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Las aguas de la Propóntide1La Propóntide (Προποντίς, -ίδος, de pro, «antes/anterior» y Pontos, «mar») era el nombre que los antiguos griegos otorgaron al mar de Mármara. habían adoptado el color grisáceo de las nubes, como un mar de plomo solo que erizado por la lluvia pertinaz. Un pequeño esquife bordeaba la costa septentrional, de regreso al puerto de Hécuba. Los dos tripulantes, casi anciano el que guiaba el rudimentario timón de la embarcación y el otro apenas un niño, se arrebujaban al abrigo de una estera, que este último sostenía entre las ateridas manos. La jornada de pesca había resultado fructífera, algo que no podía calificarse de ordinario, y el muchacho no podía resistir la tentación de lanzar furtivas miradas a la captura.
Cientos de vidriosos ojos le devolvían el gesto con expresión vacía, algún pescado todavía abriendo y cerrando sus agallas, otros, sus bocas; los más, aletargados o muertos. Muchos estaban sucios, pues las redes de los pescadores hecubeos esquilmaban el lecho marino indiscriminadamente y arrastraban hacia la superficie, además de peces, rocas, esponjas y plantas cuyas raíces todavía aprehendían el limo marino. Y aquella tarde, en la que el pequeño faro del puerto se perfilaba con una silueta difusa a través de la húmeda cortina de agua, habían arrancado algo más de las profundidades. Algo que emitía un suave resplandor ambarino y que atrajo por completo el volátil interés del niño.
– ¡Demofonte! – gruñó el viejo. El pequeño, subyugado por el objeto, había ladeado la estera, que ahora vertía directamente toda el agua de lluvia en la cara de aquel. Tenía la nariz partida y una cicatriz que tiraba del labio superior hacia la izquierda. No era un rostro agradable, menos aún cuando se mostraba colérico. Así que Demofonte se limitó a enderezar la estera, sobreponiéndose al impulso de examinar el misterioso hallazgo.
– Lo siento, abuelo… – respondió – «Cuando lleguemos a puerto», se dijo a sí mismo, ansioso, y soterró con el pie aquella cosa entre la miríada de peces. Como contrapartida, el veterano pescador farfulló algo acerca de la tragedia de ser joven, y de la ruina de ser viejo.
El puerto de Hécuba era un fondeadero de pequeñas dimensiones atravesado por un pantalán de rocas. Un espigón más pequeño lo acotaba desde uno de los márgenes, de manera que se abrían dos bocas de acceso. La más amplia permitía el amarre de las grandes naves mercantes, cuyas bodegas articulaban el permanente tráfico entre Asia y las costas mediterráneas de Europa y África. El más pequeño, por su parte, estaba destinado a cobijar los pequeños botes de pesca, amén de que en su playa se desarrollaba la labor de los saladores, que en días más propicios extendían infinitas hileras de cuerda de las que pendían toda suerte de criaturas. El esquife ya se había adentrado en este cuando la lluvia cesó y se abrieron con timidez algunos claros, a través de los que penetraba el matiz rojizo del ocaso.
Demofonte enrolló con cuidado la estera, le ató un cordel alrededor y la guardó bajo el travesaño que le servía de asiento. Tenía los brazos adormecidos tras haberla sujetado en alto durante toda la travesía de regreso, y la humedad le había penetrado hasta el hueso. Y pese a todo, era la impaciencia por descubrir qué era aquello que dormitaba entre el amasijo de cieno y peces, aquel pequeño y brillante tesoro rescatado de las aguas, lo que le hacía sentir que no avanzaban, como si una mano invisible les retuviera. Aunque al cabo, el bote varó suavemente en la blanca arena de la playa.
El pequeño saltó a tierra y, como tantas veces, asió el término en forma de lazo de un cabo que descansaba en la arena, introduciéndolo en el extremo de la proa; en su opuesto estaba anudado a un bloque rectangular de piedra por medio de una argolla de bronce. Su abuelo arrojó el ancla por la popa, que consistía en otro cabo rematado por un bloque salvo que en este caso sujeto a través de un orificio y de menor tamaño. Si bien lo suficiente para que sobresaliera en la orilla, acariciado por las olas.
El cielo, que había terminado por despejarse, enmarcaba una mitad del disco solar todavía recortada contra el cielo anaranjado.
