A menudo el sepulcro encierra, sin saberlo,
dos corazones en un mismo ataúd.
Alphonse de Lamartine
La aldea marinera de Corme emerge asida a la dura costa gallega como el afamado percebe por el que es bien conocida – «el mejor del mundo», reza un cartel a la entrada de la villa –. Es frecuente que los días de marea baja, tentando la fortuna, en especial sus mujeres, las percebeiras, se dirijan en busca de este codiciado tesoro al Cabo do Roncudo, llamado así por el ruido que hace el mar cuando rompe en sus acantilados. (N.A.)
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Corme–Aldea, Galicia
23 de Abril de 2001
En el cielo se distinguía con la facilidad de un recortable de papel la silueta de una gaviota, a aquella hora todavía escudriñando desde las nubes rojizas en busca de una última presa que arrancar del mar removido. El viejo había extraviado la mirada en un punto lejano, más allá de la garganta hemisférica de la que surgía una lengua de plomo empecinada en lamer una y otra vez la arena de la playa. El atardecer era preso en el pardo de sus ojos de magnetita, mena herencia del hierro astur de Llumeres, de donde había emigrado en un tiempo en que el viaje de Asturias a Galicia era un trayecto sin retorno; en la depauperada maleta que arrastró consigo llevó la semilla de una vida distinta, perdida en algún bolsillo del traje manchado que es el destierro, revuelta entre el polvo de la nada, pero que arraigó frente a aquella costa y hubiera muerto de ser trasplantada.
Cerró los ojos cansados y respiró profundamente, dejando a sus pulmones pacer con libertad el aire salobre. Cuando los abrió, comprobó con amargura que sus manos trémulas aún sostenían la pequeña hornacina de metal y sintió que la presencia espinosa que padecía enroscada alrededor del corazón ahora estrechaba con virulencia su punzante abrazo. Si hubiera sabido cómo, habría llorado. Si lo hubiera intentado, si de verdad se lo hubiera propuesto, tal vez hubiera recordado el aroma sutil que desprendían sus cabellos recogidos por las manos talladas a golpe de mar y viento. Quizás. O se hubiera rendido tratando de superar el olor áspero de las cenizas, y más aún, el efluvio acre de los vómitos, y todavía más, la atmósfera sin alma de una sala de hospital cualquiera a partir de la cual se pierde para siempre el recuerdo del perfume de jazmín. ¿O eran rosas?
Le arrastró en un retorno indeseado el eco distante, grave pergeñado en los confines de la mar por la bocina de algún buque mercante; quedando atrás el desvaído escrito de la memoria, la arena de la playa, la silueta de un ave confrontada contra el orbe como una sombra chinesca se internó en las abigarradas calles de Corme sin mirar, ni una vez siquiera, atrás.
2
Corme–Aldea, Galicia
7 de Septiembre de 2001
A nadie se le hubiera ocurrido reclinarse junto a la barandilla de la escalera y acercar por un instante la mirada al mapa secreto tallado sobre la desgastada superficie del pasamanos de madera. A nadie, nunca. Salvo a Claudia. A ella, sí. Solo a ella. En modo alguno otros ojos hubieran interpretado las historias codificadas en el lenguaje arcano de las rozaduras, de las pequeñas muescas, de las heridas sobre la piel de pino infligidas a lo largo de los años por aquellas manos que se deslizaron sin carga alguna, o se apoyaron rendidas por la carga, ascendieron o descendieron, para no volver a bajar o no volver a subir. Sus labios se abrieron como un capullo pálido; componiendo con sus pétalos una media sonrisa, agridulce. Aquella novela rancia de protagonistas anónimos culminaba en el último piso del viejo caserón.
Los peldaños crujieron con cierta pereza, como un perro veterano al que se le echa del sillón del amo. Las paredes a ambos lados del pasillo rezumaban el salitre propio de la mar gallega y la humedad había tatuado los tabiques con una cartografía detallada de las mareas oceánicas. Claudia tuvo que insistir, golpeando con los nudillos y cierto reparo la puerta pintada de marrón, custodiada por una pequeña Virgen ennegrecida bajo la mirilla, hasta que alguien la abrió apenas, sin retirar la cadena de pequeños eslabones sostenida con el enloquecimiento de la soledad y el desamparo.
– ¿José Cabaneiro? – preguntó Claudia.
El viejo asintió con escasa convicción tras el resquicio que permitía vislumbrar una fracción raquítica de su mundo despoblado. Tal vez ya no se reconociera, o no quisiera hacerlo, en el rostro cuarteado a causa de una prolongada sequía de todo contacto humano.
– Buenos días, José – prosiguió Claudia, pasando las palabras de contrabando, de una en una, a través del escaso margen de la puerta entreabierta – me llamo Claudia. Vengo del Concello, a ver cómo se encuentra. ¿Me deja pasar a hablar con usted?
La puerta se cerró despacio. Desde el pasillo, el sonido de un tintineo metálico anunció que el viejo retiraba la cadena – levantando la barrera que separaba el mundo en general de su mundo en particular – hasta que finalmente la puerta se abrió, aún más despacio de lo que se había cerrado, resquebrajando de luz el pasillo mohoso con una gravedad de teatro filmado.
