Negrita para amarte nació mi corazón
y si sabes sentir y si sabes amar,
si tienes corazón acuérdate de mí,
Candú, Candú, Candú.
Canción popular hondureña
Ahora
La insistencia de los golpes en la puerta anticipa una visita desconocida para la anciana que renquea a través del pasillo de loza florida y fotografías en color sepia. Es bien conocida en el barrio y cualquier vecino sabría que Reina Isabel, la Milagrosa, anda con lentitud pero su oído es fino a los noventa y dos años. Deja atrás una habitación cerrada, alcanza la estatuilla de un fraile plantado en una repisa, decorada con ganchillo y flores silvestres que empezaron a marchitarse, y le roza la tonsura descascarillada con la yema de los dedos; lo hace por costumbre y musita una plegaria corta y sin adornos, también porque es lo debido. Todavía retumba algún golpe más en la puerta antes de que descorra el pestillo con parsimonia y, con la mirada turbia de cataratas, salude a quien la reclama. En el umbral, un funcionario municipal se sorprende al ser recibido por una viejecita arrugada que estira el cuello de tortuga para verlo más de cerca; pero hace mucho que nadie acompaña a la mujer y el resto de la casa está vacío. El funcionario le tiende una carta atiborrada de sellos oficiales y mandato de entregar en mano. Se despide con una inclinación de cabeza. La corriente en la calle es húmeda y remolca una tufarada de asadura.
Antes
Para Candelaria Medina Domínguez, Candú, ser pobre y hondureña era lo mismo que para un pez respirar por sus branquias. ¿Acaso podrían nutrirle las aguas de un modo distinto? ¿Cómo iba a amohinarse una niña de trenzas esculpidas con orgullo y tirones firmes si habitaba un mundo tan pequeño que solo daba cabida a juegos y canciones tarareadas acunando a una muñeca de trapo? Su infancia estaba acodada en un balcón próximo a la felicidad, con todo y que la adicción de sus padres la dejó huérfana a edad temprana y al cuidado de su abuela.
—Hay que darle gracias a Dios, Candú —le decía su abuela Reina Isabel, la negra bendita, mientras le imponía las manos y le soplaba fuerte en la frente, como espantando a un diablillo que nadie más veía—, porque tienes zapatos que te visten los pies para andar a la escuela y pupusas y repollo en el plato que te visten la tripa para andar a la vida.
Candú asentía y se marchaba calle abajo con una mochila de color rosa desvaído cargada de remiendos y de cuadernos de estudio, siempre puntual para formar frente al aula aunque caminara despacio observando el ancho y pulido cielo, como una concha sobre su cabeza.
—Quiero viajar a los United States, abuelita —dijo al poco de cumplir los nueve años, cuando el morrito del pez rompió la quietud del estanque y descubrió que existía un mundo fuera del agua—, para trabajar allá y enviarte hule.
La vieja Reina Isabel, a su espalda, afanada en trenzarle el cabello fosco, suspiró con esa cadencia de marea sin prisa por cubrir la orilla, le acarició la cabeza y no dijo nada.
La pequeña creció con la convicción enraizada de que existía una tierra de oportunidades más allá de la frontera, remontando el nervio del continente, revelada en la televisión en porciones de consumo frenético y verdad incuestionable; el deseo de emigrar se mantuvo intacto a medida que su cuerpo menudo, como el tallo de la dalia, se nutrió de la tierra y dio paso a una joven con el atractivo indómito de la belleza silvestre.
—Voy a viajar a los United States, abuelita —anunció el mismo día que cumplió la mayoría de edad, frente a un pastel casero que desprendía un aroma sutil a calabaza, pobreza y dignidad.
La Milagrosa le impuso las manos, cargadas de celo y ternura, temblorosas desde hacía un tiempo, y sopló sobre su frente como solía hacerlo cuando era niña.
Si eras pobre y hondureña, el camino hacia Estados Unidos venía trazado en el mapa por la mano de los coyotes, o conocedores, como preferían llamarse a sí mismos, traficantes de personas que chasqueaban la lengua mientras contaban con la minuciosidad de un relojero el fajo de dinero arrugado que se les ofrecía a cambio de su servicio. Candú satisfizo la tarifa convenida e inició la hégira desde el sur en compañía de un variopinto grupo de ilegales, hombres y mujeres esperanzados y familias que habían apostado la última de sus cartas contra la mano azarosa de salvar desiertos y selvas.