Tras haber asegurado la embarcación procedieron a lavar el pescado, momento que el joven Demofonte había anhelado secretamente desde que atisbó el pálido brillo. La mecánica era sencilla. El menor extraía los peces y el resto de residuos con que el mar les había obsequiado; piedras, plantas o esponjas eran arrojados a un gran cesto, que a la mañana siguiente amanecería recubierto de moscas y cuyo contenido devolverían a las aguas cuando se hicieran de nuevo a la mar; el viejo, a su vez, se ocupaba de limpiar las capturas pieza a pieza, remojándolas y disponiéndolas en cestos más pequeños. En el fondo las de menor tamaño, en la parte superior las de mayor talla. Un ardid común, para atraer el interés en el mercado.
Ya casi habían acabado cuando entre el limo que se acumulaba en el fondo del bote vio de nuevo el objeto. No temía haberlo extraviado, ni haberlo imaginado. Sabía que seguiría allí, lo sentía, y había sabido ser paciente. Su abuelo, que ya había concluido la tarea de acomodar el fruto de la pesca para su venta, le miró con expresión adusta.
– Límpialo todo – le dijo. Su grotesco rostro era incapaz de sonreír, en parte porque la cicatriz que le atenazaba el labio se lo impedía, en parte porque estaban solos y se sentía viejo y hastiado, y le atormentaba la idea de que el muchacho no supiera valerse por sí mismo cuando él muriera.
– Sí – respondió Demofonte, contemplando la arqueada espalda de su abuelo encaminarse a la lonja del mercado.
Inmediatamente hundió las manos en el fango húmedo que impregnaba el fondo del esquife, aferró aquella diminuta maravilla y al contacto de sus dedos una sensación extraña y poderosa se introdujo hasta lo más profundo de su ser.
2
El rumor se extendió con sigilo, susurrado al abrigo de las viejas murallas de Hécuba. Pero tales eran los prodigios de los que se daba cuenta, y con tanta vehemencia se describían, que cuando la noticia llegó a oídos de palacio ya se narraba con mayor o menor fidelidad a mucha distancia de la propia ciudad.
– ¡El hacedor de milagros! – vociferó el canciller – ¡Así lo llaman, majestad!
Hablaba en presencia de Aquelonio, rey de Hécuba, pero se dirigía a todos los miembros de la corte convocados, al tiempo que recorría sus miradas con un dedo acusador. Les culpaba implícitamente de haber participado en la propagación de aquel infundio.
– ¿Quién sería tan estúpido de desatar la ira de Aquelonio, rey de Hécuba y dios encarnado? La guardia real debería examinar las lenguas de los descreídos, de los fabuladores, pues las hallaría negras… ¡Como prueba de su falsedad! – concluyó el canciller.
La mayoría de los reunidos trataba de disimular su temor, conscientes de haber transmitido o escuchado la fabulosa historia del niño que obraba portentos. Conscientes de haber afrentado la divinidad de su rey, el único al que se le había conferido la capacidad de obrar milagros.
Aquelonio era un decrépito que había excedido con creces los límites de la longevidad, que orinaba sus ropajes y no podía valerse sin ayuda. Encerrado en palacio, una generación entera de hecubeos no conocía otra imagen de su rey más que los colosales relieves que escoltaban las puertas de la ciudad, en los que aparecía descrito como un gigante que recogía con una mano los rayos del cielo y los arrojaba con la otra contra los ejércitos invasores. Lo que resultaba idóneo para quien ostentaba el auténtico poder en Hécuba; el canciller real, Plutamarco. Quien no titubearía si tuviera que condenar a muerte a cuantos compararan las capacidades del monarca con las de un integrante del populacho. Iba a demostrarlo.
– ¡Traed al infiel ante vuestro rey! – ordenó Plutamarco. Cada mandato finalizaba con una alusión al monarca, que no hacía referencia al anciano inválido sino que lanzaba una desafiante advertencia acerca de sí mismo.
Sin dilación, dos guardias se presentaron escoltando a un hombre de escasa estatura pero complexión fuerte. Tenía el rostro afeitado, al contrario que la mayoría de los hombres de Hécuba. Nada en él hacía pensar que fuera oriundo de aquellas tierras, sino que lo situaban más allá de Paflagonia2Paflagonia era una antigua área del centro-norte de Anatolia, en la costa del Mar Negro, situada entre Bitinia y el Ponto, y separada de Galacia por una prolongación hacia el este del Olimpo Bitiniano. .