– Gracias – respondió Claudia. Mientras, en el exterior un coro de voces infantiles delató la salida de colegio de unos niños y no pudo reprimir verse cercada de nuevo por el recuerdo de Nausícaa.
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Carballo, Galicia
16 de Octubre de 1998
La anormalidad nos sobrecoge, es algo inherente al ser humano. Nos esforzamos en dividir la realidad en porciones asimilables, digestibles de lo cotidiano. Lo hacemos de un modo biológico, determinista, desde la luz primera que se inmiscuye en las pupilas recién formadas y aún no aptas para contemplar el mundo.
Claudia sintió un desgarro en el tejido conformado por toda una trama de convencionalismos, de verdades supuestamente inmutables que se pulverizaron aplastadas por la verdad intangible – esa que no se alcanza con los dedos, que nos es ajena pero que en verdad nos involucra a todos – cuando extrajeron del estómago del coche fúnebre el diminuto ataúd pintado de blanco y las pequeñas gotas de lluvia comenzaron a llamar con insistencia a una tapa que hacía a su vez de puerta. Entonces comprendió, con la crudeza carente de ambages del restallido de un látigo, que no había remedio, que era cierto, que Nausícaa no dormía en el interior de aquel cajón forrado de raso; un pequeño cascarón a la deriva que se hundía para siempre. Los niños mueren. También su hija.
Claudia sintió que sus rodillas se vencían, que lo hacía toda ella.
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Corme–Aldea, Galicia
8 de Septiembre de 2001
Ante sus ojos se abrían nuevamente los descabalgados escalones por los que había ascendido el día anterior. Había retornado porque se sintió culpable, porque le pareció natural, si bien no justo, ley de vida, se dijo, que un viejo acabase solo. La casa estaba razonablemente limpia y el viejo alcanzaba a manejarse. Cualquier otro hubiera acallado la culpa con el demerol de los problemas propios, con las facturas, con el café o con el tabaco, con el tráfico, con un divorcio que todavía coleaba. A nadie le hubiera parecido necesario regresar al día siguiente. A nadie, nunca. Salvo a Claudia. A ella, sí. Solo a ella.
– Era una mujer muy guapa, José – dijo Claudia señalando la fotografía color sepia, cercada por un fino marco metálico.
– Sí que lo era. Mi Teresiña. Y muy buena. Y trabajadora como ninguna – respondió José –, percebeira en las piedras de O Canteiro, allá frente al Roncudo, toda la vida. Y ¿sabe usted una cosa? Andó a morir en el hospital, lejos del mar. Y sin haber podido descansar un día en su vida, que a un torero le dan por buena la retirada antes de tiempo y la percebeira ha de rastrillar el oleaje, que también trae pitones, y más grandes y más fríos, hasta que el hueso cruje de puro hueco. Ya lo ve. Y yo, toda la vida en la mar, dejándola sola, para acabar del mismo modo. Lástima que de tres naufragios tuve tres golpes de suerte.
Claudia apoyó una mano sobre el hombro del viejo, que había sacado un pañuelo arrugado de uno de sus bolsillos y se lo restregaba por los ojos enrojecidos.
– Esta era mi hija – había abierto un monedero negro, de mediano tamaño, y se lo tendía a la mirada llorosa de José. Señalaba una fotografía en color de una niña que ya no crecía, una pequeña de ojos vivaces que ensanchaba su boca en una sonrisa –, Nausícaa.
5
Corme–Aldea, Galicia
19 de Septiembre de 2002
Claudia regresó como acostumbraba, desde que se despidiera un año atrás de José con un «puedo volver mañana» que se había convertido en un ritual diario y que expresaba mucho más que el átomo conformado por tres palabras; querían decir «volveré», más bien, «no me deje, volveré mañana» y que al pronunciarse liberaban un torrente desmedido de ternura que lo inundaba todo, desde el primer crujido de los escalones al tintineo metálico que precedía a la apertura de una puerta.
¿Dos solitarios dejan de estar solos por el hecho de estar juntos? En todo caso, se habían servido el uno del otro para aplacar su aislamiento.
El viejo le había hablado de Teresiña, la percebeira que con su muerte había esquilmado su entraña como la costa del Cabo dejándola vacía de vida. Claudia le habló de Nausícaa, de su sombra muda en cada rincón y cuya voz no se uniría nunca a la de otros niños para filtrarse a hurtadillas por una ventana.
– José, el Concello ha organizado una exposición fotográfica en el Museo do Mar – dijo ella, observando la pequeña hornacina de metal que reposaba sobre un aparador anticuado –. La han titulado “Corme. Un siglo de Mar”. Me gustaría que me acompañara mañana a visitarla, ¿qué le parece?
Sin pretenderlo, Claudia había añadido un capítulo hermoso, íntimo, a la tosca narrativa del pasamanos de madera.
