Los inviernos en la capital aunaban la crudeza del frío y del trato inhóspito, esas peculiaridades de las grandes urbes que forjan caracteres huraños y nada propensos a inmiscuirse en asuntos ajenos. Mas, en el Londres de finales del siglo XIX, la personalidad inquieta y curiosa del detective privado Meshers Hockllor contravenía este principio. No puede obviarse que, para los gerifaltes de Scotland Yard, Hockllor representaba poco menos que un molesto entrometido, en su opinión siempre a la zaga de un caso que acabara por dar lustre a su nombre y le permitiera auparse por encima de su gran rival: el archiconocido Sherlock Holmes. Tampoco debe omitirse que Meshers Hockllor estaba dotado de una mente sagaz, de un pensamiento crítico y afilado como una navaja de barbero y que nunca cejaba en el empeño de esclarecer un caso.
El invierno de 1897 resultó especialmente desapacible y trágico, llevando hasta el umbral de los londinenses un manto de nieve sucia por el hollín de las chimeneas y una sucesión de crímenes a cada cual más aberrante. El cadáver del Comodoro Fergusson, retirado de la Marina Real, fue descubierto en las inmediaciones de Fleet Street por una sirvienta que regresaba del mercado; Sir Archivald Curry, perteneciente a la Cámara de los Lores, apareció muerto en un coqueto banco de St. James’s Park; Jonathan Wembley, un repostero de Cannon Street, cuyo buen hacer con el chocolate le había granjeado cierta popularidad, amaneció sin vida en su trastienda. Todos los decesos referidos, además de lacerar el corazón de sus allegados, ocuparon los titulares de la prensa durante semanas porque compartían un insólito rasgo en común: los tres hombres estaban exangües, desangrados en apariencia a través de un par de pequeños orificios en su cuello. Huelga decir que una novelita oscura y delirante ya gozaba por entonces de un puñado de acérrimos lectores; publicada durante la primavera y firmada por Bram Stoker, Drácula presentaba con macabros detalles la figura de un vampiro que recorría las calles de la ciudad con aviesas intenciones. No hizo falta más para que el imaginario colectivo se desatara, enardecido por la prensa sensacionalista, y, a la par que las Fuerzas de Orden Público, los dos principales talentos detectivescos de su época hicieron acopio de toda su pericia para desentrañar el misterio del Vampiro de Invierno, tal y como fue apodado por un plumilla con afición por las historias de terror.
Meshers Hockllor se personó en la sede de la Policía Metropolitana de Londres pasado el mediodía, justo a tiempo para cruzarse con el doctor John H. Watson, compañero y cronista de Holmes, abandonando las dependencias con paso raudo. Se limitaron a un saludo escueto, impuesto por la cortesía, si bien adivinó por la adustez mal disimulada de Watson que no le era simpático. Tal vez la fidelidad a su estimado Holmes le impedía reconocer el mérito de un semejante o, sencillamente, el aspecto desaliñado y la barba descuidada de Hockllor le restaban dignidad. Fuera como fuese, Watson se alejó calle arriba y aquel le dedicó una mirada breve y una sonrisita bajo la pelambrera revuelta que le cubría el rostro.
De Townshend, un agente con una querencia especial por el dinero deslizado en su bolsillo, obtuvo el detective la información necesaria para iniciar sus pesquisas, amén de la recomendación de ahorrar esfuerzos dado que el mítico Sherlock Holmes andaba ya tras las huellas del vampiro. Hockllor desoyó el consejo del policía y se encaminó hacia un establecimiento de reputación dudosa en Limehouse, en el East End de Londres, regentado por Cao Xun, un asiático de ojos turbios y asuntos aún más turbios que había aireado, sin el menor pudor, su conocimiento de la identidad del autor de los asesinatos. El dragón de jade era un antro sórdido, abarrotado de marineros chinos que frecuentaban los fumaderos de opio y los lupanares diseminados a lo largo del puerto como bolardos marinos. Hockllor rio con sonoridad al advertir a Watson en el local, con la consternación de un pez fuera del agua travesada en el gesto. Hizo algunas preguntas a Xun, que se mostró reacio hasta que le habló en el idioma de los nudillos, y con su testimonio acerca de una sociedad secreta nacida en los parajes inhóspitos de su China natal y ahora medrando bajo el empedrado de las calles inglesas, y tras no pocas peripecias que serían objeto de una narrativa más extensa, Meshers Hockllor logró dar fin a las sádicas fechorías del Vampiro de Invierno.
Por supuesto, que un sujeto barbudo y sin modales detuviera al causante de las muertes no resultó de interés para la prensa; hubieran agradecido que el mérito correspondiera a Sherlock Holmes, más apto en sus maneras de caballero. Hockllor, en realidad, prefería el anonimato. Disfrutaba de sus aventuras ignoradas y de los lances contra sociedades secretas de los que nadie, nunca, daría cuenta. En eso pensaba mientras trepaba por la tubería y se colaba por la ventana del 221B de Baker Street y se despojaba de la barba postiza y del traje arrugado y polvoriento. Watson llegó poco después y lo encontró acomodado en una mecedora, ataviado con un batín y libando del humo tóxico de una pipa.
—Buenos días, Holmes —saludó y, con cierto fastidio, añadió —. Parece que ese tal Hockllor se nos ha vuelto a adelantar.
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