Plutamarco lo examinó en silencio por unos instantes. Apretó las mandíbulas cuando le llegó un penetrante olor a orín que provenía de algún lugar a sus espaldas. ¡Cómo le asqueaba aquel aroma! La muerte de Aquelonio no dejaría descendencia varón y en él habría de recaer, por la fuerza si era necesario, el trono que ahora hedía a senectud, a muerte ansiada y que jamás llegaba.
Mientras el recién llegado era conducido frente al canciller, a izquierda y derecha los cortesanos se adelantaron unos pasos, agolpándose mitad ansiosos por conocer la relación de aquel hombre con el hacedor de milagros, mitad acuciados por el morbo de conocer su condena. Los guardias se detuvieron a pocos pasos del canciller y se alejaron un tanto del detenido, hacia atrás y a cada lado, de modo que dejaban un amplio margen de maniobra a su superior y al tiempo impedían que el preso intentara escapar a la carrera. Lo habrían capturado de todas formas, pero la falta la habrían de pagar torturados, esclavizados o muertos.
El hombre se mostraba tranquilo. Una tela mugrienta, a modo de manto, le cubría los anchos hombros. La expectación alcanzó su grado máximo. Un sirviente, adoctrinado, alimentó con incienso un quemador con forma de péndulo y comenzó a hacerlo oscilar lentamente. El canciller inspiró profundamente, por primera vez desde que el monarca perdiera el control de su vejiga.
– ¡He aquí al insensato! – comenzó diciendo Plutamarco. Ahora no lo miraba de frente, ni al resto. Hablaba hacia el fondo de la sala. – Cegado por la inconsciencia no comprendió la gravedad de sus palabras…
Bajó la cabeza, centrándose en el prisionero.
– ¡…la gravedad de tus mentiras! – le espetó – ¿Te arrepientes ahora de tus fabulaciones?
El prisionero no se amilanó. Tampoco se mostró desafiante. Continuaba presentándose ingenuamente sereno, como si todo aquello respondiera a un malentendido o, más aún, como si demostrara la paciencia que se ha de tener con un niño.
– Señor… – comenzó diciendo – Mi nombre es Asurbaipal. Nací en la aldea de Nedor, más allá de los límites de Paflagonia. He sido testigo de cuarenta inviernos y no había conocido más que veinte cuando mi pueblo fue arrasado por las tropas de vuestro rey. Perdí mi brazo izquierdo. Desde entonces no he conocido más que la clemencia de la esclavitud, pastoreando los rebaños de mi amo, tras las murallas de Hécuba.
Asurbaipal no trataba de ser arrogante, había asumido hacía tiempo su condición de esclavo, pero Plutamarco apretó los puños, que dibujaron nítidamente sus nudillos.
– …hace dos días – prosiguió – conducía estos rebaños cuando observé que una multitud se había congregado en torno a un pequeño risco, cerca de la playa. Alguien menudo, un anciano asceta, deduje, ocupaba su centro. Me acerqué a oírlo predicar, dejando a los animales pacer con libertad. Cuando alcancé a los que estaban en la cara exterior del grupo ya advertí que no era un anciano, sino un niño, por lo que sintiendo mi curiosidad en aumento, traté de abrirme paso hasta las primeras posiciones. Conforme acortaba la distancia mi corazón palpitaba con más fuerza y, por un instante, creí que lo hacía al ritmo de las olas que golpeaban contra la base del risco; con vigorosos latidos que resonaban en mis sienes, que cesaban brevemente cuando el mar se retiraba. Me hallaba muy cerca del muchacho cuando sentí un estremecimiento, una sensación placentera que me embargó por completo. No era cálida, sino fría. Fue como tratar de salvar a nado una distancia inmensa, insuperable, sentir desfallecer las fuerzas, consciente de mi flaqueza, y abandonarse por fin a la paz de las aguas insondables. Y oír su voz que me llamaba. «Dame tu mano», me dijo. Le obedecí sin dilación, arrojando la vara con que guío el rebaño y extendiéndola hacia él. «Esa no, la otra», me susurró desde las profundidades… – Asurbaipal hizo una pausa, sabedor de haber llegado a un punto crítico en su relato; al tiempo que echaba hacia atrás los hombros, dejando caer al suelo la capa raída, añadió – ¡Me había devuelto el brazo!