6
Museo do Mar, Corme–Porto, Galicia
20 de Septiembre de 2002
De las paredes del Museo do Mar de Corme pendían como ventanas al pasado las fotografías que revelaban la existencia mistérica de sus habitantes, volcados siempre hacia el mar – hombres y mujeres; pescadores, mariscadores o marinos; remendando las redes desgarradas por la piel de lagarto que es el lecho del litoral o percebeiras rastrillando las rocas –. Imágenes que atestiguaban lo íntimamente ligada que está toda esta tierra al mar, imbricados ambos en una relación de subsistencia que en ocasiones yuxtapone su orden cuando el mar se cobra con creces el servicio que presta.
Claudia se acercó a José con la familiaridad inocente de quienes comparten tanto que al final, cuando se hace balance, se descubren siameses unidos por una misma alma. Contemplando aquellas fotografías de un sepia quemado, tamizadas por las ardientes arenas del tiempo, el viejo se sentía retrotraído a un pretérito tan encontrado con el presente que le hacía daño.
– Mire, en esa fotografía se ve a unas percebeiras – dijo Claudia señalando una pequeña instantánea en la que destacaban cuatro mujeres faenando entre el oleaje.
– Pobriñas… – repuso el viejo.
Claudia hubiera deseado que aquella visita culminara con un reencuentro propio de folletín, con un desenlace trascendente propio de literatura decimonónica en el que el viejo distinguía el rostro de su esposa emergiendo de una de aquellas imágenes y una suerte de justicia universal tributara de este modo un homenaje solemne a su memoria. Pero no fue así. Aquellas mujeres eran tan desconocidas para ellos como Teresiña lo era para el resto del mundo. Como lo era Nausícaa. ¿Cómo era posible que ese mundo no se detuviera y cejara en su empeño enfermizo por seguir girando a pesar de semejantes pérdidas?
– Ay, mi Teresiña… – suspiró el viejo – qué solo me ha dejado.
A Claudia se le encogió el ánimo, se le desecó el alma de ver a aquel viejo desvalido y a merced de un tiempo que no era el suyo. Contempló por un instante el rostro que no lo era, que era una translúcida antesala de la muerte, un hollejo, una máscara mortuoria encarnada en la faz de un anciano que llevaba abrochado el último botón de la camisa.
– No diga eso, José. No está solo. Me tiene a mí.
– He dispuesto que me quemen cuando haya muerto – comenzó a recitar José, como si fuera un texto que llevara aprendido a fuerza de rumiarlo una vida entera –, como mi Teresiña… Quiero pedirle a usted que arroje nuestras cenizas al Roncudo. Yo… no tengo a nadie más a quien pedírselo, ahora que la tengo a usted…
Claudia se sintió sobrecogida por la petición de José. Y le pareció que cada pausa entre palabras era una exhalación definitiva, la boqueada de un pez fuera del mar.
– ¿…me hará ese favor?
Claudia asintió, sin decir nada, contemplando en silencio la fotografía de unas mujeres cuyos rostros sin decirle nada le confiaban tanto.
7
Faro do Roncudo, Corme, Galicia
13 de Noviembre de 2002
Desde las alturas, a vista de pájaro, por debajo del opaco cortinaje que eran las nubes, la costa gallega era una ferrada magullada a costa de lidiar contra el ímpetu del mar. El Faro do Roncudo, levantado en uno de los escarpados salientes que coronan el ascenso desde Corme, le aguardaba con la serenidad inquebrantable del que está acostumbrado a la muerte; para eso comparte el devenir del tiempo con dos cruces de piedra erigidas a su sombra. Claudia se arrebujó en la pelliza, reafirmó el paso entorpecido por las acometidas del viento y prosiguió caminando con un nudo en la garganta.
A su espalda la aldea se hallaba inmersa en la última postrimería del sueño cuando esparció las cenizas de José y Teresiña, que el viento dispersó en espirales con una servidumbre reverencial, como lo había hecho antaño con el polvo de una maleta emigrante de la que ella no había tenido constancia, y le pareció que contra el éter púrpura se escribía entonces el punto y final de una historia secreta prologada sobre el pasamanos de una escalera. Suspiró y se dejó poseer por un llanto pausado, de lágrimas que vinieron a besar con tiento las heridas impalpables que aún se abrían en las mejillas zaheridas y a empapar la tierra del jardín marchito que otrora regasen con pequeños ósculos los labios de su hija.
Claudia permaneció callada mientras la mañana inflamaba el cielo con los primeros rayos. A tiempo de escuchar la voz del Roncudo, que le hablaba desde los rompientes, con voz grave, rota, con palabras tan nítidas como los tafitos grabados sobre la roca; revelándole que no hay verdades absolutas, ni leyes inmutables. Que toda ausencia es sentida.
Y que por esas pérdidas, por los que ya han partido, en su memoria, no se ha de renunciar a la vida. No se debe. No se puede. Se ha de resistir. Resistir siempre. Resistir el azote del mar y del viento, como esta costa, desde el albor primero hasta la luz última.
Hasta la luz última del faro.
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Publicado previamente en Bar Matrioshka y otras historias, ISBN: 978-84-616-3634-1, 2013.
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