Desde que el monstruo irrumpiera acechando entre las altas copas de los cipreses, oculto tras la madreselva y a veces tras el árbol anciano que acariciaba con sus ramas retorcidas las aguas del estanque, todos en el reino de las hadas se hallaban compungidos y temiendo por su princesa; el monstruo la perseguía como una sombra, callada y grotesca, que parecía alimentarse de los temores que despertaba en cuantos sufrían por el destino de la pequeña haciéndose más y más grande, más y más sombra.
La princesa hada contempló los rostros pesarosos de sus padres, para quienes los altos tronos labrados sobre el liquen esmeralda habían perdido cualquier valor, la melancolía que apagaba el brillo facetado de las alas del resto de las hadas, algunas arrebujadas como capullos en lo profundo de troncos huecos, y desplegó las suyas, brillantes y majestuosas como las de una mariposa de cristal. Alzó su frente, sin miedo, adentrándose en la espesura para hacer frente a la amenaza del monstruo.
– Eres una princesa, Ada – le dijo su padre con el corazón en un puño mientras el fármaco de la quimioterapia se abría paso por entre sus pequeñas venas, sin saber que estaba hablando con la más valiente de las hadas del bosque.
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