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El adiestrador de elefantes

Se incorporó con el peso de los siglos atravesándole las vértebras del espinazo y, ...
Alexis López Vidal access_time 12 min lectura

I. Lágrimas en la pista central

Se incorporó con el peso de los siglos atravesándole las vértebras del espinazo y, sin poder contenerse, lloró como el niño arrugado y decrépito que era.

La pista central del circo era un plano despoblado, una entelequia rayana en un limbo austral, y con la premura del cocinero que olfatea el humo a través de la rendija del horno eléctrico, un payaso corrió a pesar de los zapatones y lo apartó de las burlas de las decenas de niños que lo señalaban y sentían desencajada la mandíbula de puro deleite malsano.

No se resistió. Tampoco se dejó llevar. Simplemente observó la calva de plástico escoltada por dos mechones anaranjados y la nariz de goma que lo empujaban a empellones tratando de esquivar la maldad innata en los cuerpos impúberes.

– Gracias – dijo al final, con el alma aún temblando.

– De nada – respondió el payaso, toda vez que se encontraron a salvo parapetados tras el telón rojizo. Sus ojos eran dos pequeñas aceitunas negras bajo un arcoíris de maquillaje.

– Creí que esta vez… Hizo un amago, ¡de eso sí estoy seguro! ¿No te pareció?

– Creo que deberías descansar, solo estoy seguro de eso.

– Tú tampoco me crees… Si ella estuviera aquí, sí lo creería.

El payaso apoyó una mano enguantada sobre su hombro y lo palmeó ligeramente.

– Hace muchos años que se fue, amigo. Y a estas alturas, ya es difícil que vuelva.

– Sería un milagro, ¿verdad? – preguntó el viejo. El payaso asintió haciendo descender lentamente su nariz, como un piloto encendido que indicaba la inmutabilidad de los hechos – Por eso lo sigo intentando con el elefante. Porque también es un milagro. Y ya ocurrió una vez, ¿por qué no habría de ocurrir de nuevo?

– Giuseppe – dijo el payaso, adoptando un tono solemne que chirriaba contemplando en su conjunto la casaca a topos y la desproporcionada pajarita –, tu elefante jamás montará en bicicleta. Eso es imposible.

II. Güisqui rumano

El enano acondroplásico le sonrió con un contradictorio aire de superioridad desde un remoto confín de su memoria. «¡Enano maldito!», masculló el viejo mientras se colocaba los enormes lentes. Todavía a su edad, pese a los ojos escarchados, conservaba aquella mala costumbre, y no transigía con la recomendación popular de usar sus anteojos durante el espectáculo. Su mirada a través de los gruesos cristales le devolvió una imagen desoladora, y quizás, en todo o en parte, aquello era la causa de que rehusara la ayuda de artificios en su mirada. Contempló el interior de la desvencijada y solitaria caravana de feriante con una punzada de dolor. Encendió el televisor portátil en blanco y negro, lo sacudió un par de veces pretendiendo ajustar la imagen a golpe marcial y clavó sus ojos en aquellos tipejos a los que tanto odiaba. Sabía perfectamente que los encontraría al otro lado. Como cada día, tras la función.

– ¡Malditos payasos de la tele! – gruñó con el puño en alto, observando a Fofó haciendo sus gracias – ¡Y maldito enano! Todo es por su culpa. Pero algún día… Algún día…

Alguien llamó a la puerta con unos golpes suaves y Giuseppe Buono retuvo su atención por un instante, antes de abrir, en un póster amarillento de una época pretérita que lo retrataba al lado de una musa oronda, rodeados de elefantes, bajo un lema que le resultaba hiriente. «Giuseppe y Monalisa».

– Hola amigo – saludó el payaso, ahora desprovisto del maquillaje tras el que se ocultaba un hombre de mediana edad y verdaderamente calvo –, traigo güisqui que me ha vendido el trapecista rumano. Dice que es de su país y muy bueno. ¿Tienes un par de vasos?

El viejo asintió con escasa convicción y señaló un montón de revistas sobre una mesa. El payaso intuyó que en algún rincón bajo la montaña de prensa rosa, quizá tras apartar una portada de Camilo Sesto enfundado en un vaquero de pitillo de color limón, se escondería algún vaso roñoso que remojaría con las primeras gotas de alcohol.