Al cabo de la primera jornada alcanzaron Puerto Cortés, cruzando al día siguiente la frontera con Guatemala por Corinto, al norte. A partir de este punto, la marcha de la caravana se intensificó y el coyote les indicó que las paradas serían escasas para acercarse cuanto pudieran a la frontera mexicana. A través de la ventanilla del todoterreno, las plantaciones de banana fueron quedando atrás, hasta acabar conformando una línea pincelada por encima del horizonte. La muchacha pensaba en Reina Isabel y en el cielo de concha sobre su cabeza en los días de escuela.
El tercer día superaron la frontera y arribaron a Palenque, en Chiapas, cubiertos por una pátina de mosquitos atrapados en el sudor denso que les resbalaba por las pieles, donde se entretuvieron en un remedo de descanso. A la mañana siguiente viajaron hacinados en un autobús durante horas hasta la exuberante Villa Hermosa, en el estado de Tabasco. En este trayecto los detuvo un patrullero de la policía, que inspeccionó con aparatosidad a los pasajeros y se marchó después de recibir una consigna por parte del coyote y un buen puñado de dinero. Por entonces, el mismo coyote comenzó una incesante disquisición acerca de los gastos extraordinarios que el viaje estaba conllevando y amenazaba cada poco con cobrar un montante adicional. También se dio a la tarea de rondar a Candú y a otras jóvenes que viajaban sin compañía, a quienes escrutaba en silencio durante minutos, farfullaba unas palabras ininteligibles y urgía a todos a mantener la boca cerrada y a no llamar la atención.
El quinto día acometieron otra jornada inacabable dentro de un autobús con destino al Distrito Federal y, desde allí, cuando todos arrastraban ojeras violáceas y dilatadas bajo los ojos, sin distinguir unas carreteras de otras, reemprendieron la marcha apenas amaneció el nuevo día con destino a San Luis Potosí.
Candú se arrastró hasta el camastro del motel en el que pernoctaron, diluida en un sopor del que no terminaba de desligarse. A través de los delgados tabiques creyó escuchar el llanto de un niño, o quizá de un hombre derrotado que lloraba como tal. Los sollozos se fueron alejando, más y más, a medida que se hundía en el sueño y veía, en un rincón pequeño y cálido de su memoria, las mejillas cuarteadas de arruga y candor de su abuela. Un zarandeo brusco la arrancó del reposo. Despertó y descubrió al coyote observándola de cerca. Sus ojos, vítreos e inexpresivos, le recordaron a los de un pez en el mercado.
—Vístete —le ordenó—. Nos vamos.
El coyote salió de la habitación envuelto en una sombra pero, antes de desaparecer por completo, se giró y le dedicó una última mirada que la llenó de zozobra.
La madrugada de grillo y ladrido de perro persistía en el exterior del motel, donde aguardaba una camioneta con el motor en marcha y las luces encendidas. Candú fue impelida al interior, en el que descubrió a unas pocas mujeres.
—¿Y el resto? —Preguntó.
Una bofetada fue cuanto obtuvo como respuesta. En el rostro del coyote se pergeñaba el desprecio de la suela para con la lombriz. Se abrió la chaqueta y mostró la culata de un arma, chasqueando la lengua, y, coronado por una escolanía de llantos sofocados, ordenó al conductor que los pusiera en camino.
El vehículo se adentró durante horas en el desierto Chihuahuense hasta detenerse con las primeras luces. Candú deseó que la negra bendita le soplara en la frente.
Ahora
Reina Isabel podría acudir a cualquier vecino, a cualquiera, porque todos conocen su nombre y la veneran como a una santa, para que alguno le leyera la carta atiborrada de sellos oficiales y mandato de entregar en mano. Podría hacerlo, renqueante, hasta dar con unos ojos más jóvenes que desgranaran palabra a palabra su contenido. No lo hace. ¿De qué serviría? No lo necesita. Sabe que los sellos y los mandatos solo portan noticias graves e insoslayables como un mojón de piedra. Se interna en el pasillo de loza florida y fotografías en color sepia y abre una puerta que lleva largo tiempo cerrada. Sobre una cama diminuta descansa, con solemnidad de reliquia, una mochila de color rosa desvaído cargada de remiendos y de cuadernos de estudio. La vieja se sienta con cuidado de no arrugar la colcha y deja caer las manos. Inhala el aire clausurado, que aún conserva el sedimento de un dulzor antiguo.
Por primera vez en su vida se siente reacia a agradecerle nada a su buen Dios.
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