Escolopendra de neón

Más tarde volveremos a la mesa compartida y al carrusel,
al costillar del santo tallado de un árbol donde colgábamos del cuello
como péndulos en perpetuo movimiento, para beber de la boca del otro
y llevar la cuenta de los muertos de esta guerra con un ábaco.
Para entonces, esa liviandad de teatro de marionetas será un tiesto
quebrado, igual que el cuello de la garza que anidó junto al estanque,
y será una sombra la que colme de vinagre las copas y reparta las viandas
[ cenicientas.

Así el destello de tus juegos infantiles, opacado de la brea en que moramos,
retorcido de un sentir que lo alecciona a mudar la inocencia del virgo
en un burdel de la Polonia ocupada o en un motel de carretera secundaria.
Así el devenir de tantas cosas: el cancro en la pulpa del mañana,
la muerte de David Carradine en el interior de un armario,
los rechazos editoriales y la pérdida de un gato atigrado de cola corta.
Como los túmulos en cuyas raíces se cobijan las palabras que elegimos
[ callar.

Seremos cuencos de cobre sobre la lumbre, hojarasca bajo las ruedas
de un carromato de circo, todo aquello de lo que da cuenta el capitán
de un barco a la deriva. Seremos el laurel que atasca el inodoro
de un medallista olímpico alcoholizado, la vendimia de madres tuertas
que llaman a sus hijos para la merienda. Nada más y todo eso seremos
tras la empalizada, venerada nuestra carne en la trinchera.
Saludemos, ahora, a la jauría nefelibata que aplaude y lanza dentelladas
[ a su reflejo.

¿Quién repetirá el nombre inmarcesible de la muñeca de trapo
que abrazabas para poder dormir? ¿Quién reescribirá el final
de los cuentos desde una perspectiva de género igualitaria?
¿Quién me recordará el cesto correcto de la ropa blanca?
Atrapados en el tiempo luminiscente de los quirófanos me pregunto:
¿quién dará caza a la escolopendra de neón bajo tu vientre?
Enrocados en el tuétano de la noche nos pertenecemos el uno al otro
[ y a nadie.

Las pólizas de seguro son una literatura perversa, preludio del llanto,
panegírico que completan los dolientes sobre la línea de puntos.
La enfermera me dirige una mirada esquiva, de ciervo advertido de la caza,
e inyecta una solución química de huesecillos de hadas molidas
en el árbol de venas que te recorre el núcleo agostado hasta la náusea.
¿Quién – preguntaría si no hubiera agotado el crédito de la lírica –
arrostrará el bizcocho quemado, la vacilante egolatría de existir
[ sin ti?

Un después efímero atesorado a cada latido, un nexo horrísono
a la voluntad de un conjunto aberrante de células, un tabú
que prende fuego a una cometa. Este poema manuscrito
en un cuaderno, amparado en el trajín ambivalente de la cafetería
del hospital. Los sorbos del café, espaciados, hipérbole de hormigas
unidas por las fauces, y el petricor que se percibe con la lluvia
primera de abril que volverá a besarnos en la frente con la ternura
[ de una madre.

Más tarde volveremos al perenne festín de calcetines desparejados
y al dormitorio, mondo de las urgencias en el exterior de la ventana,
donde se nutre mi sueño con tu aliento. A esa época infinita
se dirigen mis pensamientos. Reverbera el cántico de nuestra sangre
entremezclada, confío en un nosotros acendrado como un cáliz
que la contiene, rebosante de los días transcurridos y los venideros.
Para entonces, en ese alba cotidiano, volveremos a la mesa compartida
[ y al carrusel.