– ¿Qué tal te encuentras? – preguntó el payaso al fin, cuando habían dado cuenta ya de la mitad de la botella – Hasta el número de la bicicleta el espectáculo iba muy bien. Ya lo sabes. Tal vez deberías…

El viejo levantó la mirada hasta ese momento perdida en la realidad paralela, grisácea y catódica, del programa de televisión, en el que los payasos se despedían de los niños hasta el día siguiente, y sus ojos desafiantes fulguraron como dos cañones desde detrás de los gruesos lentes.

– ¡No dejaré de hacerlo! Si te refieres a eso, ¡no! Mi elefante montará en bicicleta. Como la última vez. Y tú, y los payasos de la tele, y por encima de todos, aquel maldito enano, lo veréis.

– Giuseppe… Giuseppe… – la voz del payaso reconvertido en un señor anodino, tal vez un vendedor de seguros o el empleado de una funeraria, hablaba con una ternura paternal – Ni siquiera en el supuesto de que tu elefante montara en bicicleta… – hizo una pausa, consciente del daño que provocarían sus palabras – Ni siquiera eso hará que Monalisa regrese. Se marchó. Y no hay vuelta atrás después de veinte años.

III. Azules como…

Apenas habían transcurrido cinco minutos después de que el payaso lo dejase a solas, ensimismado, acariciando con los labios cuarteados el vaso que demoraba el último resquicio del güisqui funambulista. Se preguntó si aquel brebaje era suficiente acicate para balancearse a decenas de metros del suelo. Dedujo que no, pues ni siquiera se sentía con fuerzas para abandonar el pestilente refugio de su caravana nunca más.

De nuevo un par de golpes tímidos sonaron tras la puerta. El viejo los escuchó sin inmutarse, sintiéndolos lejanos. Alguien, quienquiera que fuese, el payaso, otro payaso, un acróbata o un tragafuegos, que no cejaría en su empeño de recordarle que el mundo seguía tras aquella puerta y que jamás, aunque lograra el prodigio de que su elefante montara en bicicleta, volvería a ver el rostro generoso de su amada Monalisa.

– Enano maldito… – farfulló entre dientes. Se levantó con dificultad, abotagado de alcohol y resentimiento, y abrió la puerta.

– ¿Giuseppe Buono?

El viejo se ajustó los lentes, y aún tardó unos instantes en concentrar su atención más allá de la neblina de vapor etílico que se abría bajo sus pestañas. Al pie de la escalerilla de acceso a su cuchitril se erguía una joven de tez pálida, cabello corto a lo garzón y ojos azules como…

– ¡Un pitufo! – gritó un crío arrastrado por su padre, con dos cirios de moco pendientes de las narices – ¡Quiero un pitufo! – sorbete de mocos – ¡Papá! – profundo suspiro – ¡Por favor!

El viejo contempló la escena mientras unos centímetros más abajo, en la periferia de su visión, la joven aguardaba con los dedos entrecruzados y gesto nervioso. Sus ojos eran azules como un pitufo, barruntó el viejo dándole la razón por la espalda a aquel niñato mientras veía cómo su padre lo alejaba inmisericorde de la barraca de regalos, pero también eran azules como otros ojos. Azules como los ojos de…

– Monalisa – dijo, casi en un susurro.

– Me llamo Constanza – respondió la joven – Conni… – añadió con una media sonrisa y agregó, tras titubear un poco y concentrando sus pupilas de mar abierto y profundo en el viejo que la observaba hediendo, le pareció, a alcohol barato – Monalisa era mi madre.

IV. Veinte años atrás

– …he venido sola – aclaró la joven antes de que el viejo pudiera hacer la pregunta. Sabía que la haría. Se lo decía su cuello grabado con los surcos de la canción triste y reiterativa que es la vida, estirado como el de una tortuga, oteando las cercanías de la gran carpa del circo iluminada por una guirnalda de bombillas en busca de la mujer traidora que lo abandonó, sumido en un dolor sin paliativos, veinte años atrás.

– Pasa adentro – dijo el viejo –. Yo soy Giuseppe Buono – y a sabiendas de que tras él se desplegaba un poster amarillento, otrora orgullo del circo y hoy salpicado de diminutas cagadas de mosca, expelió un callado gemido y añadió con gesto lacónico –, adiestrador de elefantes.

