Para la justa remembranza de mi niñez en Barrebol se haría necesaria la práctica de la inmersión subacuática, dado que el pueblo que atesora los recuerdos de tantos veranos dormita hoy en el seno de un pantano; este suceso, el del bautismo in aeternum de sus calles imbricadas como un cordón de nazareno, de casas y soportales, lo viste de un aura fantástica y mantiene viva la incertidumbre, la duda permanente que me asalta en mañanas de abulia que conducen de un modo inexorable a la melancolía. ¿Llegó a volar la cometa de Matías el huevos de madera más alto que el campanario de la parroquia? ¿Nació un cabrito con dos cabezas en el rebaño del tío Salustiano, como juraba por-todo-lo-más-sagrado-y-que-me-caiga-muerto-si-es-mentira Alejo el Panocha? ¿Tan fragantes como una madrugada de patio y galán de noche eran los cabellos rizados de Susana Gil, Susanita la de Patones? Solo las entrañas calladas del pantano contienen la respuesta, adscrita al empedrado cubierto por el limo, acomodada entre los sillares de piedra de muros que contienen la respiración.
La abuela María nos llamaba deshabitados, porque en su docta opinión al respecto del ánimo humano, el alma nos dota de una templanza propias del dictado divino y nos diferencia del salvajismo animal. Deshabitados, decía, al contemplar horrorizada al Panocha brincar como un orangután sobre las ramas gruesas de una higuera. Deshabitados, insistía, toda vez que el huevos de madera cruzaba la calle del Cid berreando y al galope de sus canillas para comprar chicle de fresa ácida en la panadería de Rosa la Colorá. Deshabitados debíamos de estar, conjeturaba asida a su bastón, porque no podía darse un alma en nuestros cuerpos inquietos y a la búsqueda constante de la siguiente trastada.
La abuela María no era sabedora de la existencia del callejón.
El callejón, estrecho y preñado de sombra en el mediodía canicular, donde Matías rumiaba sus chicles en silencio recostado contra el encalado de la tapia. El callejón, en el que Alejo dejó un puñado de lágrimas cuando las toses de su padre se tornaron graves y definitivas. El callejón, cesto de frescor, cuna de las miradas sostenidas de Susana y de besos en las mejillas.
Para la justa remembranza de mi niñez en Barrebol se haría necesaria la práctica de la inmersión subacuática, para acudir allí donde yace el callejón de los deshabitados alejado por siempre de la canícula de los días en que éramos, todavía, inocentes.
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