El niño Aruyani observó cómo el camello que transportaba a su padre se adentraba en el desierto, hasta conformar un pequeño punto sobre el horizonte que acabó por desaparecer. Se sentó en el escalón de acceso a la humilde vivienda en que residían y apoyó las palmas de las manos sobre las rodillas. La corriente cálida que llegaba desde las dunas le acariciaba las mejillas. Se concentró durante un instante y repitió las palabras del encantamiento que había practicado, recitándolas con gravedad sacramental en un quedo susurro: «Iduin Iyas Jabbalas Iyas». Mi voluntad es la voluntad del creador. De inmediato destellaron a su alrededor pequeñas motas que se arracimaban como constelaciones y se desperdigaban peregrinas, una y otra vez. El aroma picante de la magia le cosquilleó en la nariz. Un fogonazo de luz precedió a un estruendo y todo acabó envuelto en un mutismo denso, tanto que apenas distinguía la algarabía del mercado a unas calles de distancia, y en una especie de nimbo que palpitaba frente a las puntas de sus sandalias. El orbe fulgurante se fue opacando a medida que las voces del mercado se elevaban de nuevo y la calle recobraba una serenidad cotidiana. Quedó a sus pies una bola achatada por los polos. Presentaba una coloración azul en su mayor parte, aunque algunas porciones, ocres y rugosas, semejaban fragmentos de la corteza de un árbol. Aruyani tomó la esfera y se irguió. Kwanuyine, el zapatero que atendía en un local contiguo a la vivienda, pasó a su lado y saludó con un ademán de la cabeza. Pareció contrariado al percatarse del objeto que el crío sostenía entre las manos. Le pareció poca cosa, sin duda, el resultado de un encantamiento pobre o mal ejecutado. Aruyani devolvió el saludo conformando una mueca dubitativa y, porque sintió que le temblaban las rodillas y se le resecaba la garganta, se adentró en la casucha espoleado por la vergüenza. Rescató una escudilla maltrecha por las grietas de la exigua alacena y depositó la esfera, acomodándose en una mesita para estudiarla con mayor detenimiento. Recordaba con nitidez el constructo de la magia que su vecino Mulquis, dos años menor que él, había obrado hacía una semana: un sistema solar al completo, jalonado de planetas con sus respectivas lunas orbitando con parsimonia y una bola refulgente y poderosa que templaba cuanto pivotaba en derredor. Quizá la apatía del zapatero por su artificio estaba justificada, pensó mientras escrutaba el objeto. Apesadumbrado, revolvió en un cajón hasta dar con una lupa. Era pequeña y el cristal de la lente presentaba un sinfín de rozaduras. La situó sobre el planeta en la escudilla y observó en silencio. Los mares que circundaban los continentes eran de un índigo vibrante, trastocados en ocasiones en altas olas como torreones. En tierra, la devastación en forma de volcanes consumía aquello que abarcaba la vista en el interior del ojo ciclópeo de la lupa. El niño cerró los ojos y volvió a concentrarse. Recitó el encantamiento con paciencia, casi, se diría, paladeando cada una de las palabras. Un chasquido le llegó de algún lugar indeterminado y el aroma cáustico de la magia retornó a su nariz. Situó la lupa ante sus ojos de color azabache y recorrió la superficie del planeta. Los mares yacían apaciguados y la tierra se había transformado en un vergel, cubierta por espesos bosques y junglas, y en su parte septentrional por una tundra que alfombraba las montañas y los valles. Eso estaba mejor, mucho mejor, tuvo que reconocer, y domeñó el instinto de salir a la carrera en pos del zapatero Kwanuyine para hacerle saber de sus avances. ¿Hasta dónde podría llegar con sus capacidades? ¿Cuánto era capaz de abrigar su voluntad? Inspiró y exhaló el aire calinoso, mirando con fijeza su creación. En efecto estaba achatada por los polos, lo cual le restaba un ápice de atractivo, pero no era menos cierto que ahora las copas de los árboles se mecían arrulladas por la brisa en su cobijo. Mi voluntad es la voluntad del creador, repitió henchido de un orgullo recién descubierto. Un chisporroteo sacudió la mesa y la escudilla bailoteó, haciendo que el diminuto planeta rodara hacia un extremo; por fortuna, las manos de Aruyani evitaron la catástrofe. Suspiró aliviado y colocó el planeta en su lugar. Asió la lupa y escudriñó el resultado del hechizo. Unas bestias colosales, de largos cuellos y gruesas patas, se elevaban para pastar de las ramas de los árboles. Otras, de afilados dientes y pronunciadas garras, merodeaban acechando a sus presas. ¡Animales! ¡Herbívoros! ¡Carnívoros! ¡Ya le hubiera gustado al engreído de Mulquis alumbrar semejantes criaturas en su birrioso sistema solar!, se dijo con afectación. Juntó las palmas de las manos, se concentró todo cuanto pudo y se afanó por llevar a su obra la más alta magia que fuera capaz de reunir. Reprodujo el encantamiento esquilmando del ínfimo recoveco de su cuerpo toda la voluntad creadora que albergaba. Un fogonazo, un chasquido, un chisporroteo y un temblor se aunaron, revueltos y sin concierto, haciendo que la estancia se inundara de un profundo olor a magia que a duras penas resultaba soportable. El planeta aguantó el envite como pudo, aunque una mirada atenta valiéndose de la lupa le reveló el infortunio: un asteroide acababa de impactar en el océano, provocando maremotos y colapsando la vida en su conjunto. Al niño se le encogió el pecho y se le enredaron las tripas. No tendría más remedio que soportar una nueva reprimenda en la escuela y las burlas de Mulquis, el chulesco creador de sistemas planetarios.
Su padre regresó del desierto al caer la tarde y se interesó por sus progresos con las lecciones de magia. Aruyani se encogió de hombros y reconoció que había logrado algún avance pero que, al final, su trabajo se había malogrado. A un lado, sobre una escudilla, en lo más profundo de una gruta en el interior de un pequeño planeta azul, un hombrecillo mezclaba el pigmento que había obtenido de unas bayas y plantaba su mano en la rugosa pared de piedra.
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