La joven se acomodó con cierto reparo en una silla de bar, cubierta por un cojín deshilachado y aún caliente por el trasero del payaso reconvertido en funcionario. Giuseppe miró la botella de güisqui rumano y se sintió algo avergonzado de descubrirla vacía. No tenía nada que ofrecer como anfitrión. Constanza también reparó en la botella, y también se sintió avergonzada. Pero la suya era una vergüenza ajena.

– Así que eres hija de Monalisa… – enunció el viejo, como si desgranara los ingredientes de elaboración del güisqui rumano. Malt whiskies, cuarenta grados. La joven tenía inequívocamente los rasgos de su madre, pero era mucho más delgada – ¿Y en qué puedo ayudarte? La vida del circo ya no es lo que era, dile a tu madre que si necesita algo, yo no…

– Mi madre ha muerto, señor Buono…

– Llámame Giuseppe – terció el viejo, como si la noticia de la muerte de Monalisa no le hubiera molido y convertido en polvo el corazón ya de por sí hecho pedazos hace mucho. La joven de cabello corto y piel blanquecina le miraba y le travesaba de parte a parte con sus lánguidos y heredados ojos azules –. Lo siento mucho – añadió al fin.

Entonces fue la joven quien acalló un gemido.

– Dejó esta carta para usted – la voz de la joven luchaba por no quebrarse mientras le tendía un sobre en el que únicamente se leía «Giuseppe». Desde el viejo televisor en blanco y negro Carmen Sevilla cantaba en un anuncio de electrodomésticos.

V. El enano maldito

Giuseppe Buono, adiestrador de elefantes, empecinado en demostrar a todo el mundo que su paquidermo podía montar en bicicleta, en especial a los payasos de la tele y al enano acondroplásico, abandonado por su esposa hacía dos décadas y reticente a usar sus lentes, acometió la lectura de aquella carta con una urgencia terminal; aunque apenas fuesen unas líneas torcidas y plagadas de faltas.

Querido Giuseppe,
Dejo este mundo con una pena i un dolor mui grandes por todo lo cual me siento en el deber de decirte que quien te lleba esta carta es tu ija pero eya no lo sabe.
Perdona por averme ido con Zampo. Me quitó los pocos dineros que tenía y se fue a Torremolinos. Lo piyó un coche.
Te quiere siempre aunque ya no hesté,
Manoli Huertas, “Monalisa”

El viejo se sintió conmovido por el estilo sincrético de su amada Monalisa, y por un instante fugaz revivió la sabiduría destartalada, o el campechano talento, de decir lo mucho con lo muy poco. No necesitaba saber más.

– Al enano lo atropelló un coche – dijo el viejo, y preguntó –. ¿Tú has leído esta carta? ¿Cuántos años tienes?

– No. Veinte – respondió la joven. Giuseppe Buono sonrió, sin disimulo, por primera vez en mucho tiempo. Constanza Conni Buono era, desde luego, como su madre. También sabía decirlo todo con muy poco.

– Tu madre me abandonó hace veinte años. Se fugó con Zampo, el enano. Me levanté una mañana y me había desparecido una esposa y una bicicleta. La misma bicicleta, por cierto, que la noche anterior había obrado un prodigio. De eso ya te hablaré. Y, según esta carta, también me desapareció una hija.

– ¿Quién es? – preguntó el payaso, que se había asomado a la puerta de la caravana y señalaba con la mirada a la joven.

VI. ¡Yo vi su trompa!

– Es – dijo el viejo –, eres – matizó tomando sus manos con las suyas, ásperas de blandir un látigo contra el tiempo y los elefantes – mi hija. ¡Y tu llegada es una señal! Haré que mi elefante monte en bicicleta ¡una vez más! El enano acondroplásico se retorcerá en su tumba y los payasos de la tele sabrán quién es el amo del circo.

– Giuseppe, eso jamás ocurrió. Voy a contarte algo que debí confesarte hace mucho. Yo lo vi todo. Tu elefante nunca montó en bicicleta. Has creído una ilusión todo este tiempo por la maldita manía de no usar tus lentes. ¡Viste a Monalisa mientras se escapaba pedaleando!

– Pero… ¡Yo vi su trompa!

– Zampo iba encaramado al manillar… – musitó el payaso – Se despidió con un corte de mangas.

– ¡Enano maldito!


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El autor

Alexis López Vidal (Torrevieja, Alicante, 1979) es autor de artículos y relatos, ensayista y novelista. Ha obtenido diversos galardones de narrativa y poesía.
  • ISNI: 0000 0004 7765 6040

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