Conocer las tardes grises, plomizas como un poncho de cantante de rancheras a través de un televisor en blanco y negro, no me había hecho menos vulnerable a la melancolía inherente a los días lluviosos; aún peor. Recordaba la anquilosis del tiempo, el dilatado espacio que se abría entre el mundo y yo en la urbanita Ginebra apostado frente a un café humeante y una novela de Chuck Palahniuk, la cortesía, los memorandos, la mirada cómplice de unos ojos que no había vuelto a descubrir observándome con curiosidad al despertar. Madrid no proyectaba ninguna de aquellas instantáneas propias de una cámara Lomo, más bien se trataba de un vídeo casero, un reportaje filmado por los propios operarios de una empresa de almacenaje de vivencias insulsas sin utilizar trípode y sin limpiar la lente; todo estaba desenfocado, movido… y gris.
Al contemplar mi reflejo translúcido en el mastodóntico escaparate de unos grandes almacenes caí en la cuenta de que antes todo podía medirse en unidades menos dolorosas; la distancia comprendida desde el pequeño apartamento a mi despacho en la consultoría eran un beso de despedida, un mensaje subido de tono enviado al teléfono móvil, una llamada apenas un minuto después, un «te quiero, comemos juntos», dos «yo también te quiero» y «yo te quiero más», un sentirse el concentrado residuo de la nada ante la contemplación diaria de la piedra eterna de la Catedral de San Pedro y una parada de autobús. En Madrid las medidas eran distintas; contabilicé quinientos treinta y tres pasos solitarios desde una cama fría a una mesa aséptica de las contaminaciones benditas de una fotografía o de un pósit con un mensaje garabateado en el interior de un corazón dibujado con rotulador verde. Me sentía un retornado apátrida, desolado por un enamoramiento de opereta, una suerte de síndrome de Estocolmo, más bien de Ginebra, transitando por las calles que había recorrido una y mil veces y que ahora se habían desdibujado, habían cambiado sus nombres por nuevos nombres o mentían y se hacían pasar por otras y me resultaban extrañas.
En una de aquellas calles tropecé con Yakubu. Ya-ku-bu. Tres sílabas, que tuve que repetir ante la amplia sonrisa perlada de un nigeriano amable que me estrechaba la mano. Ya-ku-bu. Qué irónico se me antojó que hallara tierra en un islote tan lejano y alejado del propio continente del que se separó para medrar a la deriva, yo, que crecí bajo aquel mismo cielo decolorado.
Mi amistad con Yakubu se fraguó a costa de la tarificación constante de minutos a través del cordón umbilical que separaba mis ansias, mi turbación entretejida por medio de postes telefónicos entre Madrid y Ginebra. Cada día, a la misma hora, yo marcaba el número de teléfono que en realidad era una clave secreta, quién sabe, un código encriptado que escondía un mensaje de auxilio, de arrepentimiento. Yakubu hacía lo propio. Yo mendigaba el poso de un amor distante, convertido a la fuerza en el protagonista de un romance trasnochado. Él era un narrador, de voz profunda y serena.
Ambos convergíamos en la eucaristía postmoderna de compartir un cigarrillo a las puertas de un locutorio de barrio.
– Ya-ku-bu… encantado, yo soy Javier.
– Javier – repetía Yakubu, y su sonrisa se expandía colmando el recipiente anodino del barrio desbordando una inocencia y un candor impropios del mundo que se autoproclamaba civilizado en el fasto de las vallas publicitarias y anuncios de televisión.
Ya-ku-bu leía cuentos a una hija de cinco años, cada día, a la misma hora, y a la que no podía arropar después del final feliz porque ella era una escolar de Lagos y él apilaba ladrillos en una función, sin pase ni público, de malabarismo mortal sobre un andamio anclado al esqueleto de hormigón de un edificio de oficinas de Madrid. Oficinas que habrían de albergar a contables bilingües huidos del amor descubierto fuera de casa porque el mundo se le había hecho muy grande y el corazón muy pequeño para albergarlo todo, tanto mundo y tanto amor.
Había empezado a llover cuando me mostró orgulloso su fotografía. Había dejado de hacerlo cuando se despidió de mí.
Regresé sobre mis quinientos treinta y tres pasos una y otra vez y no hallé el camino de vuelta a la sonrisa franca de Ya-ku-bu. Tal vez las calles habían cambiado, tenían nuevos nombres o fingían, no me atreví a desplegar un mapa y cerciorarme de que el cuentacuentos malabarista había escrito el punto y final de una historia sin red, ni papeles, ni contrato ni seguro médico. Regresé a Ginebra, al regazo ardiente de un cuerpo que hizo patria del roce de su piel, diciendo adiós a una ciudad que lo sabía todo de mí pero de la que yo no sabía nada.
Al contemplar mi reflejo translúcido en la ventanilla del avión caí en la cuenta de que una niña aguardaba a que su padre le contara un cuento, como cada día, a la misma hora.
Descarga A la misma hora en eBook
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las Leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.
Publicado previamente en Bar Matrioshka y otras historias, ISBN: 978-84-616-3634-1, 2013.
Suscríbete
Únete a los lectores que tienen acceso a textos inéditos, descargas y novedades entregadas en su correo cada semana.