Hay caminos que se andan distinto. Hay caminos que parecen imposibles de recorrer porque parten de un maltrato tan rutinario que compone una habitación tapiada.
Hay caminos que se andan distinto y que no tienen que recorrerse a solas.
Se andan palpando con los dedos y con el alma, temblando todos por el miedo como un cabritillo llegado al mundo y que apenas se sostiene.
En esta mayéutica que se inicia son aquellos, esos dedos que vacilan, que apenas rozan con sus yemas las teclas de un teléfono llevado a escondidas al cuarto de baño, los que dan un primer paso.
Hay equipajes difíciles de componer para viajar a una vida nueva, porque dejan fuera los besos antiguos que derivaron en bofetadas, o las cartas de amor perfumadas de descubrimiento y jazmín que se volvieron polvillo negro y escoria en un cenicero, el mismo que estalló en un millar de cachos de desprecio contra la pared y dejó esquirlas de ultraje bajo el sofá y hasta de la alfombra, o las caricias bajo las sábanas con iniciales bordadas por manos callosas y más sabias que se ulceraron en un remedo repulsivo del contacto entre dos cuerpos.
Hay maletas que parecen vacías, tanto como la vida que dejan atrás, y pesan como plomadas atadas al cuello de nadadores inexpertos.
Hay calles descubiertas a las que se llega después de otras más oscuras y enrevesadas y de socavones profundos y negros como los moretones que pintaron los golpes y trató de disimular la vergüenza con colorete y arrebol de disculpa.
Calles descubiertas bañadas por la luz reencontrada del amor propio y del amor de otros, perfectas de libertad como las leyes de la física, como un café negro en la Place de l’Opéra de París leyendo un poema de Jaime Sabines, como recibir un eclipse con el torso desnudo en una cala escondida.
Hay caminos que se andan distinto, que se creyeron fantásticos bajo la lluvia de afrentas y que hoy se saben ciertos en los mapas.
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