gigantescas, se fue estrechando hasta confluir en un corredor apenas apto para la hechura de un hombre. Anduvo en la solitud del callado tártaro durante horas, tal vez días, cediendo a un sueño ingrato que en nada reparaba el cansancio, en un descenso que aparentaba no tener fin. En ocasiones, el bosquejo de un algo ignoto se movía clandestino, eludiendo siempre la luz aborrecida, granjeando gruñidos de protesta cargados de inquina. La obra de un ingenio perverso seguía manifestándose, incluso, en aquel paraje: ídolos solitarios desperdigados sin concierto, glifos, altares dispuestos en un aparte de la ruta con exvotos de almizcle todavía fresco.
La llama del farol menguaba, en un acabamiento inexorable, y, al cabo, mucho más lejos del punto sin retorno, cedió a la prolongada marcha. Un chirrido recorrió la galería. Los moradores del abismo expurgaron de las pupilas desacostumbradas el poso de la extinta claridad y lo trocaron por el ansia en destruir al intruso. El sacerdote se abrazó a tientas a la piedra bruna, calada de humedades, perdido en una tenebrosidad sin paliativos. Un tentáculo tachonado de colmillos delgados como agujas le aferró la pierna, tirando de él con ferocidad. Trastabilló y gritó de dolor. Se asió a un saliente de roca y resistió cuanto fue capaz, pataleando, liberándose para reptar quejumbroso y sangrante. Así se escabulló convencido de fenecer, entre bufidos y estridencias que llegaban dondequiera que aguzara la escucha. En algún momento perdió la consciencia, precipitado en la ofuscación y el absurdo.
Despertó aturdido y creyó que el día se componía allí donde desembocaba la gruta; un amanecer atezado que bañaba las estalactitas de un aura cobriza. Se recobró lo suficiente para auparse en un repecho y observar. Un afluente de lava travesaba una antecámara. Geodas descomunales devolvían el resplandor ígneo como soles en miniatura. Se condujo siguiendo la torrentera, unas veces represada en lagos de magma burbujeante y otras tantas un riachuelo. El peligro de las garras y los colmillos se antojaba lejano. La posibilidad de alcanzar su destino, sin embargo, amenazaba con hacerse real.
Arribó a una obertura recortada en la falda de una montaña. Más allá se extendía un valle inabarcable a la vista, de praderas estériles y fumarolas. Una cúpula de pulpa bermeja y traviesas de marfil, semejante a un costillar, se elevaba a centenares de metros de altura y muy por encima se condensaban nubes de vapor azafranado, surcadas por bandadas de alimañas aladas, y sobre aquellas la iridiscencia de las geodas inundaba el valle en cataratas de luz. Descendió la ladera en dirección a la cúpula, a la que arribó tras una peregrinación costosa, deteniéndose a recobrar el aliento una vez tras otra. La carne entre los travesaños de hueso era de un vivo color rojo, salpicada de petequias como corales. Introdujo las manos y, como un helminto, horadó las paredes carnosas valiéndose de las uñas, vestidas de cuajos y de una viscosidad escarlata. El interior estaba surcado por órganos desmesurados y vibrantes, intestinos enrevesados e infinitos y vasos sanguíneos gruesos como arcaduces. Las entrañas de la tierra.
Se dejó caer desplomado, presa del subyugante embeleso suscitado en su conjunto por aquellas vísceras que alentaban las cosechas, que moldeaban las mareas e insuflaban el hálito de la vida en todo cuanto medraba sobre el polvo, bajo el mar o se enseñoreaba de los cielos. Escuchaba los latidos del imponente corazón, acompasados, poderosos, que hacían temblar el núcleo pulposo bajo el manto pétreo.
Percibió de inmediato la pestilencia, el miasma ponzoñoso que emanaba de las fístulas supurantes que se abrían en la carne. Las pústulas describían un friso de espanto sobre la superficie humectada de la víscera y daban muestra de la barbarie humana, desde el albor en que un primate descendió de la copa del árbol que le brindaba cobijo para imponer su voluntad sobre otro: los hornos crematorios de Auschwitz llagaban los pulmones, el castillo de proa de la carraca negrera Jesus von Lübeck se enquistaba en el hígado, las balas incrustadas en las tapias de Stalingrado horadaban el páncreas, los millones de muertos de la Rebelión de An Lushan aparecían como abscesos diseminados a lo largo de los intestinos. Allí donde mirase, el hombre había carcomido la entraña con su iniquidad. Y Azathoth, el mal omnipotente, la tumoración informe repleta de tentáculos, de innumerables fauces y ojos, se extendía libando de los fluidos y engrosando el caos en su médula.
VADE RETRO. Retrocede. Aléjate. El juego de sombras de la esperanza. La vacilación ante el conocimiento ominoso al alcance de la mano: el mundo estaba enfermo, podrido, inficionado por un mal cósmico que se nutría de maldad a la espera de consumirlo y diseminar su plaga en cada recoveco del universo. El sacerdote se estremeció. Escuchaba los latidos del corazón, el tajante fluir de la sangre alimentando el cancro horripilante del sultán de los demonios. Retumbaban. El odio. La avaricia. La envidia. Retumbaban. La indiferencia. La crueldad. Retumbaban en sus oídos con cada palpitación.
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