Se agarraba las rodillas, todavía temblando y el regusto acibarado del vómito recalcándose en su lengua, tendida sobre las baldosas frías, más que frías del cuarto de baño. Se sentía sola, minúscula, desechada. Una amalgama vejada y olvidada en un rincón. Y sucia. Por más que dejara correr el agua sobre sus moretones, abarcando la piel mancillada, seguía sintiéndose sucia. Tanto que acababa vomitando. Sola y sucia, así se sentía. Conectada al mundo por un hilo inexorable, e injusto, le parecía, porque solo ella parecía percibir el eco incesante de las risotadas desde que fuera acorralada en el sórdido rellano de una escalera.
Aún no lo sabía, pero fuera, fuera del cuarto de baño, existía todo un mundo que le gritaba «¡no estás sola!»
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