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La médula del coral

Ese anhelo inquebrantable de volar me acompañó intrincado en la médula de mis huesos, en lo profundo del alma, ...
Alexis López Vidal access_time 3 min lectura

De niña solía contemplar el cielo de Atchison, la coqueta ciudad de Kansas en la que crecí al amparo de mis abuelos maternos, y envidiar el anodino paso de las nubes y el vuelo despreocupado de los pájaros. A su anatomía de éter y de pluma le conferían mis ojos de infante una cualidad de encantamiento que ansiaba tomar entre mis manos para seguirlos en su trayecto por el azul infinito sobre mi cabeza. Ese anhelo inquebrantable de volar me acompañó intrincado en la médula de mis huesos, en lo profundo del alma, en el inviolado núcleo de convicción de una chiquilla. También se adivinaba en la audacia de mis juegos infantiles, reacia a la mansedumbre y el remilgo, dichosa de alcanzar las últimas ramas de los álamos, del silbido de mi trineo y de las balas de mi rifle. La felicidad de mi niñez y el disparo inocente de un arma de balines se truncaron por el amargor de la guerra, vasta e inagotable en su deseo de muerte como ninguna de las anteriores, tanto, que fue llamada mundial por el número de naciones que se levantaron unas contra otras. En aquel desdén del hombre por la vida del prójimo, o en su afán insensato por conservar la vida propia, me enrolé como voluntaria en labores de enfermería junto a mi hermana en la ciudad de Toronto, en el Canadá. Continué mirando al cielo, donde las nubes se tornaban de un gris sucio como el pelaje de una bestia huraña que enseña los dientes y donde los pájaros emigraban a rincones distantes y abrigados de la locura humana. Quizá por ello, mi deseo de moverme con libertad despegada del suelo se mantuvo intacto al finalizar la contienda. Puede que en el cielo, tan lejos de las cuitas de mi género, más cerca del sol, del resto de estrellas, del manantial de lluvia que me resbalaba por el rostro cuajado de pecas en las tardes del septiembre de Kansas, hallara la paz verdadera y sin fisura con la que toda persona sueña. Obtuve la licencia de piloto en 1921, a los veinticuatro años. Un año más tarde batí mi primer récord de altitud al volar a 14.000 pies de altura. Recuerdo el estremecimiento en la boca del estómago y la sensación de pertenencia al viento que me golpeaba en el rostro. Cuatro años después me convertí en la primera mujer en realizar un vuelo transatlántico y con posterioridad en la primera mujer que logró cruzar el Atlántico en solitario. A las mujeres del mundo he dedicado estos logros, no para servir de modelo de nadie sino para borrar con el pie desnudo la raya en la arena que nos compele. Aquí, a tantos metros de altura de las cocinas, de los telares, del sometimiento, puedo y podemos ser libres como en ninguna otra parte.

Me preocupa el combustible. Querría completar este viaje. En todo caso, ¿quién es Amelia Earhart si no la niña subyugada por el cielo índigo de Atchison? Si no lo consigo, si el anhelo en la médula de mis huesos se convierte en la médula del coral que crece en el mar que sobrevuela el aeroplano, ¿será tan grave? No imagino un reposo más apacible ni un mirador mejor desde el que divisar a las mujeres que un día desplegarán sus alas y abandonarán la playa.

– Vamos en línea norte-sur – informo por radio.


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El autor

Alexis López Vidal (Torrevieja, Alicante, 1979) es autor de artículos y relatos, ensayista y novelista. Ha obtenido diversos galardones de narrativa y poesía.
  • ISNI: 0000 0004 7765 6040

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