Entonces extendió hacia lo alto el brazo izquierdo. Todavía se adivinaba a qué altura había sido cercenado por un hacha hecubea, justo por encima del codo. Pero, de lo que fue un muñón, surgía ahora un antebrazo. Era de color oliváceo, carecía de vello y, comparándolo con el derecho, los dedos de la mano eran algo más largos y nudosos. Aunque sin duda aparentaba ser igualmente fuerte.
– ¡El hacedor de milagros me ha devuelto el brazo! – insistía, agitando en el aire el miembro renacido.
Los cortesanos lo contemplaban extasiados, con los ojos tan abiertos que en muchos se advertían las pequeñas venas, como diminutos corales rojos, alrededor de la pupila. El asombro estalló en un coro de voces, en murmullos que amparados en el anonimato de la masa ensalzaban el milagro.
– ¡Basta! – gritó Plutamarco, ciego de rabia – ¿Cómo te atreves? – inquirió esto último muy despacio, sílaba a sílaba, con las mandíbulas apretadas. La sala enmudeció. Los gruesos muros devolvieron aquel «có… mo… te… a… tre… ves…» acentuando el formidable desprecio que contenía.
El incensario no había cesado de describir humeantes ángulos en el aire, pero ahora el silencio permitía escuchar el leve silbido que emitía al oscilar. El prisionero avanzó hacia el canciller, extendiéndole a la vez el miembro extraño, tratando de que la cercanía de la evidencia le impidiera negarla por más tiempo.
Los guardias se abalanzaron sobre él con inmediatez.
– ¡Señor! ¡Señor! ¿No lo veis? – alcanzó a decir, ya retenido.
– Solo veo a un esclavo mentiroso… – replicó Plutamarco. Entrecerró levemente los ojos y torció el gesto en una mueca de asco – Y en cuanto a esa deformidad… ¡Entiendo que la ocultaras hasta hoy y pretendieras ser manco! Pero has sido un insensato al suponer que seríamos tan necios de creer tus patrañas y rendirnos a tu culto blasfemo.
Una vez más, su dedo recorrió intimidatorio a todos los presentes.
– ¡Pero es cierto! – gruñó Asurbaipal – ¡El hacedor de milagros está entre nosotros y hemos de acudir a su llamada!
El rostro de Plutamarco se tornó gélido. Ya había tenido suficiente.
– ¡Que le corten ese maldito brazo! – ordenó el canciller – Y la cabeza.
Durante los días siguientes, suspendidos sobre las mismas puertas de Hécuba, pendieron la cabeza y el extraño brazo del esclavo Asurbaipal. A la vista de todo el que los contemplaba horrorizado.
Pero las habladurías acerca del hacedor de milagros no cesaron.
3
El resplandor de una tea descendía desde las terrazas de palacio tiempo después de que la negrura de la noche hubiera caído sobre la ciudad. Desde los pórticos de las humildes residencias de los habitantes de Hécuba, el pequeño punto de luz aparentaba ser una estrella extraviada; que tras desprenderse del firmamento ahora se deslizaba por los peldaños de una escalera hasta acabar engullida por una puerta, tras la que una joven atravesó el laberíntico entramado de corredores del palacio con actitud retraída. Era esbelta, de ojos almendrados y cabello cobrizo, peinado en llamativos bucles, y la antorcha proyectaba su estilizada efigie contra las paredes.
– No has debido hacerlo… – alguien le hablaba desde las sombras.
La joven se giró. A su espalda, un hombre de mediana edad y ligeramente entrado en carnes le regalaba una sonrisa cómplice.
– Silión… – pronunció la muchacha, y correspondió con una media sonrisa – ¿Cuándo has llegado?
– Hoy mismo. Acabo de despachar con el canciller. Mientras que otros han supuesto que la dócil nieta del rey dormiría plácidamente en sus aposentos, yo he venido a buscarte a estos lúgubres pasillos…
La muchacha trató de sonreír de nuevo, pero fue incapaz.
– Silión… Cuánto te he echado en falta… – dijo por fin.
– Mi pequeña Dalcíone… – Silión le hablaba con ternura, sintiéndola como un padre a una hija, aunque no compartieran lazos de sangre – Empecinada en deambular solitaria durante la noche y mil veces apercibida por ello… De verdad, Dalcíone, no has debido hacerlo. Sabes que es peligroso.
