La bisabuela Terezinha

A la bisabuela Terezinha se la quería como se debe querer a un milagro; con semejante asombro, abnegación y crédito de lo prodigioso. Todavía mucho más lejos de las últimas barriadas de Río de Janeiro, allí donde los usos de la urbe se mezclaban e incluso se perdían entre el húmedo misticismo de pequeños fuegos en torno a los que se arracimaban hombres y mujeres y niños ajenos al mundo consumido en pantallas digitales, y aún más, su nombre era reconocido y acompañado de gestos graves para describirla como una mujer santa. Y pese a todo este fervor, Terezinha bromeaba acerca de su condición divina apurando un cigarro grueso, restándole interés, y animando a cuantos se sentaban a sus pies centenarios a lavarse las manos, a no beber directamente de las pozas, a alimentarse convenientemente y a ventilar las habitaciones abigarradas en que solían acomodarse sus vecinos. Terezinha había salvado muchas vidas, sí, pero practicando una magia más mundana y sobre todo práctica. Ahuyentaba los males previniéndolos. Y así, con este principio por bandera, había recorrido de parte a parte la tierra brasileña, enseñando a los más humildes a conservar la salud, el tesoro que sabía más preciado. Porque teniendo salud, decía, se tiene tiempo, y con tiempo hasta el pescador más humilde puede atrapar un mejor futuro en sus redes. Eso decía la bisabuela Terezinha, con sus dientes blancos y grandes como guijarros de río y su piel oscura y brillante como la semilla de açaí en la que confluían raíces tupinambás y mozambiqueñas.

Una de las pocas concesiones a la vida ultraterrena de Terezinha lo constituía un pequeño altar de madera de cedro atiborrado de velas, desgranándose capa sobre capa de cera como un devocionario en forma de sedimento. En su interior, iluminadas por la luz titilante de las candelas, se adivinaba una imagen de Nuestra Señora Aparecida y, a su lado, una tablilla de tintura sucia por las décadas de polvo y humareda que contenía la efigie de una mujer negra de pómulos marcados y ojos redondos como plenilunios.

– Es mamá Jandiara, la nacida de la luna – me indicó la bisabuela cuando, entre idas y venidas a la cocina desde la que llegaba un potente aroma de feijoada, me sorprendió encaramada a un banquillo estirando mis piernas de niña.

Mamá Jandiara

La madre de Jandiara era una esclava descendiente del pueblo krikatí, los de la gran aldea, y ni siquiera el yugo había borrado de sus ojos un orgullo profundo y antiguo, como la alfombra de raíces de la selva. Esta luz de dignidad se proyectaba en los ojos de su hija, que vino al mundo una noche de cielo despejado y luz de plata.

Languidecía la tarde del 12 de julio de 1855 cuando un individuo acometido de una enfermedad, tal y como se consignó en los registros oficiales, fue internado en el hospital Santa Casa de la Misericordia, el más importante de la capital del Imperio del Brasil. El hombre, que acabó muriendo, y del que se descubrió que había estado en contacto con la ropa de cama de un hombre moreno llegado de Ceará, supuso la primera y aciaga evidencia de la epidemia de cólera que estaba por llegar.

A las puertas de este hospital, que destacaba por abrir sus puertas a personas de cualquier grupo social y condición, esclavos, libertos o libres, edad y color, llegó Jandiara apenas sosteniendo el cuerpo consumido de su madre. Sus amos se habían desentendido de ellas, asqueados de la idea de que pudieran propagar la peste. Un estudiante de medicina se les acercó y Jandiara se puso en guardia, sopesando que pudiera echarlas y condenarlas a la muerte. Por el contrario, el muchacho de cabello ensortijado les dedicó una sonrisa en la que, extrañamente, la joven fue capaz de atisbar esperanza. Así es como una esclava descubrió la humanidad y la vocación de sanar a los demás.

Yo

Observo la entrada de la favela antes de adentrarme en el interior. Sus muros levantados sin noción alguna, inyectados de humedad, resisten. Como han hecho siempre. Dentro la atmósfera es sofocante. Me esfuerzo por esbozar una sonrisa tras las mascarilla. La pandemia de coronavirus golpea con dureza a los más desfavorecidos. Tomo la temperatura a una anciana de cabello cobrizo y mejillas hundidas como simas. No tiene fiebre. Respira sin dificultad. El reparto de productos de higiene, limpieza y alimentación, y los sistemas de emergencia instalados, están cumpliendo su propósito. Sonrío de nuevo, la anciana corresponde y su mirada se inflama con la hoguera del tiempo. Tiempo que, de momento, seguirá alimentando el crepitar del hogar de sus días. Resiste. Como la favela.

Teniendo salud se tiene tiempo, como decía siempre la bisabuela Terezinha, como me digo yo misma, observando mi reflejo en el retrovisor de la ambulancia. Mi piel es oscura, apenas reconocible bajo el equipo de protección, herencia del pueblo orgulloso de la gran aldea y de tantos otros que han vertido la sangre de sus afluentes en el cauce del mío. Os daré tiempo, todo el que pueda, a pesar del yugo de la pobreza y del azote de la enfermedad. Desciendo de Jandiara, la nacida de la luna. Soy semilla de açaí. Y no voy a dejaros morir.


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El autor

Alexis López Vidal (Torrevieja, Alicante, 1979) es autor de artículos y relatos, ensayista y novelista. Ha obtenido diversos galardones de narrativa y poesía.
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