Ernie no había podido dejar de mirarla; desde que Clara entró en la sinagoga, radiante y hermosa vestida de novia; cuando saludaron a familiares y amigos y les dieron la bienvenida al banquete nupcial; menos ahora que se proponían a brindar ante los henchidos corazones de los presentes. Alzaron sus copas de cristal tallado y el vino destelló en alto con matices de fruto rojo, como los labios de Clara.
– ¡Por los señores Gross! – exclamaron al unísono todos los acompañantes y Ernie no pudo dejar de pensar que miraría a Clara para siempre mientras entrelazaban sus brazos y se disponían a acercar a sus bocas trémulas la copa de vino.
Irrumpieron entonces, fieros como perros de presa, seguros de su sino ataviados de uniformes negros como la noche y altas botas que patearon sillas, mesas y dignidades. Los arrastraron a las calles sobre un tapiz de cristal roto y los introdujeron en la bodega de carga de un camión siniestro, conducidos en la penumbra de su vientre hasta unas vías de tren. Hacinados en un vagón, penaron durante días hasta alcanzar el destino incierto de una fría estación donde fueron separados. Ernie la había mirado, impotente, hasta que fue incapaz de distinguir a Clara en la incontable hilera de mujeres cabizbajas y desamparadas.
Sobrevivió a duras penas pugnando contra el trabajo forzado, el hambre, la enfermedad y la ignominia.
Por eso el bisabuelo Ernie no ha dejado de mirar a su esposa Clara desde el momento en que volvieron a encontrase de nuevo.
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