– Necesitaba hablar con ellos, Silión. He intentado hacerlo desde mi lecho, te lo aseguro, pero solo los oigo cuando los llamo desde el exterior, en la quietud de la noche y reclamándolos sin muros que aprisionen mi oración… – su voz se quebró. Los almendrados ojos brillaron ebrios de lágrimas.
Silión le arrebató la antorcha de las manos y la joven cobijó el rostro sobre su tórax. Sus cabellos desprendían una fragancia ajazminada.
– Lo sé, lo sé… – la tranquilizó, sosteniendo en alto el fuego de la tea mientras le acariciaba la melena cobriza con la otra mano. Por unos instantes, ambos guardaron silencio. La muchacha suspiraba y apretaba el rostro contra el pecho del hombre, ahora húmedo por las lágrimas. Este, finalmente, endureció la mirada y continuó hablando – Dalcíone… hay algo de lo que quiero hablarte.
Ella se irguió, tratando de mantener la compostura. Pero no era más que una niña-mujer, que lo miraba con ojos desconsolados y mentón tembloroso, tal que si hubiera tropezado en su infancia y alguien le hubiera reprendido. «No llores. Sé fuerte».
– Se trata de tu abuelo… – dijo Silión.
Dalcíone sintió una punzada de dolor, se le rompía el alma cada vez que pensaba en su abuelo.
– ¡Oh, Silión! ¿Has tenido ocasión de verlo? Su situación empeora cada día… Y ese advenedizo de Plutamarco se empeña en acomodarlo en el trono, débil y pusilánime, ¡con tal de seguir gobernando en su nombre! – exclamó la muchacha.
– De eso quiero hablarte, Dalcíone – Silión bajó el tono de voz y prosiguió hablando –. Tengo al canciller real en tan poca, o incluso menor, estima que tú. Y aborrezco el trato vejatorio que recibe tu abuelo, el rey Aquelonio. Pero, para bien o para mal, desde hace años el gobierno de Hécuba ha caído en manos de Plutamarco… Quien no está dispuesto a ceder su puesto bajo ninguna condición.
Dalcíone intentó replicar, o al menos protestar, pero Silión la contuvo apoyando la mano libre sobre su hombro.
– Escúchame – le instó Silión –, lo único que podemos hacer es evitar que el rey continúe languideciendo sobre el trono. Como emisario de la corte, puedo asegurarte que otros reyes ya no demuestran la misma deferencia para con el trono de Hécuba que antaño, sabedores de que Aquelonio es un decrépito anciano carente del habla. Hasta en nuestro propio pueblo ha germinado un culto nuevo, que parece haber encontrado en otro a su dios encarnado, y que se expande con rapidez. No creas que era desconocedor de esto cuando atravesé las puertas de Hécuba al caer la tarde. La nueva ha trascendido nuestras murallas. Y en cuanto a Plutamarco… Gobierna, sí, pero no es el rey. Aunque eso – hizo una calculada pausa, sopesando la repercusión de sus palabras –, podría cambiar.
Dalcíone transmutó el gesto en horror, aunque se apercibió en su rostro un barniz de agresividad, como un animal herido.
– ¡Silión…! – rugió la joven – ¡…no puedes apoyar lo que dices! ¡Plutamarco coronado rey de Hécuba! ¡Jamás lo permitiré! ¡Ni siquiera el pueblo lo permitiría…!
Y entonces lo comprendió. Sus padres estaban muertos, por más que ella los sintiera cerca desde las solitarias terrazas del palacio. Entendió que era el último receptáculo de la sangre divina de Aquelonio, y que debía ser ella quien legitimara el ascenso al trono de Plutamarco. El pueblo no se opondría al canciller si la tomaba como esposa.
Silión leyó en sus ojos un lamento profundo, una soledad desgarradora; ella se sintió traicionada y definitivamente sola.
Sin decir una palabra más, corrió a ocultarse de su destino.
4
Había transcurrido escaso tiempo tras su coronación pero el nuevo monarca de Hécuba no concedía tregua a sus designios, ahora al amparo del trono. En verdad muy pocos habían osado elevar una protesta y denunciarlo como usurpador; algún sacerdote ignorante que con su muerte le había servido mejor que ninguno de sus súbditos, dando público testimonio de su poder.
