La tarde en el salón de la Geoffrin había dado un vuelco inesperado. Reunidas las mentes más portentosas del reino de Francia junto a gentiles caballeros y nobles damas que destacaban tanto por la exuberancia del panier como por su conocimiento de las artes y las ciencias, todos, con la contención debida, habían aguardado a que el sin par Voltaire diera comienzo a la lectura de su obra más reciente. Este apenas había comenzado su narración cuando escuchó los primeros soniquetes, unos como pequeñas campanillas y otros como el leve engranaje de un reloj, que se fueron multiplicando hasta convertirse en una orquesta incesante. Separó la mirada de las páginas manuscritas y observó en derredor. Suspiró. Diderot estaba retransmitiendo en Facebook Live el evento, Montesquieu y Rousseau se hacían selfis, un grupo de cortesanas se etiquetaban mutuamente en Instagram y el resto habían abierto sendos hilos de Twitter o compartían vídeos en grupos de WhatsApp.
Carraspeó ligeramente, dejó por un instante la obra sobre el escritorio que le parapetaba y, con aire solemne, preguntó:
– ¿Hay hashtag oficial?
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