Hoy en día el descubrimiento de la civilización mínima es un hecho celebrado y que ha generado cientos de pormenorizados y sesudos estudios, mas aconteció con esa falta de suntuosidad con que parecen devenir los eventos más señalados: se diría que su importancia resulta inversamente proporcional a la vulgaridad de su discernimiento. Ocurrió que el robot aspirador del matrimonio Gómez-Palomeque, adquirido en lo que parecía una magnífica oferta promocional de unos grandes almacenes, contenía en sus electrónicas entrañas una tara de fábrica que le predisponía a chocar con el mobiliario al completo de su apartamento. En una de aquellas embestidas contra sillas y mesitas de té, la máquina rebotó con fuerza y arremetió contra una rejilla del vetusto sistema de ventilación del edificio —en desuso desde finales de los años cincuenta—. Los tornillos de la rejilla se vencieron por mor del golpe y esta se desprendió de la pared, dejando al descubierto una pequeña gruta que se adentraba en los oscuros confines de la edificación. A escasos centímetros de la abertura, sin embargo, era visible una diminuta garita de vigilancia, donde un soldado, igualmente minúsculo, velaba con el arma reglamentaria colgada del hombro. El hombrecillo, un cadete del que más tarde se sabría que andaba cumpliendo con el servicio militar obligatorio, se alarmó ante el estrépito provocado por la rejilla y notificó de inmediato la catástrofe a sus superiores, quienes se personaron en un vehículo militar del tamaño de una cajetilla de cigarrillos para esclarecer lo acontecido. Mientras estos calculaban la magnitud de la hecatombe, la señora Soledad Palomeque regresó de la frutería, donde había adquirido unos aguacates de primera calidad, tal y como se refirió en el primero de los ensayos que profundizaron en el hallazgo, a cargo del eminente catedrático Pontificio Barreiro, de la Universidad de Mota del Cuervo. La señora Palomeque descubrió al robot aspirador patas arriba, como un escarabajo grotesco y torpón, y la rejilla a poca distancia de la mesita de té. Se asomó por la abertura del respiradero y tomó contacto, por vez primera en la historia moderna, con la civilización mínima. Muchos se aventurarían a elucubrar que Soledad se inquietó al observar al grupo de hombres del tamaño de un dedo meñique del pie, pero cabe destacar que era el suyo un temperamento sosegado, y a este respecto hacemos referencia al excelente artículo que la revista Labores del Hogar y Arqueología le dedicó en portada, alabando su serenidad y sus dotes para el ganchillo. Por supuesto, se sorprendió, qué duda cabe, pero enseguida entabló conversación con los mínimos e intercambiaron los primeros mensajes que han pasado a la posteridad.
—¿Qué hacen ustedes ahí? —preguntó ella.
—Vivimos aquí —respondió el principal, un sargento con bigotito.
—¿Por qué son ustedes tan pequeños? —quiso saber ella.
Los mínimos se miraron entre sí, se encogieron de hombros y el sargento respondió:
—No lo sabemos. ¿Por qué es usted tan grande?
La señora Palomeque no supo qué decir, además su marido llegaría en cualquier momento y pensó que aquello debía tratarse en común. Se excusó con los mínimos y fue a despachar los aguacates a la cocina, prometiendo que retomarían la charla una vez que su marido regresara de la oficina. Juan Jesús Gómez, el susodicho, cruzó el umbral del apartamento apenas unos minutos después, quejándose del calor y temiendo que el motor del utilitario familiar necesitase una revisión —tal y como en efecto ocurrió, algo que consigna la investigadora mexicana Luisa Guerrero-Fergusson en su best-seller divulgativo, en el que, tan precisa como acostumbra en sus publicaciones, detalla la factura del taller mecánico y entrevé que se produjo cierto recargo injustificado y sospechoso—. En todo caso, el señor Gómez fue informado por su esposa de la existencia de los mínimos y reanudaron el contacto. Para entonces, el alcalde de una villa cercana al respiradero fue requerido como autoridad civil entre los hombrecillos, entre otras cosas porque antes de ejercer la carrera política había sido un afamado cantante de polcas, género musical muy apreciado en su civilización —no abundaremos en ello, pues todo se ha explicado en el magnífico volumen Los mínimos y la polca. La revolución musical que aconteció en un sumidero, de Arístides Inclán—. De las conversaciones entre los Gómez-Palomeque y los mínimos se derivaron los aprendizajes iniciales acerca de su cultura y modos de vida, que pueden resumirse en algunas y notables singularidades. Los mínimos son un pueblo llamativamente belicoso, siempre a la riña por el dominio de una alcantarilla con mejor luz o menos ratas —las ratas son un problema para los mínimos, como puede uno conjeturar sin mucho esfuerzo—; poseen un elaborado sistema de gobierno, que podría calificarse de democrático aunque llevado a sus últimas consecuencias: cada cuatro años hay elecciones, en las que se decide si el actual mandatario renueva su cargo o es cesado, y en este último supuesto se le arroja a las ratas —lo que no tiene por qué acabar en tragedia, siendo célebre la longeva presidencia de Leopoldo Garrido el Raticida, quien a pesar de su manifiesta corrupción conservó su cargo gracias a su destreza en la aniquilación de roedores—; son los mínimos, además, fervientemente religiosos y monoteístas, celebrando no pocas festividades de carácter devoto a lo largo del año, reconociendo el porqué de su existencia en su dios zoomorfo Mi Jaca, que galopa y corta el viento, cuya revelación, como aseguran sus propios textos cabalísticos, llegó por la gracia divina y el hueco entre dos tabiques de voz de la evangelista Santa Estrellita Castro. Por lo demás, comparten con nosotros un sinfín de aspectos, desde el desdén por el medio ambiente —algo especialmente grave cuando se vive en la cercanía de un colector de aguas residuales—, o la recurrente aparición de burbujas especulativas —destacando la alocada cría de pececillos de plata como la más grave de las recientes, que llevó a la fumigación masiva en muchos de nuestros domicilios y con ello al colapso de su modelo de negocio y la ruina de cientos de imprudentes inversores mínimos—.
Hoy en día, gracias a lo que se antojaba una anodina y corriente mañana en la vida del matrimonio Gómez-Palomeque, sabemos que tras la toma del enchufe eléctrico o en la parte trasera del fregadero, una civilización mínima se desarrolla según sus propias creencias y mandatos. Ya hay todo un movimiento que ensalza a esta cultura minúscula y que aboga por adoptar sus costumbres: no son pocas las voces que sugieren un cambio en nuestro sistema de gobierno, arrojando a nuestros dirigentes a las ratas. También la polca, con su alegre soniquete, ha acrecentado su popularidad.
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