No obstante, el grupúsculo de seguidores fanáticos del nuevo culto que había germinado en su pueblo continuaba creciendo. Por doquier comenzaron a aparecer extraños símbolos; sobre puertas, muros y la misma tierra. Se hablaba de que aquellos pescadores que habían cubierto sus botes con estas divisas, inexplicablemente, regresaban cada tarde con sus redes rebosantes de peces.
Debía exterminarlo de raíz. Y por ello había ordenado que se apresara sin demora al supuesto hacedor de milagros.
– ¡De modo que tú eres el causante de esta insurrección! – dijo Plutamarco con aire condescendiente.
Le hablaba a un muchacho, un niño, vestido con harapos. Nadie se había atrevido a tocarlo siquiera. No tenía un solo cabello en todo el cuerpo, su boca era desproporcionadamente grande, la piel húmeda y macilenta, y sus ojos eran dos piedras oscuras y brillantes. De su pecho colgaba una suerte de figurilla, tal vez de ámbar que parecía haber atrapado en su interior algo que, en ocasiones, daba la impresión de moverse.
– Soy un mensajero, gran rey… – respondió el muchacho. Su voz era gutural, profunda e impropia de un niño. Al pronunciar las últimas palabras, Plutamarco contempló ante sí una visión que lo dejó estupefacto. Se vio a sí mismo como rey del mundo, conquistando naciones, pueblos desconocidos en tierras aún más ignotas. Y a su lado aquel muchacho. Y sobre ellos la fuente omnipotente de la que emanaba el poder de un dios – ¡Este es tu sino, rey de Hécuba! ¡Conquistarás el mundo!
– ¡Sí! – vociferó Plutamarco, vanagloriado de sí ante la visión – ¿Qué es lo que pides? ¿Qué quieres a cambio? – Ahora sentía aquella sensación de plenitud, fría y placentera, de la que le habló el esclavo.
– Edificarás cuatro obeslicos en honor al dios verdadero… Y los consagrarás con la sangre de una virgen… Dalcíone, nieta de Aquelonio – le respondió.
5
Deslizó suavemente la mano acariciando la piel que cubría el trono, arrebatada a una bestia ignota más allá del Helesponto3El antiguo Helesponto en lengua griega corresponde al actual Dardanelos, un estrecho ubicado entre Europa y Asia.. Aún percibía su aliento, tan cálido que sofocaba, y la decidida arrogancia con que conminaba a los más diestros a morir asaetados en el descomunal cuerno que nacía de su frente. Las fragancias que se consumían en pequeñas hornacinas envolvían la atmósfera del mismo exotismo lejano, dispuestas en las manos de las efigies que escoltaban las columnas diseminadas a lo largo de la amplia sala.
– Rey Atreón, os lo suplico… – el emisario se postró nuevamente al pie de la escalinata, y el consejero Eulisio, consternado por la angustia que demostraba, se afanó en reincorporarlo haciendo cumplir la Ley de Credos. La lealtad se demuestra en el campo de batalla.
Orcómeno escrutaba la escena, apenas a unos pasos a su izquierda. Ya era el primero entre los generales, y el sabio entre los consejeros, cuando guardaba la corona de su padre antes que la suya.
– Os lo suplico, gran rey… – continuó con un hilo de voz – Si os demoráis, si vaciláis…
Eulisio, que aún sujetaba al emisario por los antebrazos, le atenazó con tal fuerza que sus dedos se hundieron en la carne del desdichado mensajero, que se retorció en una muda mueca de dolor. El rey de Credos no vacila.
Pero sí vacilaba. Con el arco en las manos, y aquella bestia colosal embistiendo cuanto le salía al paso, mirándole de frente, cada uno de sus ojos, entre ellos el cuerno asesino jalonado de sangre.
Había llegado la hora de zanjar la cuestión. A las afueras de palacio, el aire transportaba el rumor de las aguas del Egospótamos, las agudas risas de los muchachos que jugaban en el pórtico, las diatribas de los sacerdotes, las arengas de los capitanes inspeccionando las guarniciones que protegían los cuatro accesos a la ciudad, el bufido de los bueyes arrastrando el carromato de un comerciante que se internaba en la calle del mercado, e incluso el tintineo de las pequeñas cuentas que el oráculo del Gran Templo portaba prendidas a sus tobillos cuando entrechocaban al ritmo frenético del éxtasis sagrado.
Se alzó, sin apartar la vista del emisario. Sabía el efecto que causaría. Había sido espectador de aquella escena en otro tiempo, cuando Feanoro, el Titán de Credos, se enaltecía majestuoso erguido frente al trono. Nadie hubiera osado entonces contradecir las palabras del rey, por más que este hubiera reclamado sus propias vidas. Sin embargo, el poder que confería el trono a los monarcas de Credos se sustentaba en algo más mundano que en la naturaleza divina del regente. Los peldaños que conducían al sitial se angostaban paulatinamente, hasta que en lo alto apenas si el pie de un niño podría concluir el ascenso. El propio rey accedía desde la parte posterior, que conectaba directamente con sus aposentos a través de un estrecho pasillo. Los consejeros, por su parte, accedían a la diestra por uno de los laterales. La visión desde el extremo inferior de la escalinata, era, no obstante, la de un coloso que aparentaba doblar la talla ordinaria.
El emisario palideció. Probablemente temiendo que la desesperación de su ruego le hubiera enfurecido, y que finalmente no hallara auxilio en su corte sino fin a sus días.
– Silión de Hécuba – su voz sonaba grave, devuelta con mayor intensidad por la sólida piedra de los muros, otro recurso teatral al servicio de la propaganda de Estado –, los enemigos de tu pueblo son el enemigo de Credos…
Por un instante, Silión consideró cumplido su propósito. Sus menudos ojos estaban hundidos en el fondo de dos cráteres purpúreos, prueba inequívoca de que apenas había concedido tregua a su misión.
– …pero pides un imposible – concluyó.
Sus palabras lo petrificaron. Durante su presuroso viaje hasta la corte de Credos había sopesado la idea de obtener una negativa. En realidad, esta posibilidad lo había atormentado como un látigo que restallaba incesante en su cabeza, golpeándole los sentidos. Pero al mismo tiempo lo espoleaba a no fracasar, consciente de que las huestes de Atreón eran su única esperanza de salvación. La última esperanza de su pueblo. Pronto de muchos pueblos. También de Credos. La única esperanza de su estimada Dalcíone.
6
Por encima de sus cabezas se desplegaban las hordas de cuervos, un inabarcable manto de negras plumas que ofuscaba la palidez del alba. Los cadáveres esparcidos, soterrados y que en ocasiones emergían apilados en siniestros minaretes, alimentaban el ansia de la carroña. Suponer siquiera que aquellos despojos contuvieron otrora nítidos rasgos de humanidad era, en aquel aciago amanecer, algo apenas imaginable. Por momentos, el sudor que empapaba su cara – el horror que había contemplado permanecía tan vívido que no cesaba de exudar el miedo por cada poro de su piel – se aunaba con las peregrinas lágrimas, la propia y la ajena sangre que le cubrían, y así el panorama que vislumbraba se aparecía cada vez más nebuloso, como una ensoñación fantasmal.
Desde el flanco oriental avanzaba con fatigados pasos el postrer vestigio del ejército, apenas un centenar de hombres que, si bien algunos aún podrían sostener en sus manos una espada, sus ojos evidenciaban que el temor enroscado como una sierpe en sus corazones no les permitiría blandirla contra el enemigo. Apenas él podría, aferrado al escudo y desdeñando la empuñadura de la suya. Pues todo cuanto se erguía con dificultad sobre el lodazal de tierra, llanto y muerte era, a su pesar, el vago recuerdo del gran ejército del rey Atreón, el rey sin miedo, que en adelante no hubiera hecho honor a este título frente a su pueblo; de no ser porque su pueblo ya no existía.
– Mi señor… – una voz entrecortada, pero familiar, le reclamó.
Era Orcómeno. Apenas afrontó su rostro, surcado de batallas, cincelado por miles de marchas bajo miles de soles, y por más que trató de ahondar en busca de una señal de esperanza, no halló en su interior más que un cráneo vacío en el que había anidado, como un cancro, la derrota.
– Orcómeno – dijo mirando en derredor –, ¿qué mal es este?
Y mientras aguardaba su respuesta, o porque no esperaba respuesta alguna a sabiendas de que ninguno conocía su origen, observó ensimismado el estandarte de su casa hecho jirones, ondeando suavemente, mecido por el aire frío de la mañana.
– Mi señor… – interpeló de nuevo Orcómeno – Ha sido una masacre… Los guerreros, tus guerreros, muchos han muertos sin ni siquiera desenvainar sus espadas… Eran valientes, eran…
Cada palabra se atoraba levemente en su garganta, y era expelida bruscamente por el empellón de la siguiente en su pugna por brotar de la boca.
– Lo sé… – lo atajó – Nos sorprendieron. Nadie sabe de dónde llegaron – tragó saliva – ni a dónde fueron.
Orcómeno alzó la mirada, hasta entonces perdida en la infinita cercanía de los cuerpos que les observaban inmóviles desde el suelo, y con la misma naturalidad con que, en la sala del trono, siendo Atreón muy joven y bajo el reinado de Feanoro, su padre, le hacía ver lo que sin duda resultaba obvio a sus mayores, musitó:
– Eran demonios, mi buen rey… Regresaron al infierno.
7
El horror que se había apoderado del reino de Hécuba no respondía a la razón humana, era algo más lejano, llegado del más remoto de los confines del mal. Había degenerado a los hombres, subyugados por un culto tenebroso a fuerzas siniestras. Por doquier se alzaban insólitos altares que glorificaban a un ser monstruoso, cuajado de tentáculos, levantados con los cráneos de los no creyentes y que finalmente habían tomado parte activa en los rituales, como alimento místico que nutría la transformación de los hombres en bestias. Los devoradores de cadáveres repudiaban la luz del sol, y solo al caer la noche abandonaban las fétidas guaridas que fueron hogares para arrastrarse en masa ante la complacida mirada de un niño. Un niño que obraba milagros en nombre del verdadero dios, que les había prometido su pronta llegada y les había enseñado a convocarlo.
– ¡Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn!
Cuatro colosales obeliscos arañaban los cielos, grabados con los insólitos símbolos que atestaban por doquier. La monumental construcción erigida para glorificar al nuevo dios había sido emplazada tras las murallas. En el centro se había dispuesto un altar, sobre el que yacía la joven Dalcíone. La luna se elevaba perpendicular en el firmamento, llena y pálida. El niño hacedor de milagros entonaba una letanía grotesca frente al altar, rodeado de miles de seres deformes que nacieron hombres, mujeres y habían ofrecido su humanidad a cambio de una vida nueva, a favor de la alianza con su terrible dios. Un anciano, con la nariz partida y el labio atenazado por una cicatriz, acabó de devorar los restos putrefactos de un torso y comenzó a aullar. Todos le imitaron. La noche se quebró entre los aullidos.
Plutamarco contemplaba a la muchacha, sosteniendo una daga sobre su pecho. Levantó el brazo con firmeza y se dispuso a atravesarle el corazón.
– ¡Cthulhu fhtagn! – gritó el niño hacedor de milagros. Las estrellas fueron engullidas por un gran orbe negro, que se expandía con avidez y del que surgieron decenas de tentáculos monstruosos.
Mientras la daga asesina descendía en pos de segar la vida de Dalcíone, el rey Atreón, el rey sin miedo, tensó su arco entre la multitud.
Orcómeno y los pocos que habían jurado vengar la caída de Credos despejaban el camino de su flecha por la fuerza de la espada. Muchos caían descuartizados, desmembrados a manos de aquellas bestias inmundas.
Atreón liberó su flecha. Volvía a encontrarse de frente con la bestia de un solo cuerno, avanzando con furia. Pero trató de no vacilar. El rey de Credos no vacila.
Referencias
1. | ↑ | La Propóntide (Προποντίς, -ίδος, de pro, «antes/anterior» y Pontos, «mar») era el nombre que los antiguos griegos otorgaron al mar de Mármara. |
2. | ↑ | Paflagonia era una antigua área del centro-norte de Anatolia, en la costa del Mar Negro, situada entre Bitinia y el Ponto, y separada de Galacia por una prolongación hacia el este del Olimpo Bitiniano. |
3. | ↑ | El antiguo Helesponto en lengua griega corresponde al actual Dardanelos, un estrecho ubicado entre Europa y Asia. |
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Publicado previamente en Bar Matrioshka y otras historias, ISBN: 978-84-616-3634-1, 2013.
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